Aunque en términos comparados Colombia ya no es un país pobre sino uno de ingresos medios, aun hay un número enorme de personas que viven bajo la línea de pobreza. La pobreza venía bajando desde hace quince años, cuando se empezaron a recoger los frutos de las políticas de seguridad, inversión y política social de la administración Uribe: Pero en febrero de este año las cifras muestran que no solo se frenó su disminución sino que por primera vez en tres lustros la pobreza aumentó en dos décimas, del 27,8 al 28%, y la indigencia seis, del 7,9 al 8,5%. Es decir, mal contados casi tres de cada diez colombianos es pobre y uno más es indigente.
Para disminuir la pobreza se requieren muchas acciones combinadas. Foco y eficacia en el gasto social, transparencia, sostenibilidad económica y medio ambiental, entre otras. Pero antes, y como condición indispensable, se requieren ingresos, se necesita generar riqueza, para poder después hacer el gasto social focalizado. De otra manera, sin ingresos permanentes y crecientes, la tarea de disminuir la pobreza es imposible.
Por cierto, es acá donde hay una diferencia sustantiva entre socialistas y capitalistas. Los socialistas reparten pobreza. De hecho, a los socialistas les gustan tanto los pobres que no hacen cosa distinta que hacerlos crecer. Basta con ver Cuba o Venezuela. En cambio, los capitalistas creemos que es indispensable hacer crecer la torta para después poder repartir, y los que apostamos por el capitalismo social hacemos énfasis en que en la repartición reciban más quienes más lo necesitan.
Así las cosas, son inexplicables tanto las decisiones en materia de minería y petróleo de la Corte Constitucional como la indiferencia y la parálisis del Gobierno. La Corte ha decidido, una vez más, cambiar su jurisprudencia y tomar decisiones irresponsables, que no solo no prevén su impacto económico sino que además son ignorantes y no consultan el bien común.
En efecto, so pretexto de amparar los derechos de las comunidades la Corte ha extendido sin límite los mecanismos de participación popular, incluso en casos como el de Marmato, para impedir el desalojo de mineros ilegales ordenado por otros tribunales, o el de Puerto Bolívar, donde ordena la revisión de la licencia ya concedida de ampliación del puerto desde donde se exporta el carbón del Cerrejón.
Las decisiones de la Corte han convertido la consulta con las “comunidades”, incluso en donde el Ministerio del Interior ha certificado la inexistencia de poblaciones indígenas y afro, en el obstáculo más difícil para el desarrollo. Para rematar, la Corte se niega a definir de una vez y para siempre los términos exactos en que se deben realizar tales consultas y los efectos de las mismas.
Hace apenas unos días, por ejemplo, en la Colosa se realizó una consulta popular en que se votó, con amplísima mayoría, contra el desarrollo del proyecto aurífero en esa región. A hoy nadie está muy seguro sobre cuales son las consecuencias de esa votación.
Pero las preguntas están ahí: ¿deben exponernos la Corte y el Gobierno a pagar millones de dólares en condenas de tribunales internacionales por los perjuicios a las compañías afectadas? ¿Puede un país como el nuestro renunciar a las 30 millones de onzas de oro que hay ahí enterradas? ¿O al carbón o al petróleo o el gas? ¿La voluntad de unos miles está por encima de la de millones? ¿Debe primar el interés de unos o el bien común? No tengo dudas: Colombia no puede darse el lujo de dejar bajo tierra miles y miles de millones de dólares, indispensables para dar respuesta a las necesidades de cuarenta y cinco millones y para sacar de la pobreza a quince millones de ellos.
Y sí, por supuesto, debe protegerse el medio ambiente, cuidar el agua, buscar soluciones alternativas para aquellos puedan verse afectados. Está probado alrededor del mundo que es posible hacer minería y extracción de petróleo y gas con responsabilidad y sostenibilidad medio ambiental. Colombia no solo tiene el derecho de hacerlo, sino el deber. Dejar enterradas la soluciones para sacar de la pobreza a millones no es solo un pecado sino un acto miserable.
Rafael Nieto Loaiza
Publicado: abril 18 de 2017