En su primera Carta a los Corintios, San Pablo enfatiza que “si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado, inútil es nuestra predicación, inútil es también nuestra fe” (1Co. 15, 13-14).
Jesús le predijo a sus Apóstoles durante la Última Cena que “el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán y después de muerto resucitará a los tres días”. (Mc. 9, 31).
¿A qué tipo de resurrección se refería? ¿La de él sería como la del hijo de la viuda de Naín, la de Lázaro o la de la hija de Jairo? Evidentemente no. Aquellos efectivamente fueron resucitados por obra de Jesús, pero su retorno se limitó a la vida terrena. En algún momento volvieron a morir y sus cuerpos se corrompieron. San Agustín lo sintetiza al afirmar que ellos resucitaron para morir de nuevo.
Sin la resurrección, no solo la fe de los cristianos sería vana, sino una ilusión peligrosa. La vieja apologética, desde el Concilio Vaticano II rebautizada como teología fundamental, ha mostrado especial interés, a lo largo de los siglos, por analizar y exponer aquel misterio que se constituye en un elemento fundamentalísimo que hace creíble al cristianismo.
Enseña el profesor César Izquierdo en su monumental obra sobre la teología fundamental que “sin la resurrección, la muerte hubiera supuesto el final definitivo de la predicación y de la obra realizada por Jesús durante su vida terrena. A la luz de la resurrección, en cambio, la muerte adquiere su significado pleno de revelación de amor de Dios a los hombres”.
Santo Tomás de Aquino, en la Suma Teológica, dedica número importante de páginas para exponer, a través de múltiples cuestiones, una exposición profunda de la implicación, pero, sobre todo, veracidad de la resurrección de Jesucristo. Su explicación de por qué esta ocurrió efectivamente al tercer día, es concluyente. Afirma el Angélico doctor que “fue preciso que hubiese un intermedio entre la muerte y la resurrección, pues si luego de muerto hubiera resucitado, pudiera parecer que la muerte no había sido verdadera… para hacer manifiesta la muerte de Cristo bastaba que su resurrección se difiriese hasta el tercer día, pues no ocurre que en un muerto aparente dejen de aparecer en este tiempo algunas señales de vida”. Adicionalmente, diserta sobre el número tres al exponer que este es el “número de toda realidad, puesto que tiene principio, medio y fin”.
Es obvio que el misterio de la resurrección ha tenido múltiples interpretaciones teológicas. Como es natural en ellos, los protestantes han acudido a toda suerte de maniobras para retorcer la realidad, planteando argumentos mentirosos que confunden a los creyentes.
En el siglo XVIII, el alemán Hermann Reimarus aseveró que los discípulos robaron el cadáver de Jesús y, a partir del sepulcro vacío, anunciaron falsamente la resurrección. Este teólogo fundamentó su hipótesis en el evangelio de Mateo, donde aparece la narración de los guardias que al encontrar el sepulcro vacío corrieron a contarle a los judíos ancianos quienes les entregaron una buena suma de dinero a cambio de que dijeran que los discípulos de Jesús “han venido en la noche y lo robaron mientras nosotros estábamos dormidos…Ellos aceptaron el dinero y actuaron según las instrucciones recibidas. Así se divulgó este rumor entre los judíos hasta el día de hoy” (Mt. 28, 110-ss).
En el siglo XX, Rudolf Bultmann, teólogo protestante que lideró la corriente de la denominada “desmitologización del cristianismo”, propuso que la resurrección de Cristo no es un hecho histórico sino un hecho que pertenece al ámbito de la fe.
La reflexión de este acontecimiento nos obliga a formular la pregunta y a buscar respuestas concluyentes, porque si Jesús no resucitó al tercer día como se lee en los evangelios y ha sido afirmado a lo largo de los siglos por la Iglesia, el cristianismo, además de perder su razón de ser, sería el más grande embuste de la historia de la humanidad.
La primera evidencia es el sepulcro vacío. En el evangelio de Mateo se narra que un ángel les dijo a “María y a la otra María”: “vosotras no tengáis miedo; ya sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí, porque ha resucitado como había dicho. Venid a ver el sitio donde estaba puesto”. (Mt. 28, 5-6).
Marcos adiciona una persona más: Salomé. Ella, junto a las Marías, “entrando en el sepulcro, vieron a un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca y se quedaron muy asustadas. Él les dice: no os asustéis; buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. Ha resucitado, no está aquí”. (Mc. 16, 5-6).
En el evangelio de Lucas, la narración se refiere a las mujeres que vinieron con Jesús desde Galilea. Ellas prepararon aromas para poner sobre el cuerpo inerte. Cuando llegaron a la tumba “…se encontraron con que la piedra había sido removida del sepulcro. Pero al entrar no encontraron el cuerpo del Señor Jesús”. Lucas no utiliza el término “ángeles” sino de “dos varones con vestidura refulgente” que anuncian a las visitantes que al que buscan “no está aquí, sino que ha resucitado”. (Lc. 24, 1-6).
El relato joánico refiere que la que se personó ante el sepulcro fue María Magdalena, quien al ver que aquel estaba vacío corrió a buscar a los Apóstoles Pedro y Juan. El primero ingresó a la tumba y “vio los lienzos plegados, y el sudario que había sido puesto en su cabeza, no plegado junto con los lienzos, sino aparte, todavía enrollado, en un sitio”. En este evangelio no se menciona a los ángeles, y trae una novedad respecto de los sinópticos: que quienes vieron el sepulcro vacío fueron dos de los Apóstoles de Jesús. (Jn. 20, 1-10).
El sepulcro vacío se constituiría en la primera prueba de la resurrección de Jesús. Es un acontecimiento narrado en los cuatro evangelios, libros que fueron escritos en diferentes momentos, idiomas y por distintas personas. El de Mateo, en griego, aunque algunos Padres de la Iglesia sostuvieron que fue escrito en arameo y sirocaldáico, es el más antiguo de todos. El de Marcos, que fue discípulo de Pedro, fue escrito en Roma y en idioma griego. Lucas, que no conoció a Jesús, y era médico, escribió su evangelio oyendo las narraciones de los Apóstoles -particularmente las de Pablo- y de la Virgen María.
Finalmente, Juan, el discípulo favorito, narra muchos acontecimientos que no aparecen en los sinópticos. Como fue el último en escribir el evangelio, algunos teólogos coinciden en que su relato llena vacíos fundamentales para la fe cristiana. Fue redactado en Éfeso, a finales del siglo I.
Una observación serena de los hechos nos permite concluir el lugar del entierro sin cuerpo no se constituye en una prueba apodíctica de la resurrección. Es un indicio con mucha fuerza que requiere de evidencias adicionales.
Al sepulcro vacío puede dársele una mirada “puente”. Esto es: la transición entre el muerto que fue puesto allí y el hombre que ha resucitado. Dicho de otra manera: a ese lugar entró el cadáver de Jesús y, al tercer día, regresó a la vida y salió de allí.
Durante los primeros, los Padres de la Iglesia se emplearon a fondo en la defensa de la resurrección. San Juan Crisóstomo, por ejemplo, afirmó que el sepulcro vacío es “una señal visible para los incrédulos”. Descartó la hipótesis del robo del cadáver de Jesús: “¿Cómo podían los discípulos haber robado el cuerpo si estaban llenos de temor y habían huido? El sudario y los lienzos son testigos mudos de que no hubo robo”.
Además de los evangelios, existen testimonios extrabíblicos que hacen referencia a la resurrección de Jesús. El texto más célebre es el Testimonium Flavianum del judío Flavio Josefo, escrito alrededor del año 92. Allí se lee que “…Cuando al ser denunciado por nuestros notables, Pilato lo condenó a la cruz, los que al principio le habían amado no dejaron de amarle, porque se les apareció al tercer día, viviendo de nuevo…”.
También están las narraciones de los evangelios apócrifos que, a pesar de no ser libros canónicos, algunos de ellos tienen un gran valor histórico como, por ejemplo, las narraciones de Felipe, María y Tomás.
¿Quién puede probar que Jesús salió vivo del sepulcro? La respuesta se encuentra en los evangelios. Mateo narra que María Magdalena y “la otra María”, después de ver el sepulcro vacío fueron a buscar a los discípulos para informarles lo que acababan de ver. “De pronto, Jesús les salió al encuentro y las saludó…Les dijo: No tengáis miedo; id a anunciar a mis hermanos que vayan a Galilea: allí me verán” (Mt.28, 7-10).
Las mujeres transmitieron la razón de Jesús. “Los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado…Y Jesús se acercó y les dijo: (…) Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…Y sabed que yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo”. (Mt. 28, 16-20).
La narración de Mateo certifica la existencia de trece testigos oculares: las dos marías más los once discípulos.
Un escéptico podría objetar que los testigos de la resurrección fueron todos seguidores de Jesús, y por tanto, no imparciales. Dirá también que todos ellos se pusieron de acuerdo para difundir el embuste.
Continuemos entonces en la búsqueda. La narración de san Marcos empieza por la aparición a María Magdalena, luego a dos de sus discípulos, “bajo distinta figura” (Mc. 16,12) y finalmente a todos los once a quienes les entrega la misión de predicar el evangelio por todo el mundo. (Mc. 16, 9-18).
Acá la única diferencia con Mateo, es que los testigos pasan de ser trece, a doce.
Veamos qué dice Lucas en el capítulo 24. En este evangelio, Jesús se apareció a dos de sus discípulos que iban caminando hacia la aldea de Emaús. Uno de ellos se llamaba Cleofás. En este punto hay una novedad, pues la aparición es a alguien que no hacía parte de los Doce Apóstoles -once, por cuenta del suicidio del Iscariote-. El aparecido les pregunta a los hombres de qué están hablando. Ellos le narran la crucifixión y muerte de Cristo. No se habían percatado que quien hablaba con ellos era Jesús. Atardecía y resolvieron montar un campamento para pasar la noche. Los dos hombres invitaron al forastero a entrar con ellos a la carpa. Estando allí, se dieron cuenta que el que les hablaba era el Señor. De inmediato Él despareció.
Los caminantes regresaron a Jerusalén para informarles a los Once Apóstoles lo que acababan de ver. En esas, “Jesús se puso en medio y les dijo: La paz esté con vosotros”. (Lc. 24, 36).
Pidió comida y les recalcó la misión de predicar en Su nombre la “conversión para el perdón de los pecados a todas las gentes…” (Lc. 24, 46).
Como puede advertirse, en los sinópticos, los testigos de la resurrección son fundamentalmente los mismos. Con algunas variaciones, se trata de personas del circulo íntimo de Jesús.
Resulta entonces esencial prestar atención a lo transmitido en el cuarto evangelio.
Según san Juan, es María Magdalena la primera persona que vio a Jesús resucitado. Se le apareció al pie del sepulcro. Ella, al principio, no lo reconoció. Pensó que quien le hablaba era el hortelano. Después de unos minutos ella cayó en la cuenta de que se trataba del Rabunni -maestro-.
Ese mismo día, pero al atardecer, Jesús se les aparece por primera vez a algunos de sus discípulos. En esa primera visita, se establece el sacramento de la reconciliación otorgándoles a los apóstoles el poder para perdonar, en Su nombre, a los pecadores: “A quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos”. (Jn. 20, 23).
Allí no estaba Tomás. Cuando le contaron lo que había ocurrido, el ausente se mostró escéptico. Dijo que para poder creer lo que le estaban narrando tendría que tocar a la persona, introducir su mano en las heridas causadas por los clavos, y en el costado abierto por la lanza del soldado romano. Una semana después Jesús reaparece. En ese momento sí estaban los Once. Invitó a Tomás diciéndole: “Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente”. (Jn. 20, 27).
Esa no fue la última aparición del Señor. Cuando estaban siete de sus discípulos pescando en el Tiberíades, se les acercó para pedirles algo de comer. La faena de mar no había sido provechosa. Le respondieron al que creían era un extranjero que no tenían algo para darle. Jesús les indicó que volvieran a echar la red a ver si lograban sacar algo. Las redes casi estallan. En ese momento es cuando Jesús ratifica a Pedro como el primado de su Iglesia, instruyéndolo para que apaciente y pastoree a sus ovejas. (Jn. 21, 1ss).
Pero es en la primera Carta a los corintios donde se narra que Jesús se apareció a más de 500 personas en un lugar que los historiadores han señalado como Galilea. Narra San Pablo que “después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, la mayoría de los cuales vive todavía y algunos ya han muerto… Y en último lugar, como a un abortivo, se me apareció también a mí” (1Co. 15, 6-8).
Efectivamente el de Pablo, antes Saulo, es uno de los testimonios más difundidos respecto de las apariciones de Jesús.
Narrada en los Hechos de los Apóstoles -capítulo 9-, esta aparición llamó la atención del más grande de los teólogos de los últimos años: Joseph Ratzinger, para muchos el “Santo Tomás de Aquino de los siglos XX y XXI”. En una de sus catequesis, se refirió a ese episodio fundamental para la fe de los cristianos que confirma que Cristo resucitado es activo en la historia de la humanidad. En palabras suyas, “Cristo se hace presente en la vida del creyente de manera tan real que lo transforma desde dentro. Esto se cumple paradigmáticamente en Pablo”.
Finalmente, la resurrección de Jesús trasciende el hecho histórico en el que los cristianos creemos. La nuestra no es una religión absurda, sino sustentada sobre bases reales. Cristo no se limitó a volver a la vida temporal, sino a la vida gloriosa que trasciende el tiempo y el espacio. San Juan Pablo II enseñó que “nadie fue testigo ocular de la resurrección. Ninguno pudo decir cómo había sucedido en su carácter físico. Y menos aún fue perceptible a los sentidos en su más íntima esencia de paso a la vida. Este es el valor metahistórico de la resurrección, que hay que considerar de modo especial si queremos percibir de algún modo el misterio de ese suceso histórico, pero también transhistórico”.
La fe de los cristianos no se debe limitar a creer ciegamente. Dios creó al hombre con capacidad de razonar, de pensar, de indagar y de buscar respuestas. El creyente puede, pero sobre todo tiene que buscar razones, no para creer, sino para fortalecer su creencia. San Anselmo de Canterbury lo sintetizó con su famosa expresión de fides quaerens intellectum: la fe que busca comprender.
El cerebro humano no ha podido ni podrá penetrar en los misterios de Dios. Puede, eso sí, acercarse a ellos respetuosamente para tratar de encontrar algunas respuestas que le sirvan para afianzar su fe en un Dios trino, Creador, que se hizo hombre, que por amor a sus criaturas y para la salvación de ellas libremente decidió someterse a la injusticia, a la humillación, a la tortura y a la muerte.
Con la resurrección, Dios ha dicho su palabra definitiva sobre el destino de los hombres. No la muerte, sino la vida. No la tribulación, sino la alegría. No el fracaso, sino la gloria. No la cruz solitaria, sino el abrazo eterno del resucitado.
La resurrección es la certeza de que Dios no abandona a los suyos en la oscuridad de la noche, sino que los está esperando con los brazos abiertos al otro lado.
@IrreverentesCol
Publicado: abril 20 de 2025