Finalmente ha llegado el día en que uno de los personajes más siniestros del actual régimen es llamado a responder ante la justicia. El anuncio de la imputación de cargos contra Carlos Ramón González, por su participación en el escándalo de saqueo sistemático de la UNGRD, no solo es un hito en el desmoronamiento del gobierno Petro, sino una oportunidad para el país de quitarle la máscara al verdadero cerebro de esta maquinaria corrupta.
González no es un funcionario más. No es un burócrata de tercera línea que cayó por error. Es —y esto hay que decirlo con todas las letras— el arquitecto en la sombra de la corrupción institucionalizada que rodea al presidente. Un personaje de pasillos, sin exposición mediática, pero que tuvo acceso total al poder. El hombre que durante la primera mitad del gobierno hizo y deshizo, que movió fichas, repartió contratos, tranzó silencios y que, cuando ejerció como cabecilla de la policía política petrista, puso de rodillas a medio Estado. Un operador político de corte mafioso que hizo de la lealtad al régimen, una forma de extorsión.
Pero la historia de Carlos Ramón González no comienza en la Casa de Nariño ni en el petrismo. Empieza en la selva, con un fusil en la mano y el uniforme del M-19. Su nombre infundía miedo en los pueblos, y no solo por su accionar armado: hay quienes lo recuerdan como un hombre peligrosamente atraído por niñas menores de edad, con acusaciones veladas de violaciones silenciadas por el terror. Era el tipo de comandante del que los campesinos escondían a sus hijas. En virtud de la ignominiosa amnistía otorgada a esa banda de forajidos, el país olvidó, o prefirió no mirar las atrocidades cometidas por Pizarro, Navarro, Petro, González, Lucio y demás facinerosos que hicieron parte de esa estructura.
González nunca se desmovilizó del todo. Cambiaron las armas por los decretos, pero el espíritu del crimen lo conservó intacto. Aprendió a operar dentro del sistema para subvertirlo desde adentro. Durante años, fue pieza clave en la expansión del petrismo, no por ideas, sino por estructura. Fue quien organizó la red, quien acercó financiadores, quien reclutó alcaldes, quien negoció cuotas. Fue —y, ahora desde la clandestinidad sigue siendo— el principal estratega de Petro, su confidente, su ejecutor silencioso.
Durante buena parte de este gobierno, Carlos Ramón González fue el aliado íntimo de la corrupta Laura Sarabia, –hasta hace poco mujer fuerte del poder presidencial– la que digitaba nombramientos, cuidaba los secretos –y según Leiva la que aliviaba las necesidades fisiológicas de Petro– y amarraba fidelidades a través de la inteligencia política proveída por González.
Esa alianza, que manejaba con puño de hierro buena parte de la agenda interna del Ejecutivo, se rompió, sí, pero no por razones éticas, sino por una pelea entre hampones. El conflicto entre Sarabia y González no fue un choque entre principios, sino entre intereses. Un reparto de botín que se torció. Un pacto de silencio que colapsó.
¿De verdad alguien cree que Petro no sabía? ¿Alguien con dos dedos de frente va a tragarse la versión de que su compañero de décadas manejaba millonadas, para poner en marcha la mayor operación de corrupción política de la historia reciente, a sus espaldas? No se trata de un funcionario de paso. González fue su compinche, su socio político, su alfil de confianza. Lo que él hacía en la Casa de Nariño, a pocos metros de su oficina, no era un exceso de autonomía: era parte del plan, parte del modelo de control y saqueo que define al régimen. Y si no lo sabía, Petro es un inepto absoluto. Pero si lo sabía —como muchos sospechan—, es cómplice y quizás autor intelectual de los delitos que hoy se investigan.
La corrupción de la UNGRD no fue accidental. Fue un plan. Fue una estructura montada desde lo más alto para desviar recursos en nombre de emergencias, aprovechándose del dolor ajeno, del hambre y de las tragedias naturales. Eso no se improvisa. Eso requiere una cabeza. Y esa cabeza fue Carlos Ramón González.
El gobierno Petro se está cayendo a pedazos, y no por ataques externos ni por «la oligarquía», como dicen los adoctrinados. Se cae porque está podrido por dentro. Porque su gente roba, miente, traiciona y delinque. Y porque la corrupción en este gobierno no es un accidente, sino una doctrina. La moral del régimen es clara: el poder es para enriquecerse, para chantajear, para sostenerse a cualquier precio. ¿Y quién dirige todo eso? Gustavo Petro Urrego. ¿Quién ha callado mientras saquean con furia al tesoro público? Petro. ¿Quién se beneficia políticamente del aparato corrupto? Petro.
La imputación de González no puede terminar en un show judicial más. Esto no es solo un proceso penal: es una radiografía de cómo opera el corazón del petrismo. Aquí se está abriendo una puerta: la puerta hacia la verdad. El petrismo es un sistema centralizado de saqueo con fines políticos y electorales. Y si González cae, el siguiente en la línea debe ser su superior político y moral: el propio presidente.
No basta con procesar a González: hay que investigar a Petro.
Porque mientras la justicia no toque la cabeza, la corrupción seguirá viva. Y el crimen, como siempre, se sentará en el Palacio.
Publicado: mayo 16 de 2025