El atentado contra Miguel Uribe Turbay no puede analizarse en el vacío. No es un hecho aislado ni producto del azar. Es el desenlace lógico de un discurso de odio, de una estrategia sistemática de señalamiento y estigmatización que ha sido dirigida desde la sede del gobierno de Colombia. Gustavo Petro no ha sido un espectador pasivo: ha sido el principal fogonero. Ha convertido la palabra en puñal, la tribuna presidencial en tarima de linchamiento, y a sus opositores en enemigos públicos.
Durante meses, Miguel Uribe ha sido objeto de un acoso político sin precedentes por parte del propio jefe de Estado. Ha sido acusado, sin pruebas, de conspirar, de ser instrumento de mafias, de estar al servicio de oscuros intereses. Petro no ha dudado en arrojar sobre él toda la basura retórica posible, deshumanizándolo ante los ojos de la horda de antisociales que respalda su régimen. ¿Y ahora, tras el atentado, pretende lavarse las manos? ¿Cree que puede jugar el papel de alma cándida, de defensor de la democracia y la paz, cuando ha sembrado cada gramo del odio que hoy se percibe en el ambiente?
Es grotesco. Petro no puede desmarcarse de la tragedia que él mismo ha incubado. Su reacción inmediata, tras el atentado, fue tan predecible como cínica: señalar a la «mafia de la extrema derecha». No hubo reflexión, no hubo siquiera un mínimo gesto de responsabilidad. Solo un reflejo propagandístico: culpar a un adversario imaginario. Lo que Petro hizo fue construir, en tiempo real, un nuevo enemigo útil, una burda puesta en escena conveniente para redirigir la atención y la indignación pública. Una maniobra obscena, colmada de vileza.
Y como si no bastara con eso, Petro es tan desvergonzado que trata con guante de seda a los infames «sicarios virtuales» —esa jauría digital que él mismo alienta y protege—, encargados de criminalizar a sus opositores desde las redes sociales. Cuando atacan, amenazan, difaman o azuzan linchamientos digitales contra todo aquel que piensa distinto, el presidente calla, los aplaude en silencio o los blanquea públicamente como si fueran una fuerza legítima de opinión. No son espontáneos: son matones al servicio del régimen. Son la extensión virtual de un poder que ha decidido aplastar al disidente con la misma sevicia con que un dictador aplasta la prensa libre.
¿Hasta cuándo va a jugar este doble papel? ¿Cuántos muertos necesita más para reconocer que su discurso tiene consecuencias? Petro no es víctima. Es instigador. Y no basta con que ahora se ampare en retóricas de amor, de reconciliación, de «paz total». Esa máscara no le cubre la sangre que ya corre por el país. Cada palabra suya, cada trino inflamado, cada acusación irresponsable, cada burla y cada calificativo venenoso dirigido a sus opositores, ha construido el clima de permisividad que habilita la violencia.
La historia está llena de lecciones, y Petro —como buen admirador de los métodos revolucionarios— parece conocerlas bien. Vale la pena recordar uno de los episodios más siniestros del siglo XX: el incendio del Reichstag, el Parlamento alemán, en febrero de 1933. Hitler, recién nombrado canciller, necesitaba un pretexto para consolidar su poder y eliminar a sus enemigos políticos. El incendio, atribuido a un comunista solitario, fue la excusa perfecta para decretar el «estado de emergencia» y desatar una brutal persecución contra comunistas, judíos y opositores. Fue el crimen útil que justificó la dictadura.
Hoy, en Colombia, se registra una puesta en escena inversa, pero con los mismos ingredientes: un líder autoritario, un discurso de odio, un atentado político y una narrativa montada para culpar a los que estorban. Petro no necesita quemar un edificio: le basta con incendiar la palabra. Y eso es lo que ha hecho.
Que no venga ahora a posar de hombre de Estado, de pastor de la concordia. No puede arrojar gasolina durante meses y luego actuar sorprendido porque el país arde. No puede señalar a la oposición de mafiosa y luego presentarse como defensor de sus derechos cuando alguno de ellos es víctima de un ataque. No puede rodearse de radicales que justifican la violencia verbal y simbólica, y después pretender que la violencia física es fruto de entes ajenos, como si el clima de odio hubiera surgido espontáneamente.
Hay que decirlo con claridad: Gustavo Petro es responsable político —y moral— del atentado contra Miguel Uribe. No lo planificó, probablemente, pero lo hizo posible. Lo facilitó con cada discurso, con cada ataque, con cada montaje desde las entrañas del poder. Y ahora intenta repetir la jugada de siempre: victimizarse y acusar, hacerse el perseguido mientras ejerce el poder de manera despótica.
Colombia no puede permitir que la violencia se normalice bajo una capa de retórica hipócrita. No puede aceptar que el presidente que ha convertido a sus opositores en objetivos, se lave las manos cuando ellos terminan en la mira de las armas. No se trata de especular: se trata de exigir responsabilidad. Se trata de recordar que las palabras matan. Que el odio —cuando es alentado desde el poder— no es libre opinión: es violencia de Estado.
Y por eso, lo que viene no es un llamado ingenuo a que «bajemos el tono». Lo que viene es un clamor legítimo a que el incendiario deje de jugar con gasolina y fósforos. Porque la democracia no se sostiene con discursos de amor en la mañana y arengas de odio en la noche.
Miguel Uribe no es una estadística, ni un peón en una guerra retórica. Es un ser humano que en este momento se debate entre la vida y la muerte por atreverse a enfrentar al régimen socialcomunista de Petro. Y eso, en una democracia, debería bastar para que el presidente de la República callara, reflexionara y —aunque sea una vez— pidiera perdón.
Publicado: junio 17 de 2025