Evangelización: el gran desafío de la Iglesia

Evangelización: el gran desafío de la Iglesia

La católica es la Iglesia fundada por Cristo. El Señor les dio a sus Apóstoles el mandato de difundir su Palabra por toda la tierra.  

Al final del Evangelio de Mateo, Jesús resucitado indica el camino, bautizando a los pueblos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles «a guardar todo cuanto os he mandado» (Mt. 28, 19-20).

Desde entonces, la Iglesia ha tenido una misión ineludible: evangelizar a todas las naciones, anunciando la buena nueva de la salvación, transmitiendo la fe íntegra y conduciendo a los hombres hacia la verdad plena revelada por Dios. En cada época, esta tarea encuentra nuevos desafíos, pero también nuevas oportunidades.

El momento presente, sin duda marcado por tensiones internas y confusión cultural, exige que la evangelización se renueve sin debilitar ni relativizar el contenido del Evangelio.
Uno de los fenómenos más debatidos en la Iglesia actual es la sinodalidad, propuesta como camino de renovación eclesial. 

El concepto, correctamente entendido, remite a la “caminata conjunta” del pueblo de Dios, en comunión y participación, bajo la guía del Espíritu Santo. Sin embargo, una lectura ideologizada de la sinodalidad corre el riesgo de disolver el contenido objetivo de la fe en una especie de consenso horizontal donde la doctrina revelada se vea sometida a las opiniones cambiantes de la mayoría –estimuladas por las emociones–, o de las estructuras de poder eclesial. En consecuencia, es perentorio recordar que la evangelización no es negociable, ni puede adaptarse a las modas del momento sin poner en riesgo su autenticidad.

El difunto papa Francisco proclamó una «Iglesia en salida», con lo que pretendió que el clero saliera a buscar a los fieles alejados para hacerle frente a una realidad ineludible: el numero creciente de apostasías y el tránsito hacia las sectas evangélicas, lideradas por mercaderes religiosos.

Evangelizar no es simplemente ofrecer una propuesta espiritual entre muchas otras. Es proclamar con autoridad que Jesucristo es el Señor, el único Salvador, y que fuera de Él no hay vida plena ni redención verdadera. Lo afirma el Quicumque vult: «Todo el que quiera salvarse, es preciso ante todo que profese la fe católica».

Toda evangelización, para ser auténtica, debe basarse en la fidelidad a la enseñanza apostólica, transmitida por la Tradición y custodiada por el Magisterio. No puede haber una «nueva evangelización» que prescinda del depósito de la fe, ni una pastoral eficaz si está desconectada de la verdad revelada. Evangelizar no es complacer, sino confrontar al mundo con la verdad de Cristo, como hizo el mismo Señor al declarar que «La verdad os hará libres» (Jn. 8,32).

La sinodalidad, en su sentido genuino, puede ser un instrumento valioso para oír al pueblo fiel, fortalecer la comunión entre pastores y fieles, y abrir nuevos caminos de misión. Sin embargo, cuando se desvirtúa, puede transformarse en una peligrosa tentación de democratizar la fe, reducir la autoridad del Magisterio o convertir la doctrina en materia opinable. La Iglesia no puede ser un parlamento, donde se discutan los asuntos doctrinales como si se tratara de un debate entre corrientes ideológicas, que se dirime por mayorías o por componendas. 

Como enseña la teología, una sinodalidad incontrolada puede desembocar en una «eclesiología horizontalista» en la que la autoridad apostólica quede diluida, y donde cuestiones dogmáticas o morales se sometan a debate como si fueran temas administrativos.

En algunos contextos eclesiales actuales, se está utilizando la sinodalidad para introducir reformas contrarias a la doctrina de la Iglesia, como la bendición de parejas de homosexuales, la relativización del sacerdocio masculino –proponiendo la ordenación de mujeres–, la negación del pecado como realidad objetiva, o la reinterpretación del magisterio moral. Basta mirar las absurdas conclusiones a las que llegó el autodenominado camino sinodal alemán, cuyos alcances fueron tan desbordados que el propio papa Francisco se vio forzado a condenarlo, para evitar una posible fractura de la unidad de la Iglesia.  

Tales desviaciones, en lugar de fomentar la concordia, generan confusión, división y escándalo.

La verdadera sinodalidad, en cambio, debe estar profundamente enraizada en la comunión con la tradición viva de la Iglesia, en la escucha atenta de la Palabra de Dios y en la obediencia al Espíritu Santo, que no contradice lo que Él mismo ha revelado a lo largo de los siglos. 

Como advirtió el entonces cardenal Joseph Ratzinger: «Una Iglesia que se adapta totalmente al mundo es una Iglesia sin misión, porque ya no tiene nada que anunciar».

Durante las congregaciones generales que se están adelantando previas a la instalación del cónclave, los cardenales han podido discutir a fondo los problemas de la Iglesia, siendo el de la evangelización uno de los más importantes. ¿Acercar la Iglesia a los hombres, o atraer a los hombres a la Iglesia? 

No es acertado plantear una división cartesiana en el colegio cardenalicio, ubicando a los purpurados a la izquierda o a la derecha del espectro. Como es natural, cada uno de ellos tiene visiones diferentes que apuntan a un mismo norte: servir a Cristo en la persona del papa que se aprestan a elegir, custodiar la fe, anunciar el Evangelio con fidelidad y promover la santidad y la misión de la Iglesia.

Una evangelización que pretenda adaptarse a las sensibilidades del mundo moderno sin discernimiento, corre el riesgo de transformarse en un mensaje diluido y desprovisto de fuerza salvífica. Algunos sectores, movidos por el deseo legítimo de acercarse a los alejados, incurren en la tentación de rebajar las exigencias del Evangelio, omitiendo el llamado a la conversión, al sacrificio, a la cruz. 

Pero una Iglesia que ya no habla del pecado, que omite la verdad sobre la naturaleza del hombre, la familia, la sexualidad, la salvación y el juicio, en vez de evangelizar confunde, entretiene o complace, mas no transforma. La Iglesia no está llamada a ser popular, sino fiel. 

Afirmaba san Pablo VI en su exhortación apostólica Evangelii nuntiandi que «El hombre contemporáneo escucha con más gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan». En consecuencia, insistía aquel papa, «hay que subrayar que para la Iglesia, el primer medio de evangelización consiste en un testimonio de vida auténticamente cristiana…». 

En tiempos de laxitud moral, la Iglesia debe reafirmarse con claridad en la fidelidad absoluta a su doctrina perenne, custodiada por la Tradición y el Magisterio. No es hora de ambigüedades ni de concesiones al progresismo que, bajo pretextos de “inclusión” o “escucha sinodal”, busca vaciar de contenido el Evangelio y adaptar la verdad revelada a las modas del mundo, poniendo a la Iglesia al nivel de una ONG.

Frente al avance de los relativistas —que pretenden convertir la fe en una experiencia subjetiva sin exigencias morales ni verdades objetivas—, urge levantar con valentía el estandarte de la sana doctrina, recordando que la caridad sin verdad es mentira, y que la Iglesia no está llamada a seguir al mundo, sino a convertirlo desde la firmeza de la fe católica y la claridad de su enseñanza milenaria.

Lo contrario desembocaría en una nociva demagogia religiosa que podría verse reflejada en un mayor vaciamiento de las Iglesias, en la reducción de las vocaciones y en el emocionalismo provocado por mensajes acompañados por pomposas consignas atractivas, pero sin fundamento doctrinal.

@IrreverentesCol

Publicado: mayo 2 de 2025