Ha dicho muy sensatamente el padre Santiago Martín que la persona del finado papa Francisco ya está sometida al juicio de Dios y no nos corresponde a nosotros pronunciarnos en torno suyo, pero su pontificado, en cambio, puede y debe someterse al veredicto de la historia, si bien es prematuro emitir dictamen definitivo al respecto.
No obstante las entusiastas reacciones de la gente del común e incluso de los medios acerca de la personalidad y las ejecutorias del Pontífice fallecido, habrá que darle tiempo al tiempo antes de ensalzar o condenar una y otras.
En mi caso personal, me ha tocado vivir bajo los papados de Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco. La desaparición de cada uno de ellos ha impactado de distintas maneras la sensibilidad del público. Todos ellos dieron testimonio de sus virtudes y su entrega al mandato evangélico de apacentar el rebaño de Cristo. Cada uno puso, desde luego, su sello personal en el modo de ejercer su difícil tarea.
Suelo citar un libro que me produjo hace años mucha impresión: «Histoire de la Papauté», publicado bajo la dirección de Yves-Marie Hilaire con el subtítulo de «2000 ans de mission et de tribulations». Son ya casi dos milenios del cumplimiento del mandato que antes de ascender a los cielos les confirió a sus apóstoles Nuestro Señor Jesucristo: «Vayan por todo el mundo y anuncien la Buena Nueva a toda la creación» (Mc. 16,15). Este anuncio de amor, paz y redención, esto es, de «la luz verdadera, la luz que ilumina a todo hombre» (Jn.1,9), sufrió el rechazo del mundo desde un principio a partir de la crucifixión de Nuestro Señor y el martirio de sus apóstoles, salvedad hecha de san Juan.
Su difusión se ha dado en medio de severas tribulaciones que aún hoy tratan de impedirla y hasta de erradicarla. Se la enfrenta a menudo con violencia, tal como sucede en Corea del Norte, en India, en China, en Cuba, en Nicaragua y en varios países en los que predomina el Islam, o de unas maneras menos violentas, pero también represivas, según se advierte en los países occidentales en los que está en marcha la criminalización del Cristianismo, de la que da cuenta el libro de Janet L. Folger que en otras ocasiones he citado en este blog. En un libro que tuve en la biblioteca que me fue necesario liquidar cuando tuve que internarme en una residencia de tercera edad para cuidar de mi hoy finada esposa, se menciona que el siglo XX produjo muchísimos más mártires que cuando las persecuciones de los emperadores romanos. La prensa de hoy sigue registrando el sacrificio de los creyentes en distintas latitudes.
«Las Puertas del Infierno», de Ricardo de la Cierva, ilustra sobre los severos ataques que ha sufrido la Curia Romana a lo largo de siglos y cómo ella se ha defendido, sin lugar a dudas por el auxilio celestial. Alguien llegó a decir hace tiempos que sin dicho auxilio la Iglesia no habría podido sobrevivir incluso a los errores de sus propios jerarcas. De la Cierva, un católico bastante ortodoxo por cierto, no ignora las equivocaciones en que han incurrido hasta los papas más apreciados en los últimos tiempos. Baste mencionar el Modernismo al que le dio cabida el hoy santo Juan XXIII o la Östpolitik que le dio entrada al comunismo y produjo la Teología de la Liberación que le ha servido al que ahora nos desgobierna para enmascarar su credo revolucionario y liberticida.
Sobre todo en el Evangelio de san Juan, pero también en las epístolas de san Pablo, se plantea la oposición radical entre el Espíritu de Dios y el de este mundo que se centra en lo terrenal y desconoce y hasta rechaza la trascendencia que nos guía hacia la bienaventuranza eterna. Dios y el mundo están contrapuestos. Desde cierta perspectiva, el espíritu del mundo se identifica con lo demoníaco, A Satán se lo denomina, en efecto, como «el príncipe de este mundo» (Jn. 12:31).
Pues bien, ciertos debates que ahora se plantean acerca de si la Iglesia debe preservar sus doctrinas tradicionales o más bien modernizarse, es decir, adaptarse al espíritu del mundo, parten de la base de que es institución humana y no de origen divino. Su cometido es difundir el Evangelio mediante una interpretación fiel de su mensaje salvífico. Es posible que a lo largo de los años haya lugar a que se profundice su contenido, pero sin llegar a desvirtuarlo y adjudicarle lo que evidentemente no dice. Si ha de hablarse de «progresismo» en materia de doctrina no puede ser en los términos relacionados con la política terrenal, sino en los que parafraseando un texto de Paul Valéry podríamos llamar la política del espíritu, la que enaltece y dignifica al ser humano como hecho a imagen y semejanza de Dios, y no la que cede ante sus bajas inclinaciones.
El Evangelio nos enseña que ancho es el camino de la perdición y estrecha la vía de la salvación (Mt. 7: 13-14). Los que reclaman que la Iglesia ajuste sus cánones a las tendencias dominantes en el mundo de hoy desconocen ese texto nítido del mensaje evangélico. A la bienaventuranza no se llega por la vía fácil, sino por la del sacrificio y la abnegación. Es, como lo demostró la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, una vía dolorosa. que cada uno de nosotros debe recorrer con su respectiva cruz a cuestas (Mt. 16:24). Bien lo dijo Marshall McLuhan, un converso famoso: «A la Iglesia se entra de rodillas».
Esperemos que el cónclave que elegirá nuevo Papa acierte con un cardenal que esté más cerca del Espíritu Santo que del espíritu de este mundo y entienda que no viene a halagar a los que se dicen progresistas, sino a quienes aspiran a que se dé testimonio de la verdad que nos transmite el Evangelio.