En criterio de los politólogos franceses Denis Jeambar e Yves Roucaute el traidor político “no es un hombre de una sola pieza, un personaje que atraviesa el tiempo y el espacio sin cambiar el paso. Los móviles de la traición revelan su cualidad y envergadura”.
Esa descripción teórica se ajusta perfectamente a la retorcida personalidad del presidente de Colombia, Juan Manuel Santos Calderón quien a lo largo de su carrera política ha utilizado a las personas y cuando no necesita de ellas, las desecha urdiendo persecuciones, planeando complots o ideando montajes judiciales para llevarlos, primero al descrédito y luego a la cárcel.
Cuando estaba condenado a desparecer políticamente, se disfrazó de ultrauribista, golpeó las puertas de la Casa de Nariño para buscar algo de aceptación. No llegó con las manos vacías.
En aquella época, se calentaban los motores para la campaña reeleccionista de Álvaro Uribe y se necesitaba una entidad que recogiera ese creciente e imparable sentimiento uribista. De la mano de Óscar Iván Zuluaga, construyó lo que el país conocería como el partido de La U, colectividad que en un abrir y cerrar de ojos se convirtió en la gran electora de Colombia.
Reelegido Uribe, éste procedió a nombrar a Santos como ministro de Defensa para su segundo gobierno. Al frente de la que era la más importante cartera del gobierno de la Seguridad Democrática, Santos posó como el más enérgico enemigo de los terroristas.
Disfrazado de explorador, se fue a la selva colombiana para que lo fotografiaran visitando una antigua guarida de las Farc. Aquella imagen, que sacó más de una carcajada en el seno del gobierno del presidente Uribe, surtió efecto y el país empezó verlo como el relevo idóneo de Álvaro Uribe en 2010.
De dientes para afuera, Santos manifestaba estar de acuerdo con una segunda reelección de Uribe, pero se empleó a fondo ante la corte Constitucional para que el referendo con el que se buscaba hacer la modificación constitucional fuera declarado inexequible.
Asumió la candidatura presidencial y empezaron a aflorar las dificultades estructurales de quien no entiende una doctrina. En pocos días, perdió terreno frente a Antanas Mockus quien sin mayores dificultades lo volvió trizas en los primeros debates.
Santos necesitaba ganar y por eso no ahorró esfuerzo alguno. Sin ponerle mayores misterios al asunto, ordenó venderle la presidencia de la República a Odebrecht, empresa que corrió con buena parte de la financiación de su campaña. Para esa operación criminal, Santos contó con el apoyo decidido de Roberto Prieto, Eduardo Zambrano y Juan Claudio Morales, tres cuestionados personajes que están en la mira de la justicia. Zambrano está en la cárcel y ha expresado tener voluntad de contar lo que sabe y delatar a sus compinches en la operación delictiva que llevó a Juan Manuel Santos a la presidencia.
En más de una ocasión, Venezuela estuvo a punto de declararle la guerra a Colombia por cuenta de las vociferaciones del ministro de Defensa, Juan Manuel Santos. El sabía que careando y braveando al dictador Hugo Chávez, consolidaba en Colombia la imagen de hombre fuerte y firme en la lucha contra el socialismo del siglo XXI, principal brazo político con que cuentan los narcotraficantes de las Farc.
Todo era una vulgar puesta en escena para poder estafar a más de 9 millones de ciudadanos que votaron por él en 2010 y que con estupor registraron que a las pocas horas de posesionado, resolvió calificar al sátrapa Hugo Chávez como su “nuevo mejor amigo”.
Ya en el poder, Santos procedió a “patear” al uribismo, corriente que lo había conducido hasta la Casa de Nariño. Se abrazó al chavismo, porque necesitaba del apoyo de las dictaduras de Venezuela y Cuba para poder hacer el proceso con las Farc. A él lo tiene sin cuidado la paz de Colombia. Poco le interesa cuál sea la suerte del país. Lo que sí necesitaba era el aplauso mundial, el reconocimiento global, la elevación de su imagen a las más altas cumbres.
No le importó entregar la democracia colombiana a las Farc, o haber permitido que en la justicia se enervara un germen mortal como la denominada jurisdicción especial de paz, que sentará en el banquillo de los acusados a quienes desde la legalidad enfrentaron a las Farc, mientras que los terroristas serán recubiertos con el barniz de la impunidad.
Con el Nobel de paz en el bolsillo, el chavismo empezó a estorbarle a Santos. Ahora, la medallita que le pagó a Noruega con sendos yacimientos petrolíferos colombianos, es su nueva mejor amiga.
Durante años, los demócratas latinoamericanos le imploraron a Santos que hiciera o dijera algo para salvar al pueblo venezolano de la tragedia que está padeciendo por cuenta de los abusos de la dictadura. Su silencio fue elocuente. Sistemáticamente, se resistió a recibir a los principales voceros de la oposición de Venezuela, mientras seguía respaldando en todos los escenarios a la violenta, mafiosa y corrupta dictadura de Maduro.
Santos ya no necesita al gobierno de Venezuela y ahora, creyendo que nadie recordará su complicidad con el verdugo Maduro, posa de crítico del régimen, al extremo de anunciar que no reconocerá el resultado de la abusiva constituyente que fue elegida el pasado domingo y con la que se ha consolidado la dictadura en la hermana república.
Esta no es ni la primera y tampoco será la última traición del presidente de Colombia. Como el alacrán, él no puede cambiar su naturaleza. Nació traidor, ha vivido siendo un traidor y así morirá.
Publicado: julio 31 de 2017