Una de las características más visibles de los comunistas —además de su infinita vocación por arruinar países— es su relación patológica con la verdad. No solo la retuercen: la mutilan, la sepultan y luego la sustituyen por una ficción sistemáticamente repetida hasta convertirla en dogma. El régimen soviético fue un monumento a la mentira. Durante décadas, los aparatos de propaganda del Kremlin construyeron una realidad paralela en la que no existían hambrunas, represiones ni genocidios. Mientras millones morían en el Holodomor o eran enviados al Gulag, los periódicos estatales hablaban de cosechas récord, avances científicos y armonía entre los pueblos.
Basta con revisar los informes del Glavlit, el órgano de censura del Partido Comunista, para entender la magnitud de la farsa. Se ocultaron desastres nucleares, asesinatos masivos, purgas internas, fracasos económicos y cualquier atisbo de crítica. La mentira no era una herramienta más del sistema: era el sistema mismo. Un modelo que los herederos ideológicos del comunismo siguen utilizando sin escrúpulos, adaptado a los nuevos tiempos, pero con la misma esencia: mentir, negar, manipular, y si son descubiertos, cambiar de libreto para declararse víctimas.
Porque esa es la segunda gran especialidad del comunismo: el victimismo impostado. Cuando los pillan robando, mintiendo o conspirando, no piden perdón. Nunca asumen responsabilidad. Se declaran perseguidos. «El sistema me ataca», dicen. «Las élites reaccionarias no me dejan gobernar», se quejan. «Estoy siendo blanco de un linchamiento mediático del fascismo», denuncian. El patrón se repite como un disco rayado. Esa táctica la han convertido en coartada. Pedro Sánchez en España y Gustavo Petro en Colombia la han elevado a categoría de manual.
Pedro Sánchez, un político de ambición desbordada y ética inexistente, es hoy el espejo en el que se mira Petro. Lo admira, lo copia, lo cita. No es casual. Sánchez ha prostituido todas las instituciones españolas, ha comprado votos con dinero público, ha atropellado la independencia judicial y ha pactado con separatistas y proetarras con tal de seguir aferrado al poder.
El caso más escandaloso es el de su esposa, Begoña Gómez, salpicada por denuncias y revelaciones que dan cuenta de gravísimas acciones de tráfico de influencias y corrupción, al haber intercedido ante su esposo para beneficiar con dineros públicos a empresarios que le financiaron sus actividades comerciales particulares. La investigación contra su cónyuge, en lugar de inducirle un mínimo pudor, lo llevó hace exactamente un año a encerrarse durante cinco días en su despacho a «reflexionar» sobre su futuro político. Una farsa melodramática al mejor estilo de las telenovelas venezolanas.
Petro, por su parte, no se queda atrás. Su lista de escándalos es interminable: financiación ilegal de su campaña presidencial, recepción de dineros del narcotráfico, contratos direccionados, nombramientos clientelistas, ocultamiento de ausencias inexplicables y una vida privada que, si se conociera con detalle, provocaría una crisis de Estado.
Y entonces, cuando la presión se vuelve insoportable, cuando la opinión pública empieza a atar cabos, cuando la prensa internacional empieza a hacer preguntas incómodas, ambos —Petro y Sánchez— acuden al mismo y gastado recurso: «me quieren matar».
Increíblemente, en la misma semana, con apenas horas de diferencia, Sánchez y Petro esgrimieron la excusa de que están amenazados de muerte. Uno por un presunto plan terrorista con bomba lapa instalada en su vehículo; el otro, por un supuesto complot con lanzagranadas rusos en su contra.
En el caso español, se denunció que un exintegrante de la Guardia Civil había planeado poner una bomba lapa en el carro del presidente. La narrativa oficial apuntó a una supuesta campaña violenta contra el Gobierno de Sánchez. Pero al indagar, salió a la luz que el señalado, lejos de ser un agresor, había escrito que temía que Sánchez, por cuenta de las investigaciones que él lideraba en contra, fuera quien lo mandara a matar con una bomba instalada por sicarios venezolanos. La historia parece una escena de Miguel Gila: «me va a matar, aunque en realidad es él el que teme que yo lo mate».
Petro hizo lo propio. Cuando se ausentó sin justificación de la Cumbre de Presidentes del Caribe, tan pronto se hizo evidente que había desaparecido sin que nadie supiera si estaba vivo, drogado, inconsciente o simplemente padeciendo una de sus frecuentes crisis psiquiátricas, apareció una versión ridícula: que habían detectado un plan para asesinarlo con lanzagranadas desde el norte de Bogotá. El autor de la fábula es el propio Petro. Ninguna autoridad de seguridad estatal se atrevió a secundar la pantomima. No hay capturados, ni interceptaciones, ni planos, ni videos, ni testimonios. Nada. Solo el relato de un complot hollywoodense, con explosivos y francotiradores imaginarios, como cortina de humo para justificar otra de sus ausencias escandalosas.
El verdadero riesgo para la vida de Petro no son los enemigos invisibles ni los «escuadrones de la muerte» que habitan en su cabeza. El verdadero peligro para su salud es su adicción desbordada a la cocaína. Su entorno lo comenta con resignación. Su rostro hinchado, su lenguaje incoherente, sus ausencias prolongadas, sus cambios de humor y su deterioro físico no dejan lugar a dudas. Petro es una bomba de tiempo que se consume desde dentro. Y, como buen comunista, ha optado por echarle la culpa a los demás antes que reconocer que su peor enemigo es él mismo.
Los hechos son claros. Ni Sánchez ni Petro están amenazados por nadie. Los únicos amenazados son los ciudadanos de sus respectivos países, que viven bajo el yugo de dos gobiernos corruptos, mentirosos y autoritarios, disfrazados de progresismo. Y si algo tienen en común, es que ambos creen que el poder no se ejerce desde la responsabilidad, sino desde la manipulación emocional y la permanente teatralización de la política. Se inventan atentados como quien se inventa logros.
España y Colombia están bajo el mando de comunistas cuya herramienta favorita sigue siendo la mentira. Dos sujetos a los que, cuando ya nadie les cree, se visten de mártires para ganar tiempo y distraer la atención. Pero la verdad, aunque la pateen, la escondan y la difamen, siempre acaba saliendo. Y cuando lo haga, ni el victimismo ni las lágrimas de cocodrilo los van a salvar del juicio implacable de la historia.
Publicado: junio 4 de 2025