El niño que nació para mandar

-Tú has nacido para ser presidente. Dios te ha escogido para salvar a nuestro país.

Eso le decía al niño Jimmy Barclays su adorada madre Dorita Lerner, cuando terminaban de rezar el rosario en latín.

-Tú eres un líder nato. Has nacido para mandar, no para obedecer.

Las palabras de Dorita Lerner penetraban dulcemente el espíritu piadoso de su hijo y azuzaban sus fantasías más caras: seré famoso, seré poderoso, pasaré a la historia.

-Si quieres llegar a ser presidente, tienes que rezar y cumplir el plan de Dios.

Barclays miraba a su madre y pensaba: seré político, seré presidente, para que ella esté orgullosa de mí. Pero no me casaré. Ella será la primera dama, mi primera dama.

Don Jimmy Barclays papá tenia planes bien distintos para su hijo:

-Si sigues así, todo delicadito, si no aprendes a ser un macho, te voy a mandar a un colegio militar.

Barclays tenía pavor de que su padre cumpliese esas amenazas. Veía con terror a ese señor iracundo. Don Jimmy, alcohólico, pistolero, sucumbía con frecuencia a los demonios de la ira y la maldad, le ordenaba a su hijo que se bajase los pantalones, se sacaba el cinturón y le daba golpes en las nalgas:

-¡A correazos te voy a sacar la mariconada! ¡Mi hijo no va a ser un mariconcito!

Aterrado, el trasero ardiéndole, Barclays rezaba para no ser un mariconcito. En el colegio era muy aplicado, se sacaba las mejores calificaciones. Le gustaba hablar en público, tenía el don de la palabra. Por eso sus compañeros lo elegían presidente de la clase, de la promoción. Su poder estaba en la palabra. Nadie hablaba tan bonito como él. Nadie inspiraba tanta confianza como él.

Harto de recibir palizas, odiando a su padre, Barclays se escapó de la casa. Tenía trece años. Robó unas joyas de su madre y vivió un tiempo en hoteles, sobornando a los recepcionistas, pues era menor de edad, indocumentado. Dorita comprendió que su hijo no podía seguir viviendo con ella y su esposo en esa enorme casa en el campo. Estoica, lloraba cuando don Jimmy propinaba golpizas e insultaba a su hijo. Decidió que Barclays, ya adolescente, se iría a vivir con sus abuelos maternos. Fueron años felices para él. Lejos de su padre, pudo respirar.

Ya en la universidad, dispuesto a estudiar leyes para luego ser un político y después presidente, tal era el plan urdido por su madre, Barclays volvió a ser elegido líder estudiantil, gracias al fuego de su oratoria y a su simpatía natural. Todo presagiaba que sería abogado, diputado, senador, finalmente presidente de la nación. Dorita Lerner lo tenía todo bien pensado. Barclays solo quería hacer feliz a su madre.

Hasta que a los veinte años descubrió que se había enamorado de un amigo de la universidad.

-¿Y ahora, si me gustan los hombres, cómo hago para ser presidente? -se preguntó.

Barclays se encontraba devastado. Sentía vergüenza de sí mismo. Pensaba:

-Mi padre tenía razón, soy un mariconcito.

Traspasado por la angustia, devorado por la culpa, se preguntaba:

-¿Lo escondo? ¿Me caso con una mujer y soy gay en el clóset? ¿O me atrevo a ser yo mismo y digo que me gustan los hombres?

Gracias a su madre, que le trazaba el camino a seguir, Barclays ya era famoso a tan precoz edad: ella le había conseguido trabajo a los quince años como columnista político de un diario conservador, “La Prensa”, sin que hubiera terminado el colegio. Debido a eso, su padre, don Jimmy, envió una carta al director del periódico, protestando porque su hijo firmaba sus columnas así: “por Jimmy Barclays”.

-Jimmy Barclays soy yo -le escribió al director de “La Prensa”-. Mi hijo es Jimmy Barclays III o Jimmy Barclays Lerner. Le exijo que firme así.

Desde entonces, las columnas aparecieron firmadas por Jimmy Barclays Lerner, para beneplácito de Dorita, la conspiradora incansable.

A los dieciocho años, siempre guiado y protegido por su madre, Barclays consiguió trabajo como periodista político de la televisión. Le fue tan bien que a los veinte ya tenía su propio programa de entrevistas.

-Mi público no puede saber que me gustan los hombres -se torturaba-. Si se entera, caeré en desgracia, me despedirán.

Nadie sabía, nadie debía saber el oscuro secreto de Barclays. Siguió triunfando en la televisión y estudiando leyes. El éxito, lejos de envanecerlo, lo descorazonaba:

-No me conocen. Quieren a un impostor. Se enamoran de la máscara, la careta que llevo puesta -pensaba-. Si supieran quién soy de verdad, dejarían de ver mi programa, me despreciarían.

Hasta que se cansó de fingir y ser el niño mimado de la derecha, la joven promesa del liberalismo. Abandonó la universidad, renunció a la televisión y se fue a vivir a un país lejano, persiguiendo un sueño: atreverse a ser él mismo, atreverse a ser feliz.

Buscando a tientas ese sueño elusivo, decidió que ya no sería un político ni aspiraría a ser presidente, pues escribiría una novela confesional, contándolo todo: los abusos de su padre, los rezos con su madre, el amor escondido por los hombres. Le tomó cuatro años escribir aquella novela. Le dio miedo publicarla. Si se atrevía, ya nunca podría ser presidente. Se atrevió. La publicó.

En su país de origen los críticos se ensañaron con él. Pero no lo derrotaron, no lo acallaron. Barclays se hizo más fuerte.

Años después, volvió a la televisión. Ya todos sabían que le gustaban los hombres: no lo escondía, incluso hacía alarde de ello. Contra todo pronostico, volvió a triunfar. El público lo aceptó, lo quiso sin reservas, premió su coraje o su autenticidad. Poco después, su padre, don Jimmy, con setenta años, murió de cáncer. Cuando se registró en la clínica, semanas antes de morir, le preguntaron:

-¿Usted es el papá de Jimmy Barclays, el famoso de la televisión?

Por lo visto, ya no era don Jimmy Barclays: su hijo lo había reducido a ser el padre de Jimmy Barclays, y así se resignó a morir.

Barclays era tan bueno entrevistando a los políticos en televisión, desnudando sus miserias, burlándose de ellos, despeinándolos, que, sin desearlo, se forjó una identidad política. De pronto, cuarentón, risueño, provocador, tenía en su país de origen a una legión de seguidores, quienes le pedían que fuese candidato presidencial. En las encuestas, aparecía con una intención de voto nada desdeñable: ocho, diez, doce por ciento, y subiendo.

-¿Y ahora qué hago? -pensaba, azorado-. ¿Inscribo mi candidatura? ¿Soy presidente?

La vanidad le pedía ir por el poder. La razón le sugería refrenarse. Su madre Dorita le recordaba:

-Tú has nacido para ser presidente. Tú eres un líder nato.

Pero Barclays ya no rezaba el rosario con su madre: había dejado de creer en Dios. Por eso Dorita le decía:

-Si dices que eres ateo, perderás. Tienes que volver a rezar.

Dorita y su familia tenían dinero, eran dueños de minas. Barclays le pidió dinero a su madre para solventar la campaña.

-Tengo que pedirle permiso al Cardenal -le dijo su madre.

El Cardenal le ordenó a Dorita que no le diese un céntimo a su hijo ateo y disoluto. Ella lo obedeció. Barclays se entristeció profundamente:

-Ya no quieres que sea presidente -le dijo a su madre, abatido.

-Si vas a decir que eres ateo, prefiero que no seas presidente -dijo ella.

Luego añadió:

-Hablas bien del aborto, de los homosexuales, de las drogas. Hablas mal de la Iglesia, de los militares. No te reconozco, hijo. Me avergüenzas.

Barclays le pidió a su mejor amigo, Henry Sullivan, amigo desde los tiempos del diario “La Prensa”, brillante pensador liberal, que lo ayudase a organizar su aventura política y conseguir dinero para la campaña. Sullivan abrazó el peligro con espíritu pirata. En pocas semanas, consiguió que un partido político apoyase la candidatura de Barclays y reunió en un club aristocrático a doce hombres poderosos, a quienes invitó a financiar la operación política de Barclays. Uno de ellos, ejecutivo de una empresa constructora extranjera, ofreció, en tono conspirativo, apoyarlos con un millón de dólares.

-Ustedes comprenderán que es un préstamo, muchachos -les advirtió, cazurro.

-¿Y cómo se lo pagaríamos? -preguntó Barclays.

-Con obra pública -respondió el ejecutivo.

Barclays tuvo la corazonada de que no debían aceptar ese préstamo envenenado y, en efecto, lo rechazó.

Semanas después, Sullivan organizó una fiesta en su casa. Tal vez pasado de copas, dijo que su problema con Barclays era que tenía “cerebro de mujer”. Uno de los asistentes corrió con el chisme insidioso adonde Barclays, quien se sintió ofendido, terminó su amistad con Sullivan y decidió que no intentaría ser presidente de la nación ni de nada.

-Soy un escritor -se dijo a sí mismo-. No quiero ser un ex escritor. Si me inscribo como candidato presidencial, no podré salir nunca del pantano de la política.

Diez años después, Barclays sigue viviendo lejos de su país de origen. Infatigable, su madre Dorita, a punto de cumplir ochenta años, le pide que regrese a la ciudad en que nació, se meta en política profesional y rescate del caos a su país:

-Tú has nacido para ser presidente. Dios te ha escogido para salvar a tu país.

Barclays sonríe y le dice a su madre que el país estará mejor, mucho mejor, si él no acude a salvarlo.

-Tú has nacido para mandar, no para obedecer -le recuerda ella.

Luego sentencia, mortificada:

-El dictador ha dado un golpe de Estado. Vamos camino de ser otra Venezuela. Y tú no haces nada por tu patria.

Barclays se pregunta si debe ser egoísta y complacerse a sí mismo, siendo un escritor ensimismado, o si debe ser generoso y entregarse por fin al sueño de su madre, convirtiéndose en un político al servicio de los más pobres.

-Yo te financio la campaña -le promete su madre-. Solo te pido que digas que crees en Dios.

@BaylyTVOficial1

Publicado: octubre 14 de 2019

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