Desde la ciudad de Canberra en su cómoda oficia de la embajada de Colombia, el exgeneral Alberto José Mejía se ha consolidado en uno de los más activos articuladores de la guerra sucia que se vive en el seno del Ejército nacional.
Mejía, que se desempeñó como comandante de las Fuerzas Militares durante buena parte del gobierno de Juan Manuel Santos, se encargó de romper en mil pedazos a las FF.MM por cuenta de su alineación política con el anterior gobierno.
En teoría, los militares -por su propia naturaleza- no son deliberantes. Las Fuerzas Armadas no pueden ni deben inmiscuirse en controversias políticas. Su función es la de asegurar el sano ejercicio de la democracia, sin tomar partido a favor o en contra de alguna facción.
Proteger la integridad territorial, la soberanía y la libertad de cualquier amenaza interna o externa. Esos son los deberes básicos de cualquier ejército.
El general Mejía aniquiló la tradición militar. Confundió la subordinación con la militancia ideológica. Mientras Santos avanzaba en su acuerdo con los terroristas de las Farc, Mejía se encargaba de apercollar a todos los oficiales que no comulgaran con el santismo, convirtiendo al Comando General en un directorio de intrigas, negocios multimillonarios y componendas.
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La doctrina militar fue desplazada por la politiquería promovida por él que, además, logró consolidar a sus áulicos en los cargos más relevantes del Ejército.
Atrás quedaron los tiempos en los que las FF.MM estaban al mando de hombres con honor y no de aduladores desvergonzados como el señor Mejía que, sin recato alguno, se dirigió al país para exaltar al hijo del presidente Santos, al que elevó a la gloria, como si fuera un héroe de la talla del sargento Inocencio Chincá o el mariscal Antonio José de Sucre.
Existe la norma no escrita que indica que cuando un general sale de la comandancia de las Fuerzas Militares, debe ser enviado -por seguridad y a manera de reconocimiento- a un cargo diplomático.
Alberto José Mejía no fue la excepción. Luego de que el presidente Iván Duque resolviera hacer cambios en la cúpula de las FF.MM, ese individuo pasó al retiro. Las controversias en torno suyo no fueron menores. El oficial, hasta el momento, no le ha puesto la cara al país para aclarar los muy graves señalamientos y denuncias en su contra que dan cuenta de actos de corrupción en los que él participó de manera directa y que, según las quejas presentadas ante los organismos de control, le significaron ingentes sumas de dinero mal habido.
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El 1 de agosto del año pasado, Mejía se posesionó como embajador e Colombia en Australia. Dicho nombramiento se produjo en medio de una controversia mayor. Vastos sectores de la opinión, específicamente del Centro Democrático recibieron con indignación que un sujeto involucrado en temas de corrupción y que era señalado de haber participado decididamente en la persecución oficial contra el uribismo, fuera premiado con un cargo en la diplomacia.
Pero el presidente Duque no quería romper la usanza y mantuvo el nombramiento muy a su pesar. Es evidente que el primer mandatario no se sentía cómodo con Mejía en su planta de embajadores.
Pero el asunto pasó de castaño oscuro. El exoficial, desde su guarida australiana se ha encargado de atizar la hoguera, estimulando la división y la guerra sucia al interior del Ejército.
El comportamiento de Mejía denota una absoluta deslealtad de él hacia el gobierno que representa en su condición de agente diplomático.
Si ese general tiene un mínimo de pudor y nobleza debería proceder a presentar su carta de renuncia y regresar al país a hacer oposición de frente. Su actitud es cobarde y deleznable. El miedo que lo embarga de que se conozca la magnitud de su corrupción, lo ha llevado a destrozar internamente a la institución a la que perteneció durante más de 40 años.
Algunos oficiales califican a Mejía como un militar indigno. Tal vez eso sea cierto, pero de lo que no cabe duda ninguna es que él es un embajador canallesco.
Publicado: mayo 7 de 2020
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