Halcones y palomas

Halcones y palomas

Insisto en que la clasificación de las tendencias políticas en derechistas, centristas e izquierdistas es demasiado esquemática y no ofrece una visión adecuada de sus respectivos contenidos, pues los temas controvertibles en ese mundo son bastante más variados y complejos.
Un clásico de la Ciencia Política, el profesor Leslie Lipson, sostenía que cada tipo de Estado representa la respuesta institucional a cinco grandes cuestiones (Vid. The Great issues of politics):
– La elección entre igualdad y desigualdad.
-La elección entre el monismo y el pluralismo estatal.
-La elección entre libertad y dictadura.
-La elección entre concentración y dispersión de poderes.
-La elección entre el Estado único y la multiplicidad de Estados.
Respecto de cada una de estas cuestiones pueden darse muchas respuestas, al tenor de diferentes circunstancias propias del espacio y el tiempo de las comunidades políticas. Y esas respuestas bien pueden estar teñidas de una de dos grandes coloraciones: el radicalismo y la moderación. Podría también decirse que uno y otra se traducen en fundamentalismo y pragmatismo.
Es probable que al listado en referencia convenga añadir otras cuestiones, atinentes al tamaño del Estado, a su organización territorial, a su intervención en la economía, al modelo de sociedad que aspira a conservar o a instaurar, así como a la visión del pasado, el presente y el futuro que inspire sus acciones.
El Estado es el principal escenario de la acción política, que al decir de David Easton tiene por objeto la adjudicación autoritaria de valores en la sociedad (Vid. Categorías para el análisis sistémico de la política ). Esos valores se integran dentro de una noción venerable que se remonta al gran pensamiento griego y ha mantenido su vigencia gracias en buena medida al pensamiento católico: el bien común. Según ella, hay valores que interesan sustancialmente a la sociedad y por esa razón se hace menester promoverlos y asegurarlos de modo autoritario, a través del poder público.
Pero la representación de esos valores, su jerarquía, la manera de hacerlos compatibles entre sí y de lograr su realización práctica en las comunidades son tema de las diferentes concepciones políticas, que pueden apreciarlos, como digo, ora de modo radical, ya con moderación.
Dos de esos valores, que entrañan gran importancia, pero no constituyen los únicos, son la igualdad y la libertad.
Encuentro en un lúcido texto del profesor Lipton que lleva por título «La Filosofía de la Democracia» una interesante descripción de las antinomias entre la libertad y la igualdad (Vid. La filosofía de la democracia).
Se dice en la introducción al mismo: «Los ideales clásicos que rigen la democracia -libertad e igualdad- en realidad son contradictorios cuando se «los empuja hasta sus extremos lógicos». Además, añade el experto en ciencias políticas, Leslie Lipson, la política contemporánea ha exagerado esta dicotomía, pues la izquierda se ha apropiado de la igualdad y la derecha de la libertad. Sólo cuando estos dos conceptos se consideran no como ideas absolutas sino como valores conjuntos en un mismo continuo, arguye Lipson, es que una democracia se puede regir efectivamente.»
 
En los tiempos que corren, los que se autoproclaman como de derecha ponen el énfasis en la libertad, mientras que los que se dicen de izquierda insisten en la primacía de la igualdad. Por ejemplo, el finado Carlos Gaviria Díaz rechazaba la libertad económica porque, a su juicio, la encontraba incompatible con el ideal de la sociedad igualitaria.
Pero Gaviria era, en realidad, un extremista incapaz de ver las múltiples posibilidades de hacer compatibles la libertad y la igualdad. Y, dejando a un lado el aspecto económico de la libertad, era en cambio un adalid, también extremista, de la ideología libertaria, especialmente en lo que toca con las costumbres. Pensaba que había que garantizar un libre desarrollo de la personalidad aun en sus manifestaciones antisociales y, como lo denunció Alejandro Ordóñez en un opúsculo que desató su furia, de modo tan perverso que implicaba no el desarrollo de la personalidad, sino el de la animalidad.
Hay sendos valores asociados a la estabilidad y el cambio en la vida colectiva, sobre los que se detiene la consideración de Easton. Los fundamentalistas de la estabilidad suelen identificarse como conservadores, esto es, de derecha, mientras que los promotores del cambio a como dé lugar se autodenominan progresistas y, en virtud de sus actitudes contestatarias, se jactan de pertenecer a la izquierda.
Pero pocas cuestiones ofrecen tantas incertidumbres como las atinentes a lo que amerita conservarse o modificarse en la vida social, tal como lo advirtió hace años Raymond Aron en «Progreso y Desilusión: La Dialéctica de la Sociedad Moderna».
Por ejemplo, hoy es un lugar común en los medios que se dicen ilustrados, esto es, herederos de la Ilustración, que la religión es asunto meramente individual y algo así como un lastre de edades oscuras correspondientes a lo que Kant consideraba como la infancia de la Humanidad. Pero Christopher Dawson demuestra en «Progreso y Religión» que la Civilización Occidental es inconcebible sin el aporte cristiano y que, además, el Progreso es en realidad objeto de una nueva religión, una de esas religiones seculares de que se ha ocupado en sus escritos Eric Voegelin.
Hay que preguntarse si el desarrollo de la personalidad humana que promueve el cristianismo significa un verdadero progreso. ¿Qué es, entonces, lo de derecha o lo de izquierda en esta materia?
Se ha dicho que entre los aspectos más repulsivos de la Civilización Greco-Romana, al lado de la extensión de la esclavitud, figuran la enorme difusión del aborto, así como la del abandono y exposición de niños. Como los cristianos abominaban esas prácticas, sus comunidades se hicieron poderosas e influyentes. De hecho, el cristianismo se impuso en virtud de una profunda revolución moral. ¿Implicó ello un auténtico progreso o fue, más bien un retroceso?
El tema cobra actualidad porque muchas abortistas ávidas de sangre inocente aúllan predicando que el aborto es un derecho intocable de la mujer y su garantía lo es de la liberación femenina respecto no solo de los condicionamientos naturales, sino de las cadenas culturales. Pero Raymond Aron, según leí hace años en un reportaje que publicó «L’Express», se pronunció de modo rotundo sobre el tema con las siguientes palabras: «La Civilización Occidental marcha hacia su destrucción: ya quiere aceptar el aborto».
¿El espectáculo que ofrecen los abortorios, como el que intentó establecer Fajardo en Medellín, los acredita, entonces, como santuarios de la libertad y el progreso, o como abominables sitios de holocausto en los que se sacrifica la dignidad humana? ¿Simbolizan el progreso o la declinación?
Es mucha la tela que hay para cortar en materia de valores políticos. Sobre ellos abundan los excesos declamatorios, como lo de la «Colombia humana» que predica Petro. ¿En dónde radica el valor de lo humano para un ignorante disoluto como él?
 
Podría uno atreverse a afirmar que tanto más se predica sobre valores cuanto más se ignoran las dificultades de la Axiología. En otras palabras, conviene enterarse primero de la problemática de la Teoría de los Valores antes de dedicarse a perorar sobre lo valioso y lo disvalioso.
Cada uno de los grandes problemas de la Política que identifica el profesor Lipton presenta sus propias complejidades y es dudoso que pueda resolvérselas a priori mediante esquemas que se cataloguen como de derecha, de centro o de izquierda. Hay que ir al fondo de cada uno para mirar , según las circunstancias, la mejor manera de abordarlo. En algunos casos, tal vez lo pertinente sea el fundamentalismo de los halcones; en otros, en cambio, quizás sea más aconsejable la suavidad pragmática que se asocia al comportamiento de las palomas.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: marzo 22 de 2018