En Colombia no hay conflicto armado. Las bandas criminales y narcotraficantes como las Farc, desafiaron y atentaron contra la democracia.
Con tono cínico, Santos señala que le parece “increíble que todavía haya gente que dice que no hay conflicto armado”, para defender la rendición de la democracia colombiana ante la banda criminal de las Farc.
El debate sobre la existencia o no de conflicto armado es de hondo calado y no es de nuevo cuño. De hecho, fue uno de los elementos fundamentales sobre los que se erigió la política de seguridad democrática.
Cuando Álvaro Uribe llegó a la presidencia, planteó que el Estado podía buscar una solución negociada y pacífica con los grupos armados organizados al margen de la ley, sin importar su naturaleza. Para efectos reales, lo urgente era buscar un estado de no violencia. En múltiples ocasiones, Uribe repitió la premisa de que había urgencia para el cese de las acciones criminales y paciencia para la entrega de armas y la desmovilización.
Históricamente, los gobiernos anteriores al del presidente Uribe buscaron diálogo con las organizaciones guerrilleras y para tal efecto concedían reconocimiento político de aquellas, a la vez que a las estructuras de autodefensa se les planteaba un sometimiento a la justicia.
Reconocer políticamente a un grupo armado ilegal es, en la práctica, aceptar que la democracia es excluyente y que aquel que recurre a las armas, lo hace para rebelarse frente a un régimen dictatorial, lo que no se compadece con la realidad política colombiana.
Nadie puede creer que bandas de narcotraficantes, enfundadas en uniformes camuflados y enarbolando discursos falsos sobre la redención popular, buscan, al decir desafortunado del fallecido exmagistrado Carlos Gaviria, “una vida mejor”.
Los validadores de la violencia en Colombia, equivocadamente justifican el tráfico de estupefacientes como “un medio” y no como un fin de las organizaciones armas. Aquello, es el fundamento para la nefasta calificación del narcotráfico como un crimen conexo al delito político. Significa, según esas personas –entre las que se cuenta el presidente Juan Manuel Santos- que las Farc inundaron a Colombia de plantas de coca y al mundo de clorhidrato de cocaína para “financiar” su rebelión.
La anterior, es una mirada totalmente distorsionada de la realidad: alias Timochenko, Iván Márquez, Carlos Antonio Lozada y demás bandoleros de las Farc son mafiosos del mismo nivel de Pablo Escobar o el mismo Chapo Guzmán.
Llama poderosamente la atención el nivel de “sorpresa” de Santos, quien parece haber olvidado que entre 2006 y 2009, él fue ministro de Defensa del gobierno que enarboló la tesis que sostenía que la discusión fundamental no se concentraba en el reconocimiento político de los ilegales, sino en la defensa efectiva de los derechos y las libertades de los ciudadanos, seriamente afectadas por las acciones terroristas. Como ministro de Defensa, jamás -ni en público ni enfriado- discrepó de la teoría del gobierno Uribe.
El menoscabo a la democracia no lo hicieron quienes ejercieron la política dentro de ella. El daño lo propinaron los violentos con sus fusiles, bombas, masacres, secuestros, desplazamientos forzados, reclutamientos de menores de edad y, por supuesto, el tráfico de drogas.
Desconocer esa realidad, es justificar el daño que los grupos armados ilegales le hicieron a nuestra sociedad y también la entrega del Estado que Santos le ha hecho a los terroristas de las Farc. Nadie se opone a buscar un entendimiento incruento con esa organización. Lo delicado y sumamente riesgoso es haberle empeñado a aquella estructura mafiosa el futuro de la sociedad colombiana.
En nuestro país no hay conflicto armado. Lo que sufrimos es un desafío terrorista que pone en grave riesgo a nuestra democracia.
Publicado: abril 12 de 2017