La tragedia campesina

Escribo esta columna después de durar dos meses en una campaña para el Senado de la República de sol a sol, campaña que me deja bastante satisfecho por los 16.000 votos sacados sin mermelada, sin tejas y sin cupos indicativos, así no haya logrado obtener la curul.

Aunque las campañas políticas han cambiado en los últimos tiempos debido a las redes sociales y al internet, todavía sigue siendo absolutamente necesario el contacto con las personas e ir a la provincia, no solo para conocer sus problemáticas, sino a buscar los votos. El voto de opinión se concentra solamente en las grandes ciudades, por fuera de estas no existe y lo que hay generalmente son votos de estructura que dependen de un líder político que a su antojo define qué hacer.

Recorrí 5.000 kilómetros en carro, visité más de 80 municipios de Cundinamarca, todas las localidades de Bogotá y la realidad que vi es aterradora. Existe demasiada desigualdad y olvido estatal. Lo peor es que, así se quiera ayudar, los resultados se verían en décadas.

Nos jactamos de decir que somos un país con vocación agrícola, y en teoría debería ser, pero en la práctica no hay un sector más olvidado y maltratado. Nuestro campo se está envejeciendo, ningún hijo de campesino quiere seguir la tradición de su padre y todos quieren irse a las ciudades. Yo no los culpo, si no damos posibilidades de desarrollo personal y profesional en el campo o si la tecnología y el internet no llegan ni a la cabecera municipal, la famosa autosuficiencia alimentaria de la que tanto habla la izquierda populista será una utopía más.

En el negocio agrícola, el único que no gana -o el que menos gana- es el campesino quien, a la vez, asume la mayoría de los riesgos. Es él quien asume el riesgo del clima, de las pestes y plagas, de la calidad de la semilla y del costo de los insumos agropecuarios. Los números que vi son los siguientes:

El guacal (20 unidades) de Mango Tomy en la puerta de la finca cuesta 4,000 pesos. A eso lo compra el intermediario quién lo lleva a Corabastos donde, ese mismo guacal, vale 24.000 pesos y, lo peor, al consumidor final en un supermercado en Bogotá le sacan los mismos 4.000 pesos por cada mango -80.000 pesos el guacal-. Aunque esto ocurre también con otros productos y, obviamente, el precio varía dependiendo de la cosecha, en el caso de frutas y verduras -bienes perecederos que no se pueden acumular- el comprador o intermediario hace su agosto todos los días.

Hoy en día el campesino no puede llegar directamente al supermercado por diferentes factores tales como:

  • Falta de recursos económicos. Estas entidades pagan a 90 días y el campesino no aguanta.
  • El transporte. El campesino trabaja su tierra y no puede estar transportando su producto.
  • La experiencia. El campesino se dedica a labrar la tierra, no la comercialización del producto.

Para el campesino -vendedor inicial del producto-, no existe la ley de oferta y la demanda. Depende de un solo comprador, y cuando alguien quiere ir a pagarle más por sus productos es generalmente amenazado o atracado en el camino.

No creo que la solución sea el control de precios. Si esta fuera la solución, la agricultura en Venezuela estaría vigorosa. Lo que necesita el campesino es tener la posibilidad de ofrecer su producto a más compradores, que exista un mercado, oferta y demanda. Para esto se necesita reactivar los centros de acopio regionales y provinciales que, inexplicablemente, dejaron de funcionar hace muchos años. Si no le devolvemos la posibilidad a los campesinos de hacer rentable su trabajo cada día seremos menos autosuficientes, veremos más productos importados y más cinturones de miseria en las ciudades.

Si queremos realmente la paz tenemos que entregarle más al campo, copar los espacios que dejó la guerrilla, trabajar las vías secundarias y terciarias. Mejor dicho, llevarles el desarrollo.

@SANTAMARIAURIBE

Publicado: marzo 19 de 2018