Dice el artículo 241 de la Constitución Política que a la Corte Constitucional se le confía la guarda de la integridad y la supremacía de la misma, «en los estrictos y precisos términos de este artículo».
Como es bien sabido, los magistrados, al igual que todo otro servidor público, al tomar posesión de sus cargos han debido jurar solemnemente obedecer y respetar el ordenamiento de la Constitución y las leyes, así como cumplir fielmente los deberes propios de los oficios que se les asignan. Han jurado, por consiguiente, guardar la integridad y la supremacía de la Constitución en los estrictos y precisos términos del mencionado artículo 241.
Si algún servidor público está comprometido, como lo dice Benda, a defender la justicia y la razón, es el juez y, más precisamente, el juez constitucional. Todo el ordenamiento de la institucionalidad de la república, todas las reglas que garantizan el buen funcionamiento de los poderes públicos, todos los derechos de los asociados, en fin, todo aquello que hace posible la convivencia civilizada en una sociedad compleja como la que vivimos, depende en muy buena medida de que el juez constitucional cumpla con su deber de identificar, interpretar y aplicar correctamente ese gran pacto social que constituye la Carta Fundamental del Estado.
Si bien es cierto que todo documento jurídico se presta a diversas interpretaciones, también lo es que las hay razonables, mediocres y abusivas. Las primeras cumplen a cabalidad con el cometido de defender los elevados valores de la justicia y la razón; las últimas, en cambio, los traicionan en aras de la arbitrariedad, que representa, ni más ni menos, la negación del derecho.
La sentencia de exequibilidad que ayer divulgó la Corte Constitucional acerca del Acto Legislativo No. 1 de 2016 es arbitraria en grado sumo. No solo interpreta amañadamente su artículo 5, que exige refrendación popular del «Acuerdo Final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera», sino que va claramente en contravía de la doctrina varias veces reiterada por la misma Corte acerca de la necesidad de distinguir entre los actos de sustitución y los de reforma de la Constitución, para efectos de examinar la competencia del Congreso en ejercicio de su poder constituyente derivado o secundario.
Según esa doctrina, el Congreso puede, mediante acto legislativo, reformar la Constitución, pero de ninguna manera está autorizado para sustituirla en todo o en parte. Así lo corroboró en sentencia C-053-16, del 10 de febrero del año en curso, en la que declaró la inexequibilidad de disposiciones del Acto Legislativo No. 2 de 2015 que a su juicio coartaban el principio básico de la autonomía judicial. (Vid. http://www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2016/C-053-16.htm).
Ahora le parece a la Corte que el otorgamiento de un cúmulo indeterminado y enorme de facultades extraordinarias al Presidente de la República, que de hecho lo convierten en dictador, y el extremo cercenamiento de los poderes de deliberación del Congreso, así como la sujeción del ordenamiento constitucional a un Acuerdo Final que altera prácticamente toda su estructura, constituyen mero ejercicio del poder de reforma de que goza el Congreso.
Y para mayor ultraje, desconoce la primacía de la democracia participativa sobre la meramente representativa que sustenta el origen mismo de la Constitución Política de 1991, ignorando, además, las formas de participación democrática que regulan en detalle la Constitución misma y las Leyes Estatutarias que la desarrollan, atreviéndose descaradamente a sustituirlas mediante un procedimiento ad-hoc espurio y difuso tendiente a suplantar la rotunda manifestación de la voluntad popular que se produjo el dos de octubre pasado.
Digo, pues, que esta Corte lo es de Milagros, pues ha obrado el prodigio de demoler de un plumazo la menguada y endeble institucionalidad con que hasta ayer contábamos. A partir del fallo que acaba de dictar, con el cual finiquita el avieso golpe de estado que Juan Manuel Santos ha urdido para someternos a la férula de las Farc y el Partido Comunista Clandestino (PC3) que la controla, Colombia ya no se regirá por un ordenamiento jurídico regular, sino que estará sometida al imperio de la arbitrariedad. Cualquier cosa podrá suceder entre nosotros a raíz de esta malhadada sucesión de atentados contra el derecho.
Es bien sabido que cuando los que mandan pierden el decoro, los llamados a obedecer pierden el respeto.Y así está sucediendo en nuestro país. Ya se escuchan voces que invitan al desconocimiento de las autoridades, a la desobediencia civil, a la resistencia, a la rebelión y, en suma, a la anarquía, pues nuestra Corte de los Milagros ha obrado el prodigio de desquiciar los principios de legitimidad,esos «genios invisibles» que según Guglielmo Ferrero hacen viable el gobierno de la comunidad política.
Vuelvo sobre lo dicho atrás acerca del juramento que violaron los magistrados de nuestra «Corte de los Milagros», para observar que de ese modo han incurrido en perjurio. El perjurio trasgrede el Segundo Mandamiento de la Ley de Dios, pero como ya no creen en nada trascendente, no les importa desafiarlo. Tampoco creen, por desgracia, en los imperativos del honor, la decencia, el decoro. Han perdido la vergüenza, como los astrosos personajes de Víctor Hugo o los esperpentos de Valle-Inclán.
Recabo en las palabras de Julien Benda para acusarlos, además, de alta traición a los valores superiores de la justicia y la razón. Con sobra de motivos, Dante arroja a los traidores al noveno círculo del Infierno, do mora el propio Lucifer. Culpables son de la destrucción de su patria.