A estas alturas, mantener la ilusión de que Gustavo Petro puede enmendar su rumbo es una muestra de inocencia, o peor aún, de complacencia criminal. El país entero ha sido testigo —en cadena nacional y en tiempo real— del desastre que representa su paso por la presidencia. No hay gestión, no hay coherencia, no hay resultados. Solo hay discurso, desorden, ideología enfermiza, y una peligrosa adicción al poder personalista.
Petro es un diletante, un hablador compulsivo que confunde la tribuna con la responsabilidad. El Estado, para él, es un juguete ideológico; el pueblo, una masa manipulable; la verdad, un obstáculo molesto. Su verbo es histriónico, incendiario, lleno de acusaciones y delirios. Pero detrás de esa cascada verbal no hay un proyecto de país, sino un revoltijo de resentimientos personales y delirios populistas. Es el rey de la improvisación, un gestor público completamente incompetente. Habla, pero no hace. Promete, pero no cumple. Firma, pero no ejecuta. Y lo peor: ni siquiera entiende lo que significa gobernar.
A este retrato desolador se suma una vida privada escandalosa: rumores persistentes y testimonios alarmantes sobre el consumo habitual de drogas, excesos etílicos, una conducta errática y disoluta, una incapacidad para la sobriedad que se refleja en su gestión y en su estilo. ¿Cómo confiar el destino de una nación a alguien que no puede gobernarse ni a sí mismo? ¿Qué clase de autoridad puede tener un presidente que vive al margen de toda disciplina moral y personal?
El país se está cayendo a pedazos: la economía entra en declive, la seguridad está colapsada, los servicios públicos retroceden, y las instituciones están siendo penetradas por mafias disfrazadas de reformas sociales. Mientras tanto, el presidente juega a ser revolucionario tropical en redes sociales, rodeado de aduladores sin mérito, gentes ruines que entienden al poder como un mecanismo para ajustar cuentas y tramitar resentimientos.
La conclusión es clara: Petro no va a cambiar. No va a enderezar el rumbo, no va a corregir errores, no va a volverse competente de la noche a la mañana. Esta es su esencia: un caudillo ególatra con ínfulas de redentor, incapaz de conducir una democracia y dispuesto a incendiarla si se le opone. Sus recientes apariciones han confirmado su talante de sátrapa de tierra caliente dispuesto a todo para salvar su pellejo y el de los hampones que lo acompañan.
El país está obligado a sostener con firmeza una sola consigna inquebrantable: elecciones en 2026 sin manipulaciones, sin atajos, sin trampas. Esas elecciones deberán ser vistas como el ancla de la República, el dique que contenga la locura autoritaria y el desvarío ideológico de la plaga que hoy ejerce el mando en Colombia.
Cualquier intento de tocar el calendario electoral debe ser leído como lo que es: una amenaza frontal al orden constitucional. Y frente a las amenazas, la ciudadanía tiene el deber de responder con unidad, coraje y sin temor a la acción. Conviene decirlo sin eufemismos: si llegara a haber una señal —por tenue que sea— de que el régimen pretende manipular o impedir las elecciones de 2026, la sociedad colombiana tiene el deber moral de pasar a la acción. No con lamentos. No con tuits. Con firmeza, presencia y decisión.
Las democracias no se entregan mansamente a los usurpadores: se defienden. En las calles, en los estrados, en los medios, con organización cívica y presión pública. No podemos permitir que el último bastión de libertad —el voto— sea arrebatado por quienes han demostrado desprecio absoluto por la legalidad, la institucionalidad y la dignidad republicana.
Hace unos días amenazó al Congreso al decir que, si los senadores «votan no a la consulta, el pueblo se levanta y los revoca». El sabe muy bien que los parlamentarios no pueden ser revocados, con lo que quedó muy clara su advertencia de pasar de las palabras incendiarias a la acción violenta. Pasar del discurso veintejuliero al atentado personal, algo muy normal en alguien cuya vida «pública» empezó en una banda terrorista dedicada al sicariato, la violación, el asalto y el secuestro.
Petro ya hizo suficiente daño. El país no necesita promesas vacías ni reformas cosméticas. Lo que necesita es un cambio de rumbo. Y ese cambio solo será posible si hay elecciones libres en 2026.
Todo lo demás es accesorio. Esa fecha es el muro de contención frente al abismo. Que lo entiendan todos: si tocan las elecciones, tocan la República. Y si tocan la República, tocará responder.
@IrreverentesCol
Publicado: mayo 5 de 2025
