La traición

La traición

Barclays dejó la cocaína una noche que trató de hacer el amor con Daniela y no pudo. Se sintió tan humillado, tan empequeñecido, tan asqueado de sí mismo, que le prometió a Daniela, y se prometió a sí mismo, que nunca más aspiraría cocaína. Tenía veinticinco años. Llevaba aspirándola los últimos cuatro años. No se consideraba un adicto porque solo la tomaba los fines de semana. Pero no había fin de semana que no la esnifase.

Daniela no era su novia, pero acaso lo parecía. Era su amiga, su amiga inseparable. Se habían conocido en la universidad. Ella tenía un novio musculoso, Montero, que la trataba mal, con mezquindad: le decía que estaba subida de peso, que debía ir al gimnasio, que estaba rellenita, rechoncha. Daniela sufría por eso. Lloraba a solas, o con Barclays, porque su novio la humillaba. Pero Montero era bueno en la cama y tal vez por eso a ella le costaba trabajo dejarlo.

Como Barclays viajaba todos los meses a grabar sus programas de televisión y regresaba cargado de dólares en efectivo que, por supuesto, no declaraba en aduanas, se hartó de la universidad, dejó de ir a clases, se ausentó de prácticas y exámenes y abandonó la carrera de leyes. Daniela, al contrario, era una estudiante sobresaliente, descollante. Como además era preciosa y los profesores se enamoraban de ella, obtenía calificaciones notables y nunca desaprobaba un curso.

Barclays era novio de la prima de Daniela, una chica linda, intelectual, apasionada de los libros de historia, llamada Adriana. Religiosa, conservadora, Adriana estaba segura de que, entre las cosas que deseaba conservar, una de ellas, tal vez la más importante, era su virginidad. No quería hacer el amor con Barclays, no quería tan siquiera desnudarse ante él. Tal vez por eso, Barclays, despechado, la dejó. La quería, pero se sentía frustrado, amargado, porque ella no se rendía al ayuntamiento con él. Adriana encajó con aplomo la separación y siguió dedicada con pasión a los libros de historia y la fe religiosa. No se deprimió un segundo, quizás incluso se sintió liberada de Barclays.  

Daniela se alegró cuando Barclays le contó que había terminado con la prima Adriana. Poco tiempo después, Daniela hizo acopio de valor y rompió con su novio, Montero, el musculoso mezquino que le decía que estaba gorda. Barclays, que detestaba a Montero, celebró la noticia. Tenían casi la misma edad, Barclays veinticuatro, Daniela veintitrés. Barclays vivía en la mejor suite de un hotel esplendoroso, algo venido a menos. Quería ser un escritor, pero solo se atrevía a escribir cuentos a escondidas, que nadie leía. Fumaba marihuana todos los días, varias veces al día. Aspiraba cocaína los fines de semana. Daniela no tomaba drogas. Amaba tomar vino y cerveza. Amaba ir con Barclays a discotecas marginales, subterráneas, donde se apretujaba la gente más bonita y confundida de aquella ciudad sin futuro. Amaba embriagarse de cerveza y bailar toda la noche hasta el amanecer.

Fue así como una noche de luna llena, borrachos y felices, despreocupados a pesar de que el país seguía hundiéndose en el caos y la miseria, ajenos al fragor de las bombas que estallaban cada vez más cerca de ellos, Daniela y Barclays se confabularon como amantes, después de haber sido amigos durante años.

Tiempo después, Barclays quiso hacer el amor con Daniela, tieso y anonadado de cocaína, y no pudo, y aquella noche le prometió a Daniela, y se prometió a sí mismo, que nunca más se metería esos polvos embrujados, satánicos, las caspas del Inca Atahualpa. Improbablemente, gracias a Daniela, Barclays pudo dejar la cocaína. Nunca más la tomó. No pudo, o no quiso, dejar la marihuana, porque ahora la fumaba a veces con Daniela, y hacer el amor medio volados era una experiencia hermosa, sobrecogedora, que los elevaba sobre la fealdad, el espanto y la decadencia de aquella ciudad sin futuro, de la que escapaba todo el que podía.

Cuando Daniela terminó la universidad, decidió hacer una maestría y se mudó a Austin, Texas. Barclays le prometió que iría pronto a visitarla. Se quedó triste, preocupado. Temía que Daniela se enamorase de otro hombre. Sin la sombra protectora de Daniela, temía volver a aspirar cocaína. Pero supo ser fuerte y no volvió a esnifarla. A veces se despertaba soñando con cocaína, pero no por eso volvió a tomarla. Resistió. No se rindió. Prevaleció. Se liberó de esa horrible servidumbre.

Como en aquellos tiempos no había celulares, internet, ni correo electrónico, Daniela y Barclays se escribían cartas larguísimas, traspasadas de amor. Barclays le escribía poemas, le mandaba cuentos, la llamaba por teléfono y se quedaban una, dos, tres horas hablando, mientras la ciudad dormía, esperando a que estallase la próxima bomba, el próximo coche bomba. Se amaban. Se echaban de menos. Se decían cosas inflamadas. Se tocaban. Se necesitaban desesperadamente. No podían vivir tan lejos uno del otro. Barclays iría pronto a visitarla.

De pronto, sin previo aviso, Barclays dejó de recibir cartas de Daniela. La llamaba todas las noches y ella extrañamente ya no contestaba. Algo malo está pasando, pensaba él. Se está escondiendo de mí, me oculta algún secreto que la abochorna, no quiere decirme la verdad porque sabe que va a dolerme. Pasaron semanas sin que Barclays supiera nada de Daniela.

Hasta que recibió una carta de Daniela, confirmando sus peores corazonadas: estaba saliendo con un chico de la universidad en Austin, compañero de clases, llamado Geoffrey. No por eso dejaba de extrañar a Barclays. Pero Geoffrey era lindo, simpático, risueño, encantador, y ella se sentía feliz con él. Iban al cine, a restaurantes mexicanos, a bailar en discotecas entre hombres con botas y sombreros, y la pasaban bien. Daniela no le dijo si se habían acostado, si eran amantes. Barclays quedó desolado. Maldijo su suerte. Había perdido, o estaba perdiendo, a la mujer de su vida. No podía dejarla ir, sin dar batalla. Caminó a una agencia de viajes, compró un boleto aéreo a Miami y enseguida a Dallas y por fin a Austin, recibió el boleto en papel y, sin decirle nada a Daniela, abordó el avión, los aviones, rumbo a Austin. Era una imprudencia, una locura, pero tenía que reconquistar a Daniela, tenía que quedarse a vivir en Austin si tal cosa era necesaria para neutralizar los avances de Geoffrey.

Exhausto y, al mismo tiempo, ilusionado, Barclays llegó al apartamento de Daniela en Austin y tocó el timbre, pero ella no estaba, así que se sentó al lado de la puerta y esperó a que llegara. Para su fortuna, llegó sola, sin Geoffrey, horas más tarde. Se alegró al ver a Barclays, le dio un abrazo, pareció sinceramente contenta de verlo, de sentirse querida por él. Barclays le dijo que se iría a un hotel cercano, a cualquier hotel cercano. Daniela se opuso y le dijo que se quedaría con ella y dormiría en el sofá cama. Barclays respiró, sonrió, sintió que la batalla no estaba perdida.

-Pero Geoffrey se va a molestar si me quedo a dormir contigo -le dijo.

-No me importa si se molesta -dijo Daniela-. Vas a dormir en el sofá cama y punto final.

Esa noche, Daniela trató de dormir en su cama y Barclays trató de dormir en el sofá cama, pero fue imposible. Ella le pidió que se pasara a su cama, que la abrazara, que le dijera cosas suaves, dulces, bonitas. Hicieron el amor toda la noche, tantas veces como Daniela se lo permitió. Fue una noche maravillosa para él. Sintió que no la había perdido. Se amaron con una intensidad quemante, abrasadora, que no se apagaba ni menguaba. Daniela le confesó que sí, había hecho el amor con Geoffrey, pero no era tan buen amante porque se venía rapidito y solo lo hacía una vez y quedaba rendido, extenuado.

-Tú eres mil veces mejor en la cama, tú siempre esperas a que yo termine primero, tú siempre puedes ir a una ronda más -le dijo a Barclays, y él se sintió en el paraíso y la amó.

Al día siguiente, Geoffrey se presentó temprano en el apartamento de Daniela, golpeó la puerta con virulencia, los despertó, hizo una escena de celos, chillidos, insultos, exabruptos y amenazas, rompió escandalosamente con Daniela y se marchó, ofuscado. Barclays no pudo o no quiso odiarlo. Lo vio con lástima, compasión y hasta ternura.

-Es un chico lindo -le dijo a Daniela-. Ya se le va a pasar.

-No sé -dijo Daniela-. Creo que me va a odiar el resto de su vida. Sentí que estaba a punto de entrar a la cocina, coger un cuchillo y matarme.

-No exageres -dijo Barclays-. Es un chiquilín.

Pocos días después, Geoffrey se disculpó con Daniela y le dijo que quería ser su amigo, ya que no podía ser su amante. Daniela aceptó, encantada. Barclays los invitó a cenar y al cine. Geoffrey se comportó mansamente, depuso hostilidades, aceptó ser amigo de ambos. De odiarlos e insultarlos a gritos, Geoffrey había pasado a ser un amigo amoroso, pícaro, coqueto, que salía a comer con ellos, al cine con ellos, a bailar con ellos, a bañarse en la laguna de Barton Springs con ellos. Era flaquito, esmirriado, muy blanco, el pelo largo y copioso, y parecía un gato famélico, a dieta. Era amable, delicado, servicial. Adoraba a Daniela y la servía dócilmente, como si fuera su súbdito o su criado. A Barclays lo trataba con tanta simpatía que a ratos este se sentía descolocado y hasta incómodo por las muestras de cariño del ex amante de su novia, que se negaba a salir de la foto, lo que, a los ojos de Barclays, suponía un peligro no menor.

Todo el tiempo que estuvo con Daniela en Austin, Barclays no fumó marihuana ni trató de conseguirla, porque ella prefería que no fumase. Así que Barclays se sometió a una rutina saludable, salir a correr, ir al gimnasio, levantar pesas, tal vez para impresionar a Daniela y obtener favores eróticos de ella, en las noches incendiarias que pasaban juntos. Hasta que tuvo que irse a grabar sus programas de televisión, y luego a la ciudad donde nació, a la suite del hotel esplendoroso algo venido a menos, a su rutina autodestructiva de fumador de marihuana y escribidor de cuentos clandestinos en aquella ciudad sin futuro.

Como era de suponer, Daniela, que no sabía estar sola, volvió a acostarse con Geoffrey.

-No estoy enamorada de él -le dijo a Barclays, por teléfono, de madrugada-. Pero necesito sentir el cariño físico de un hombre, y si tú no estás, necesito a Geoffrey.

Barclays se resignó a compartir a su novia con Geoffrey. Después de todo, pensó, ella no me va a dejar por él. Lo que me salva es que Geoffrey no es un buen amante. Si lo fuera, estaría perdido.

Barclays volvió varias veces a Austin, siguió siendo el novio oficial de Daniela, pero no pudo alejar a Geoffrey de su novia y no pudo convencer a Daniela, cuando ella terminó la maestría, de volver a la ciudad sin futuro, donde ella y Barclays habían nacido. Daniela eligió quedarse en Austin y estudiar un doctorado. Barclays eligió no mudarse a Austin y visitar cada tanto a Daniela. Geoffrey eligió irse a Nueva York, donde consiguió un trabajo.

Meses más tarde, Barclays pasó por Nueva York, llamó por teléfono a Geoffrey y cenaron juntos. Luego caminaron al hotel donde se alojaba Barclays. Geoffrey insistió en tomar unas copas más en el bar. Se emborracharon felizmente. Cuando el bar cerró, subieron a la suite de Barclays y siguieron tomando, ahora del mini-bar. Barclays sugirió llamar a Daniela para saludarla.

-No, mejor no -dijo Geoffrey.

Como la suite de Barclays era grande y tenía dos camas, Geoffrey preguntó si podía quedarse a dormir.

-Sí, cómo no -le dijo Barclays-. Ponte cómodo.

Barclays entró al baño y se dio una ducha larga para sacudirse de un día agotador. Cuando salió del baño, vio a Geoffrey desnudo, boca abajo, tendido en una de las camas.

-Soy tuyo -dijo Geoffrey-. Hazme el amor. Hazme el amor como si fuera Daniela.

@jaimebaylys

Publicado: junio 1 de 2020

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