El país ya no puede confiar en que la Corte Constitucional ejerza la guarda de la integridad de la Constitución.
Mi caro amigo William Calderón, que oficia tanto de barbero como de barquero, tuvo la amabilidad de invitarme a charlar con él y mi otro viejo amigo, el profesor Juan Manuel Serna, en su programa «La Barbería», que se transmite por Teleantioquia.
William hace un programa jocoso. De hecho, parece hacerle cosquillas a uno cuando lo sienta en la silla; además, le jala la lengua, como para que no queden pelos en ella. Pero, burla burlando, da lugar en la charla a que se digan cosas serias, y es a ellas a las que quiero referirme en esta reseña.
Para abrir la sesión, me espetó esta pregunta: ¿Qué vamos a hacer con la Corte?
Le respondí mencionando un excelente escrito que publicó José Manuel Acevedo en «El Tiempo» hace unas semanas. La Corte Constitucional ha perdido toda su respetabilidad. El país ya no puede confiar en que ella ejerza la guarda de la integridad de la Constitución, pues le ha dado luz verde al desbarajuste institucional que ha traído consigo el NAF (Nuevo Acuerdo Final con las Farc). Por eso escribí a fines del año pasado que se asemeja a la «Corte de los Milagros» de que tratan Víctor Hugo y don Ramón del Valle Inclán. Sus volteretas interpretativas han dado lugar a que Colombia ya no esté sometida a un régimen constitucional, sino a un gobierno de facto que obedece al capricho arbitrario de Santos y las Farc, pero no a una normatividad superior. No lo digo yo, que soy un deslenguado. Lo dan a entender en términos más medidos juristas tan ponderados como Jaime Castro y José Gregorio Hernández, entre otros.
Mi interlocutor, blandiendo su barbera, se preguntó entonces sobre la calidad de quienes hoy son responsables de la suerte del país. Evocó a personajes ilustres del pasado, que suscitaban respeto y admiración en la ciudadanía.
Le observé que con Santos y sus secuaces Colombia anda en muy malas manos, ya que hasta el calificativo de sinvergüenzas les queda pequeño. Un Carlos Lleras Restrepo, por ejemplo, era modelo de seriedad, no obstante sus errores. Santos, en cambio, es un personaje frívolo a más no poder. Y de la misma calaña son los que lo rodean.
Ya no recuerdo si fue William o fui yo el que trajo a colación al profesor López de Mesa, a quien tuve oportunidad de visitar varias veces cuando iniciaba mis estudios universitarios a principios de la década de 1960, pues tenía una buena relación con mi padre. Recordé en nuestra charla la tristeza que embargaba al anciano y venerable profesor en una intervención que tuvo en el paraninfo de la Universidad de Antioquia, en la que deploraba que en Colombia estuviera despareciendo esa noble virtud española, la del señorío. Hoy, presenciando lo indecorosos e inverecundos que son Santos y su cohorte de seguro que moriría de pena moral.
El barbero tornó a burlarse del Príncipe de Anapoima, como le dicen a Santos, y de las ínfulas virreinales de Sergio Jaramillo Caro, que amonestó a nuestro gobernador cuando este, en ejercicio responsable de sus funciones, pretendió enterarse de lo que está sucediendo en las zona de concentración de las Farc, que algunos llaman con buen sentido zonas de tolerancia.
Hube de decirle que si acá tuvimos hace años un Papa en Barbosa, el extravagante Pedro II, que andaba por los pueblos vecinos impartiendo la bendición Urbi et Orbi y terminó encerrado, según comentario del profesor Serna, en el manicomio de Aranjuez, no ha de extrañarnos que tengamos ese Príncipe en la Casa de Nariño y que a su servicio esté haciéndose sentir un descendiente de las estirpes de los Caros y las Ibáñez.
«¿Qué opina del nuevo conquistador que nos ha llegado, el español Santiago?», pregunta William con aire socarrón. Le respondo que ahora nos tratan como si recién estuviésemos saliendo del estado de naturaleza y pretenden embobarnos con espejitos y abalorios, como hicieron los primeros conquistadores con nuestros aborígenes. Entonces, el tal Santiago se aparece impartiéndonos lecciones de Derecho, tratando de convencernos con el cuento de hadas de que el contenido del NAF está pensado para proteger y resarcir a las víctimas del conflicto, y sometiéndonos, como si fuésemos incapaces, a la tutela de los gobiernos de Cuba, Venezuela, Chile y Noruega, que de hecho se han convertido en titulares de la soberanía que antes radicaba en cabeza del pueblo colombiano.
Esa abyecta claudicación configura, ni más ni menos, una traición a la patria. Pero ya no hay quien la investigue ni sancione.
Me dice William:»Entonces, qué es lo que enseña usted ahora como profesor de Teoría Constitucional». Respondo de una: a mis estudiantes les manifiesto que nuestra materia es ya objeto de un curso de literatura fantástica, y que más les convendría leer a Borges que a Burdeau, Duverger, Lowenstein y los demás célebres y autorizados maestros que en otros tiempos les recomendábamos. Yo en realidad les enseño fantasías, como la de que el pueblo es soberano o que la Constitución es norma de normas. Pero William y el profesor Serna observan que, habida consideración del mamotreto que se pretende imponer como norma supraconstitucional, el tema deriva más bien hacia la literatura de terror, como la de Stevenson con su Dr. Jeckyll y su Mr. Hyde.
El profesor Serna observa que también este Novísimo Derecho Constitucional podría ubicar dentro del realismo mágico de García Márquez, a lo que respondo afrirmando que ese realismo tiene escenas bonitas, como las mariosas amarillas o las mujeres que levitan, pero también cosas feas, como esos personajes que nacen con cola de marrano. No me cabe duda de que los redactores del mamotreto supraconstitucional pertenecen a esa estirpe.
Afirmo que cuando en el futuro un acucioso historiador se ocupe de lo que ahora sucede entre nosotros quizás no sepa si reír o llorar, pues vivimos una tragicomedia. Es trágico que la verdad y la justicia hubiesen sido arrojadas en La Habana para que los perros las despedazaran, pero es cómico que el no del plebiscito se hubiese convertido por arte de birlibirloque en un sí, de suerte que lo que el pueblo soberano negó rotundamente se hubiese dizque refrendado por un congreso de tramposos.
Comentan mis contertulios el contraste que ofrece la entereza del gobernador Luis Pérez Gutiérrez frente a la blandura del gobierno central, que en todo se hinca ante la arrogancia de las Farc. Les digo que, en efecto, en Antioquia hoy tenemos un gobernador de la talla de los grandes que antaño nos gobernaron, como un Camilo C. Restrepo o un Pedro Justo Berrio. Pero se me ocurre aclarar que en realidad Berrío no fue gobernador, sino presidente del Estado Soberano de Antioquia.
Cerramos la sesión diciendo que sería bueno volver a hablar del Estado Soberano de Antioquia. Cuando me vuelva a crecer el pelo y William tenga bien afiladas su barbera y sus tijeras, tertuliaremos sobre el asunto.
Publicado: abril 6 2017