El juicio contra Álvaro Uribe tiene ecos de la degradación del sistema de justicia en Colombia, encarnada por jueces nefastos como Francisco Ricaurte, Gustavo Malo, Leonidas Bustos y otros.
La jueza 44 Penal del Circuito de Bogotá convirtió un proceso penal en un espectáculo de persecución política, caracterizado por actos y gestos de parcialidad, incompetencia y desprecio por el debido proceso, vulnerando los derechos del presidente Uribe y su defensa. Este evento se había convertido en un insulto al estado de derecho, hasta que la Corte Suprema de Justicia intervino para poner freno a la prevaricación. En su providencia, la Corte señaló errores garrafales de la jueza, si es que pueden llamarse «errores» a actos que parecen motivados por la mala fe:
– Que incurrió en defectos orgánicos y procedimentales absolutos.
– Que esos errores evidencian su arrogancia y desconocimiento de la ley.
– Que usurpó competencias al decidir sobre su propia recusación.
– Que dicha usurpación constituye un acto de prepotencia judicial que la convirtió en juez y parte, violando el artículo 60 de la Ley 906 de 2004, que ordena remitir tales incidentes a un juez homólogo.
– Que en lugar de acatar esa norma clara, recurrió indebidamente al Código General del Proceso, bajo el pretexto falaz de un vacío normativo que la Corte Suprema desmintió.
– Que esa distorsión jurídica no fue un error técnico, sino un intento deliberado de justificar su sesgo y mantener el control del proceso.
– Que su parcialidad se torna aún más escandalosa al rechazar la recusación tildándola de «maniobra dilatoria» (en palabras de la Corte), lo que prejuzgó las intenciones de la defensa y negó un derecho procesal legítimo, diseñado precisamente para garantizar la imparcialidad.
– Que cerró toda posibilidad de impugnación, bloqueando el acceso a la justicia del acusado y actuando con una impunidad que, según la Corte Suprema, constituye un abuso de poder.
Más allá de los yerros señalados por la Corte, los ciudadanos que han seguido la transmisión del juicio evidenciaron un trato diferencial: mientras al presidente Uribe lo llamaba con desdén «señor Uribe» o «señor sindicado», a sus acusadores —Iván Cepeda, Luis Eduardo Montealegre y Jorge Perdomo— los exaltaba con títulos como «doctor» o «senador», con una deferencia reverencial que delataba su alineación con los contradictores políticos del expresidente.
La jueza 44 permitió que el juicio se convirtiera en un feudo de matonería procesal, en el que las supuestas «víctimas» operaban con total impunidad y en compadrazgo con la fiscal: intercambiaban mensajes de texto en plena audiencia, se pasaban papelitos sospechosos, hacían señales a testigos, traficaban información privilegiada y, en un acto de burla absoluta, proyectaron material pornográfico. Lejos de imponer orden, la jueza y la fiscal optaron por la risa en algunos casos y por el silencio cómplice en otros, permitiendo que la sala se transformara en un circo mediático donde los aliados de los acusadores intimidaban a los testigos y manipulaban el proceso.
Ese no fue un caos accidental; era una estrategia calculada para garantizar un desenlace predeterminado, mientras cualquier intento de la defensa por hacer valer sus garantías era desestimado con desprecio. Ese proceso viciado no surgió en el vacío. Es un legado directo del daño infligido por el «cártel de la toga» al estado de derecho. Ese escándalo nos recuerda que magistrados de la Corte Suprema —hoy, gracias a Dios, condenados por prevaricación y asociación ilícita— convirtieron la justicia en un instrumento político al servicio de intereses ideológicos.
Durante el gobierno de Uribe, su política de Seguridad Democrática desató la furia de sectores que, bajo el disfraz de «víctimas», encontraron en jueces corruptos a aliados para perseguir a quienes desafiaban su narrativa. Animados por los mismos que hoy apoyan el petrosantismo, el «cártel» politizó la justicia, transformándola en un arma contra la Seguridad Democrática y la reforma del Estado.
El juicio contra Uribe es una herencia tóxica de magistrados amigos del senador amigo de las FARC, quienes interceptaron ilegalmente su teléfono y planificaron una vendetta con ropajes legales para obligarlo a renunciar al Senado, apartarlo de la dirección de su partido y descalificarlo como líder de la nación colombiana. Creían haber dejado preescrita una condena antes de las pruebas y esperaban que una jueza facilitara una revancha que trasciende lo judicial.
La Corte Suprema ha dejado claro que la conducta de la jueza violó la normativa penal y los principios fundamentales de la administración de justicia. Ojalá no solo la aparten del caso, sino que también enfrente consecuencias disciplinarias y penales por haber convertido su tribunal en un espacio de persecución y anarquía.