El debate de los toros está agotado. Como casi todos los debates clásicos que dividen por mitades los salones en bachillerato, los argumentos, que se han repetido ya un millón de veces sin encontrar innovación alguna -a pesar de lo que puedan creer los interlocutores- caen en fanatismos demasiado rápido. Escuchar al que piensa diferente se convierte casi inmediatamente en un imposible, como sucede con el aborto, o el matrimonio igualitario, o recientemente como sucedió con el proceso de paz con las Farc. Los argumentos que importan, cuando no estamos discutiendo sino predicando dogmas, o más bien repitiéndolos, siempre son los propios. A las ideas que se oponen a las nuestras respondemos subiendo el tono y las discusiones se convierten en peleas acaloradas en el almuerzo familiar, o en cualquier otro ámbito en el que se den estas sanas discusiones inútiles.
Yo quiero proponer una manera diferente de ver la discusión. Mi posición, que en todo caso apoya la continuidad de la tauromaquia, toca un punto que rara vez se considera en los debates. Pienso cuando me enfrento a este tipo de discusiones, en los fundamentos del liberalismo moderno; en la discusión tantas veces dada sobre cuál debe ser considerado el pilar fundamental de nuestra sociedad occidental. Sobre este debate, cabe recordar, algunos autores encumbran la libertad, otros tantos apoyan el valor de la igualdad, y pocos como yo, piensan que como piedra fundacional de nuestros principios debemos tener el valor de la tolerancia.
He llegado a creer que si se lleva el debate a este nivel, si se piensa en la tauromaquia a través del prisma de lo que entendemos es nuestro ideal de sociedad, no nos queda más remedio que aceptar la continuidad de la fiesta brava, por mucho que nos disguste el espectáculo.
Visto el debate a la luz de la igualdad por ejemplo, debemos aceptar que las personas practiquen sus tradiciones culturales, aun y cuando no las compartamos. La igualdad ha sido el derecho sobre el cual las minorías se han plantado en el último siglo para poner freno a la voluntad de las mayorías. La democracia pura se diferencia pues de la dictadura simple de la mayoría en razón del derecho a la igualdad, que limita la capacidad de esas mayorías paras restringir los derechos de los que son menos. Por supuesto el argumento suena ridículo a los que odian la tauromaquia con fanatismo. ¿Cómo pueden ser considerados minoría esos que van a los toros, si es esa una fiesta tan asociada a la oligarquía, particularmente en Bogotá? Claro que son minoría. Aun si esa generalización fuera valida, el estatus socioeconómico de las personas que constituyen esa minoría no puede hacerles perder esa condición, ni el menosprecio por quienes gustan de esta práctica y por la cultura a ella asociada no constituye menos una discriminación.
Si el pilar fundamental de nuestra sociedad es, en cambio la libertad, debemos aceptar que las personas que amen la fiesta brava hagan uso de su derecho y asistan a una fiesta que, incuestionablemente hace parte de su cultura, de su idiosincrasia. Ahora, el punto controversial de la libertad es el paradigma de que nuestras libertades acaben en la del otro. Marcar los límites de la libertad cuando contradice la idea apasionada que otro quiere expresar también libremente, supone un reto que se soluciona solamente a través de la tolerancia.
Entonces, si es la tolerancia el principio sobre el que debe fundamentarse nuestro contrato social lo primero es aceptar que esa tolerancia encuentra límite en unos mínimos básicos innegociables. El código penal está por ejemplo lleno de mínimos innegociables. También la Constitución; la violación de derechos fundamentales que constituyen cimientos para nuestro estado social de derecho, son en efecto una representación de la vulneración de esos mínimos. La violencia contra los animales supone para algunos uno de esos límites, límites que por supuesto son también construcciones sociales y en nada son inamovibles aunque pretendan parecerlo.
Puede que como sociedad decidamos mover hacia la prohibición absoluta de la violencia contra los animales este límite pero para hacerlo de manera coherente tendremos que renunciar a más que a las corridas de toros. Estoy convencido, viendo otros ejemplos de lo que sin compartir toleramos, que la fiesta brava hace todavía parte de lo que deben aceptar quienes no compartan el gusto por ella. Como toleramos el cepo, o el látigo, como soportamos los matrimonios con menores de edad en comunidades socioculturalmente diferentes, soportar la fiesta brava en favor de la preservación de la cultura, pero sobretodo en favor de la convivencia me parece lo más razonable, entendiendo que esa convivencia es la razón misma de la existencia de ese contrato social que se fundamenta en esa tolerancia que ella sostiene.
Publicado: enero 28 de 2017