La historia demuestra que las dictaduras ya no llegan al poder montadas en tanques ni con fusiles alzados en plazas públicas. Lo hacen, más bien, con el disfraz de la democracia, con discursos melifluos sobre justicia social, con promesas de redención popular y, absolutamente siempre, con un enemigo inventado que todo lo justifica.
El camino del autócrata moderno no empieza con una ruptura brusca, sino con un proceso tramposo de desmonte de los pilares republicanos: el equilibrio de poderes, la independencia judicial, la libertad de prensa y el respeto por la competencia de cada una de las instituciones que hacen parte del entramado estatal. Y una vez que esas columnas han sido erosionadas, lo que queda es un cascarón con fachada democrática y alma despótica. Hanna Arendt indicaba que «la tiranía totalitaria no brota de la noche a la mañana. Se instala poco a poco, con pasos discretos, hasta que ya no se puede retroceder».
La historia enseña que el primer síntoma de esa transformación suele ser el ataque sistemático a la separación de poderes. El Ejecutivo, invocando repetidamente el mandato popular expresado en las urnas, comienza a señalar al Legislativo y al Judicial no como contrapesos legítimos, sino como obstáculos que deben ser sometidos, o en su defecto, eliminados. La lógica es siempre la misma: «el pueblo me eligió, por tanto, mi voluntad es superior a cualquier formalismo». Esa es la puerta de entrada al autoritarismo, y por ella han transitado muchos en América Latina y fuera de ella.
En Venezuela, Hugo Chávez supo ejecutar ese libreto con precisión quirúrgica. Electo democráticamente en 1998, comenzó por concentrar poder a través de una Asamblea Constituyente diseñada a su medida. Promovió reformas constitucionales que le permitieron legislar por decreto, eliminó la autonomía del Banco Central y depuró al Poder Judicial hasta convertirlo en un instrumento del Ejecutivo. El Tribunal Supremo de Justicia, lejos de ser garante de la legalidad, se transformó en un escudo personal del régimen. A quienes le advertían sobre el peligro de acumular tanto poder, les respondía con su frase preferida: «la soberanía reside en el pueblo, y yo soy su expresión». Bajo ese pretexto, desmanteló la democracia de la otrora próspera nación que hoy se revuelca en la miseria más absoluta.
Lo mismo ocurrió en Nicaragua con Daniel Ortega. Volvió al poder en 2007, no por la vía armada, sino electoral. Una vez instalado, no tardó en copar las instituciones. Su esposa, Rosario Murillo, fue nombrada vicepresidenta y se convirtió en un poder paralelo de facto. La Corte Suprema fue colonizada, los magistrados del Consejo Supremo Electoral fueron puestos al servicio del régimen, y la Constitución fue reformada para permitir la reelección indefinida. Los opositores fueron perseguidos, exiliados o encarcelados, y los medios de comunicación, silenciados. Ortega, como tantos otros, no llegó para gobernar: llegó para quedarse. Y se quedó.
La Iglesia Católica, una de las pocas instituciones que conservaba autoridad moral y ascendencia sobre le pueblo nicaragüense, fue declarada enemiga. El punto de quiebre ocurrió en 2018, cuando numerosos obispos y sacerdotes abrieron las puertas de las Iglesias para recibir a los manifestantes que fueron heridos por las fuerzas represivas al servicio del matón Ortega. Desde entonces, el sátrapa no ha cesado la persecución contra el cristianismo. Planeó el secuestro del obispo Rolando Álvarez a quien ordenó condenar a 26 años de prisión por negarse a abandonar el país. El año pasado fue liberado y desterrado.
Otro caso emblemático es el de Turquía. Recep Tayyip Erdoğan fue primer ministro y luego presidente electo de una democracia parlamentaria vibrante. Pero tras el fallido golpe de Estado de 2016, desató una purga masiva bajo la excusa de defender la República. Más de 150.000 funcionarios fueron despedidos, miles de jueces y fiscales encarcelados, y la prensa, acallada mediante leyes antiterroristas. Hoy Turquía es una autocracia funcional, con elecciones pero sin libertades.
El patrón es evidente. Primero, se construye una narrativa en la que todos los males de la nación se explican por la corrupción de las élites anteriores, o el empecinamiento del mal llamado «establecimiento» para impedir la introducción de supuestos «cambios que demanda el pueblo». Luego, se desacreditan los medios de comunicación, la justicia, los partidos de oposición. Después, se concentran funciones, se modifican leyes, se eliminan garantías. Finalmente, cuando el poder está asegurado, se criminaliza la disidencia y se institucionaliza el miedo. Y todo, absolutamente todo, se hace bajo la bandera de la voluntad popular.
Lo más aterrador es que buena parte de la sociedad aplaude esos procesos. Se rinde ante el caudillo, justificando sus abusos como «necesarios» o «inevitables». En nombre del orden, de la eficiencia o del bienestar colectivo, muchos ciudadanos renuncian a las libertades que hicieron posible la civilización. Pero como advirtió el pensador conservador Raymond Aron: «la libertad no es solo un derecho individual, es también una forma de organizar el poder».
La sucia intención de Petro de convocar una consulta popular por decreto, pese a que el Senado negó explícitamente su propuesta, constituye una afrenta directa al orden constitucional colombiano y un acto de profunda gravedad institucional. Lo que Petro plantea no es una consulta, sino una imposición plebiscitaria revestida de lenguaje democrático.
La Constitución y las leyes son claras en señalar que la consulta popular debe ser aprobada por el Senado cuando es de carácter nacional. No se trata de una formalidad menor, sino de una salvaguarda institucional diseñada para evitar el uso arbitrario de herramientas que, bajo el pretexto de la soberanía popular, podrían servir para erosionar la división de poderes. Al pretender desconocer esa obligación, Petro se ubica por fuera del marco constitucional, e intenta someter a las instituciones al vaivén de su voluntad personal y política. Y todo esto con el respaldo «jurídico» del pigmeo Eduardo Montealegre, nuevo ministro de Justicia del régimen.
Resulta particularmente inquietante que esta maniobra se justifique con el discurso habitual de que «el pueblo tiene la última palabra». El pueblo, sí; pero mediante los canales que establece la Constitución, no a través de decretos que violentan el equilibrio republicano. El uso del poder presidencial para convocar un pronunciamiento masivo, en abierta contradicción con la voluntad del Senado, no es una expresión de democracia participativa sino un golpe de Estado.
El precedente que se está sentando es demoledor. Si un presidente puede ignorar la negativa del Congreso y avanzar, por decreto, hacia una consulta popular, ¿qué impide que en el futuro invoque el «clamor popular» para prolongar su mandato, reformar la justicia o neutralizar al Legislativo? No se trata de un mero conflicto de interpretación: se trata de una señal inequívoca del desprecio por la institucionalidad y por los límites que el orden democrático impone al poder.
Conviene recordar que ninguna democracia está a salvo de caer. No hay inmunidad institucional permanente. Las Repúblicas no se defienden solas: necesitan ciudadanos que no se rindan ante el poder absoluto.
Cada vez que un líder concentra más poder del que la Constitución le otorga, y cada vez que una nación prefiere al ídolo sobre la ley, el abismo está más cerca.
Publicado: junio 6 de 2025