Por una muy amable invitación de la Tertulia Il Pomeriggio, que coordina Orlando Solano Bárcenas, tuve oportunidad el sábado último de intercambiar opiniones sobre un tema que he tratado de manera recurrente en este blog, la crisis institucional que nos afecta desde hace un buen tiempo.
A pesar de los anuncios rimbombantes sobre una nueva era cargada de promesas halagüeñas que se abriría con la Constitución de 1991, hoy, después de más de 30 años de haber entrado en vigencia, resulta muy cuestionable no sólo la realidad del Estado de Derecho entre nosotros, sino la del Estado mismo, en cuanto se observa que en vastos espacios del territorio nacional imperan grupos de delincuentes de los más variados pelambres.
Para no ir lejos, en el valle de Aburrá en que habito se considera que operan más de 300 bandas criminales que controlan de hecho las distintas comunidades que lo pueblan. Y qué decir del Catatumbo, el Cauca, Nariño, Chocó, Putumayo, Arauca, la Sierra Nevada y un largo etcétera que cubre una enorme porción de la geografía patria.
En muchos municipios es posible que las autoridades locales dependen de la delincuencia organizada o, al menos, tienen que entenderse con ella para ejercer sus funciones.
San Agustín planteaba la cuestión de qué es lo que diferencia a la autoridad legítima de las bandas criminales. Decía que la solución estaba en la justicia. El poder de las bandas reside en su capacidad de intimidar, de corromper, de poner los recursos de las comunidades al servicio de sus apetitos. La autoridad legítima se funda, en cambio, en la confianza que inspira entre los gobernados por su búsqueda de la justicia y el bien común. Se robustece por la respetabilidad que inspiran sus detentadores.
Pues bien, la crisis institucional en el fondo lo es de legitimidad. Si se vota por demagogos, aventureros, charlatanes o desvergonzados, es porque en las comunidades se ha perdido el sentido correcto de la justicia y el bien común, que son presupuestos necesarios para que prevalezca el imperio de la ley y se consolide el ordenamiento jurídico.
No en vano viene alertándonos Rafael Nieto Loaiza sobre la degradación que padecemos. Su más reciente escrito es tenebroso: «Llegó la narcocracia«.
El gobernante actual se ha rendido en la batalla contra la criminalidad. Promueve una «paz total» con la delincuencia que se ha enseñoreado en el país. No es la paz que resulta de la instauración de la regla de derecho, sino de la claudicación de la autoridad frente a quienes la han desafiado y combatido acudiendo incluso a los peores extremos de violencia. No es la justicia en su sentido prístino lo que va a imponerse en esas negociaciones, sino una atroz parodia de la misma, revestida dizque de misericordia, perdón e índole «restaurativa».
Hay promesas de cambio que se dice que obedecen a necesidades apremiantes del pueblo colombiano. Por supuesto que esas necesidades son reales y se debe actuar para satisfacerlas. La pobreza extrema, la desigualdad excesiva, la violencia generalizada, la corrupción rampante, la deplorable falta de oportunidades para la juventud, la triste desprotección de los ancianos que clama justicia al cielo, el abandono del campo, etc. Todo ello justifica que se hable de cambios en las políticas públicas y en la sociedad.
Pero una cosa es reconocer las realidades sociales y otra muy diferente es identificar los modelos que se aspira a construír y los medios adecuados para ello.
El gobierno actual no se atreve a ofrecernos los modelos de Cuba, Venezuela, Argentina o Corea del Norte, que a todas luces son fallidos, aunque los alberga in péctore. Sin mucho conocimiento de causa, nos habla del modelo de Corea del Sur, ignorando que allá impera el odiado capitalismo al que se sindica de los males que aquejan a la humanidad, que sus logros han sido posibles gracias a la disciplina social y que el punto de partida del despegue de su economía radica en un denodado esfuerzo educativo que las generaciones anteriores consideraron indispensable para superar el atraso del país.
El desarrollo es el nuevo nombre de la paz, declaró el hoy santo Paulo VI y así lo reiteró el también hoy santo Juan Pablo II. Este aspecto de la Doctrina Social Católica atañe no sólo al crecimiento económico, sino al desarrollo social, pues aquél se justifica en la medida que se proyecte hacia todas las capas de la sociedad, sobre todo las más débiles. Pero sin una buena economía no es posible instaurar la justicia social.
En contravía de estas verdades de Perogrullo, lo que ahora se predica es el «decrecimiento» que conlleva la pauperización de las comunidades y la destrucción del sistema de libertades, al hacerlas dependientes en un todo de lo que les distribuya el Estado. Siguiendo el pensamiento de Hayek, lo que se nos está ofreciendo es un camino de servidumbre. Lo de «producir sólo lo indispensable» que proclaman nuestros actuales gobernantes únicamente puede darse en un régimen totalitario.
En otra oportunidad he observado que la crisis del ordenamiento constitucional se presenta bien cuando sus normas dejan de cumplirse, ya cuando se las distorsiona haciéndoles decir lo que no dicen, esto es, «torciéndoles el pescuezo». El mal ejemplo lo ofrece la Corte Constitucional, que pasa por alto que su tarea de guardar la integridad y la supremacía de la Constitución debe ejercerse dentro de los estrictos y precisos términos de su artículo 241. A menudo, la Corte sacrifica la normatividad en aras de sus preferencias ideológicas, a las que realza como si de una supraconstitución se tratase, or por consideraciones de oportunismo político. De este modo, lo político deja de estar sometido a la juridicidad, la cual se pone a su servicio.
El desorden campea en todas las esferas del poder. Disposiciones que se adoptaron con los mejores propósitos han terminado desvirtuándose por obra de la corrupción. Piénsese, por ejemplo, en la elección popular de alcaldes y gobernadores, que ha conducido a la captura de las entidades territoriales por avezados delincuentes que burlan los esfuerzos de los órganos de control, si es que los mismos se dan.
La Corte Constitucional se ha mostrado muy celosa en pro de la intangibilidad del espíritu de la Constitución, pero sólo en lo que le conviene desde el punto de vista político. Quizás no se interese en escrutar el desconocimiento del carácter deliberante del proceso legislativo que ocurre con la famosa «aplanadora» que impidió el debate de la reciente reforma tributaria y cercenó los derechos de la oposición.
La Constitución se proyectó para garantizar la separación de poderes entre la rama ejecutiva y la legislativa. Es evidente que la repugnante «mermelada» ha dado al traste con ella.
¿Qué decir de la administración de justicia? Hace algún tiempo, en una charla que di en la SAI, denuncié que estamos sometidos a una justicia ideologizada, politizada y, por desgracia, corrompida. Lo del «Cártel de la Toga» es un episodio bochornoso como el que más. ¿Qué se puede esperar de un organismo en el que se da algo de tamaña gravedad?
El debate entre el Presidente y la Alcalde de la capital acerca del metro ilustra sobre el desconocimiento que aquél exhibe en torno del principio constitucional de la autonomía de las entidades territoriales. Bien se dice que tan flamante principio no pasa de ser un saludo a la bandera y, en el fondo, letra muerta.
Hasta hace algún tiempo nos ufanábamos de la confiabilidad de nuestro sistema electoral. En los últimos tiempos su funcionamiento, para decir lo menos, ha dejado mucho qué desear. Hay que hacer un escrutinio a fondo sobre las deficiencias de nuestra democracia.
Estas y muchas otras consideraciones me llevan a sostener que entre nosotros el Estado de Derecho es una entelequia lábil, elástica, muy poco confiable. Su crisis es de enormes proporciones y no se observa un esfuerzo serio para superarla.
Es una crisis de graves connotaciones. Volviendo a san Agustín, su trasfondo es espiritual. Es una crisis de valores.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: febrero 8 de 2023