Los actos de vandalismo perpetrados por taxistas contra carros de Uber, la semana pasada, constituyen delitos proscritos por nuestra legislación. En efecto, estos deberían ser perseguidos con la severidad que la situación merece. Y es que estamos en mora de superar la violencia, y me refiero a cualquier manifestación violenta.
Sin embargo, hasta ahora solo ha quedado en evidencia la ineptitud para dar soluciones de fondo al debate de las plataformas como Uber. En este sentido cabe anotar que la omisión del ejecutivo ha sido vergonzante frente a este tema.
Yo no utilizo Uber. ¿La razón? Me parece injusto que los taxistas deban pagar un cupo de hasta cien millones de pesos -en Bogotá- para poder prestar el servicio de trasporte, mientras las plataformas online no hacen ningún aporte correspondiente. Pero no puedo negar que escucho, una y otra vez, que el servicio es más amable y más seguro en Uber y sus similares. Pero debo aclarar que si en algún momento, llego a necesitar el servicio de Uber, lo haré.
Me han dicho que la tarifa es un poco más costosa, pero es estandarizada o acordada, y nunca impuesta como sí sucede con los carros amarillos. De igual forma, los usuarios no tienen que soportar de los conductores frases del tipo: “para allá no voy” o “hasta aquí lo traigo”. Sin contar la limpieza, el agua, los dulces, la posibilidad de escoger la música, y la amabilidad y el respeto de la mayoría de los conductores de Uber. Que al final se resume todo esto en un buen servicio al cliente.
Entonces, el debate de Uber es más que una representación de la discusión centenaria entre la necesidad de regulación estatal y el libre mercado. Puede ser que lo mejor sea dejar que taxis y Uber compitan por el mercado y diferencien sus servicios. Por ejemplo, ajustando sus precios en aras de sobrevivir a la libre competencia. Lo que no tiene sentido alguno es que parte del servicio público se regule de manera severa y el resto no.
Para que la competencia sea libre debe darse en condiciones de igualdad y tal y como están dadas las condiciones, la competencia no es libre sino desleal. Entonces, o se cobran los cupos de los Uber, que no parece una tarea fácil por la dificultad que implica identificarles; o se dejan de cobrar los cupos de los taxis. Otra opción es que se les entreguen a los taxistas, o a los propietarios de los carros amarillos, beneficios que compensen la compra de ese cupo y que les permitan competir sin que se les violente su derecho a la igualdad y al trabajo.
El Estado está en mora de intervenir. Es así como debe tomar medidas a favor de los taxistas y no en detrimento de las nuevas plataformas. Por ejemplo: que se elimine el pico y placa para los taxis; que se apliquen tarifas nocturnas más provechosas o tarifas diferenciales en las horas pico; o que se dé un subsidio especial a la gasolina o al gas para quienes prestan el servicio público regulado. Pero es que la ausencia de propuestas solo acusa la falta de imaginación y de voluntad.
Si el Estado es incapaz de perseguir las formas irregulares en las que se presta el servicio público, entonces debe dejar de regularlo en absoluto. Y debe dejar de hacerlo porque una regulación que no pueda hacerse cumplir genera deslegitimidad para el Estado. Pero, también, porque nuestra Policía no debería estar para perseguir a quienes prestan un servicio como este.
La persecución resulta infructuosa, inconveniente y desgastante. La libertad de empresa es, en todo caso, uno de los pilares de nuestra democracia capitalista. Por eso, si el desarrollo de dicha libertad de empresa garantiza el perfeccionamiento del servicio, entonces bienvenido sea.
Publicado: enero 27 de 2017