La Iglesia no mide el tiempo en años, sino en siglos. La institución fundada por Cristo ha sido gobernada por hombres de toda índole. La gran mayoría, personas virtuosas que cumplieron con fidelidad el mandato de Jesús y perpetuaron el legado de Pedro. De los 266 sumos pontífices, 73 han sido canonizados; el más reciente, san Juan Pablo II.
Desde luego, también ha habido papas nefastos, como Juan XII, quien convirtió la basílica de Letrán en un burdel; o Bonifacio VIII, cuya crueldad no conocía límites -Dante lo consideró candidato perfecto para habitar eternamente en el infierno-. A ellos se suma el tristemente célebre Alejandro VI (el papa Borgia), símbolo del nepotismo, la corrupción y el libertinaje.
El legado de los sucesores de Pedro comienza a hacerse visible en la Iglesia mucho tiempo después de su muerte. Para hacer un poco de historia, resulta imprescindible referirse al largo pontificado de Pío IX. Durante los casi 32 años que estuvo al frente de la Iglesia, convocó un concilio, enfrentó con firmeza las amenazas que se cernían sobre la sociedad de mediados del siglo XIX, y proclamó como dogma una creencia debatida desde los primeros siglos del cristianismo: la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen.
Los católicos lloramos la muerte del papa Francisco. Rezamos, como es nuestro deber, por su alma, y le pedimos a Dios que lo juzgue con infinita misericordia.
Fue elegido por el colegio cardenalicio en medio de la compleja situación generada por la renuncia de Benedicto XVI, un hecho prácticamente inédito e imprevisto. El único papa que había dimitido antes fue Celestino V, un humilde monje ermitaño elegido sin ser cardenal a finales del siglo XIII, cuyo nombre fue carta de negociación en un largo cónclave, cuando los cardenales no lograban consenso para escoger al sucesor de Nicolás IV. Celestino, acostumbrado a una vida ascética y contemplativa, no soportó el peso del gobierno de la Iglesia y renunció a los cinco meses.
Más de 700 años después, la Iglesia se enfrentó a una situación similar. Sin previo aviso, una mañana cualquiera, en medio de un consistorio, Benedicto XVI anunció su decisión de poner fin a su mandato. Terminaba así el pontificado de uno de los más grandes teólogos que ha tenido el cristianismo en muchos siglos.
La elección del papa Francisco revistió un profundo simbolismo. No solo fue el primer jesuita en ocupar el solio de san Pedro, sino también el primer pontífice nacido en América, un continente que -como solía decir san Juan Pablo II- se convirtió en la gran cantera vocacional de la Iglesia durante el siglo XX.
Francisco fue un papa profundamente preocupado por la vida de sus fieles. Quiso transmitir un mensaje de esperanza, de amor y de cercanía. Procuró que las puertas de la Iglesia no se cerraran a nadie. En sus intervenciones recordaba la parábola del gran banquete (Lc 14, 15-24), en la que un hombre rico organiza un espléndido convite al que no acuden los poderosos del pueblo. Entonces, el anfitrión ordena a sus sirvientes salir a las calles para invitar a todos, sin importar su condición. Ciegos, cojos, mendigos, todos son bienvenidos. Eso mismo quiso Francisco: una Iglesia de puertas anchas y abiertas, donde todos tuvieran un lugar y una bendición.
Se equivocan quienes afirman que Francisco «cambió la Iglesia». En sentido estricto, los cambios doctrinales en la Iglesia se realizan mediante concilios o definiciones dogmáticas. Según la teología, un dogma es una verdad revelada por Dios y propuesta por la Iglesia como objeto de fe obligatoria para los creyentes.
La última proclamación dogmática tuvo lugar en 1950, bajo el pontificado de Pío XII, cuando se definió la Asunción de la Virgen María: “La Inmaculada Madre de Dios, la siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”.
Lo que sí debe reconocérsele al papa Francisco es su intensa labor magisterial en temas que, aunque no ignorados, no habían sido abordados con tanta profundidad por el magisterio papal, como el cuidado de la creación.
El papa Francisco publicó tres encíclicas y media; la “media” corresponde a Lumen fidei, iniciada por Benedicto XVI y concluida por él. Las otras tres son reflejo pleno de su visión sobre el papel de la Iglesia en el mundo contemporáneo.
Cabe destacar, en esta ocasión, Laudato si (Alabado seas), carta publicada en mayo de 2015 y dedicada al “cuidado de la casa común”.
Una de las materias más importantes de la teología es precisamente la teología de la creación. Dios creó todo de la nada y confió al ser humano el deber de custodiar y administrar responsablemente la tierra.
Para los creyentes, cuidar la creación no es una opción, sino una obligación espiritual. Por eso adquiere especial relevancia Laudato si, encíclica que ofrece un análisis profundo de la crisis ecológica, la pérdida de biodiversidad y el uso destructivo del entorno. El papa Francisco exhorta a tomar conciencia sobre los hábitos de consumo excesivo y la explotación irresponsable de los recursos naturales.
Como es tradición, el Vaticano ha decretado los Novendiales—nueve días de luto oficial—durante los cuales se celebrarán ceremonias litúrgicas en memoria del papa fallecido. Que este tiempo de recogimiento espiritual sea enriquecido con la lectura de su legado magisterial, particularmente Laudato si.
Cierro con una reflexión de san Josemaría Escrivá, recogida en Forja: “Tu más grande amor, tu mayor estima, tu más honda veneración, tu obediencia más rendida, tu mayor afecto ha de ser también para el Vice-Cristo en la tierra, para el Papa. Hemos de pensar los católicos que, después de Dios y de nuestra Madre la Virgen Santísima, en la jerarquía del amor y de la autoridad, viene el Santo Padre”.
@IrreverentesCol
Publicado: abril 22 de 2025