Los impostores, por regla general, nunca terminan bien. Su tinglado, tarde o temprano acaba desplomándose como ocurrió recientemente con la supuesta ilustradora Geraldine Fernández quien falsificó una historia con la que tramó a muchísimas personas.
La mujer aseguró haber participado en la elaboración de las láminas de la película animada el niño y la garza, filme que resultó ganador del premio Globo de Oro.
La película, hecha y dirigida por un prestigioso animador japonés, se convirtió en un éxito mundial. La invención de Fernández parecía perfecta. Dijo que su nombre aparecía en los créditos de la película, algo aparentemente imposible de confirmar pues aquellos están escritos en alfabeto japonés.
En cuestión de días la impostora concedió entrevistas y su nombre empezó a figurar en reportajes y crónicas.
Algún acucioso se dio a la tarea de comprobar si la historia era cierta o no, y en poco tiempo se supo la verdad: todo lo que Geraldine Fernández había contado sólo existió en su atormentada imaginación.
Este caso es comparado con el del famoso embajador de la India que en los años 60 del siglo pasado tramó a los huilenses.
Geraldine Fernández no es la primera, ni será la última persona que fabrique un personaje ficticio alrededor suyo.
El episodio más estrambótico y vergonzoso se presentó hace menos de 10 años con Natalia Lizarazo García, alias Natalia Springer.
Durante un tiempo ella era alabada y respetada como una prestigiosa analista, profesora y consultora de origen austriaco, portadora de grandes títulos universitarios, y procedente de una atildada familia teutona colmada de títulos nobiliarios.
Deslumbrados con ella, los periodistas más importantes de Colombia lucharon por tenerla en sus respectivas nóminas. Roberto Pombo, exdirector de El Tiempo, la incluyó en su plantilla de columnistas.
La universidad Jorge Tadeo Lozano la nombró decana de la facultad de Derecho y muchas entidades públicas, del orden nacional y local, acudieron a sus servicios de consultoría. Hasta el polémico fiscal Eduardo Montealegre le llenó las alforjas, para que ella le diera rienda suelta a sus teorías fantasiosas que despertaron las sospechas y encendieron las alarmas.
La “Springer” decía que su educación corrió por cuenta de unas rigurosas institutrices alemanas que eran tuteladas por su abuelita imaginaria, una tal baronesa Von Schwarzemberg. Igualmente, esgrimió un número importante de diplomas de distintas universidades europeas que presentaba como especializaciones, maestrías y doctorados.
Todo era falso. El único vínculo de “Springer” con Europa fue haber nacido en un hospital de caridad de Bogotá ubicado al frente de la Plaza España. Sus padres, dos personas humildes y trabajadoras, con muchísimo esfuerzo lograron matricularla en el colegio distrital Silveria Espinosa de Rendón, ubicado a pocas cuadras de su casa en el popular barrio Kennedy al suroccidente de Bogotá.
Natalia era un estudiante aplicada que pudo conseguir una beca para estudiar psicología en la universidad de Los Andes. Allí adelantó, paralelamente, estudios de ciencia política. Cuando estaba culminando su carrera, conoció a un profesor austriaco que estaba de intercambio en Colombia. Ni corta ni perezosa enamoró al catedrático Alexander Paul Springer Krennmayr, y procedió a cambiar su nombre.
Ante la notaría 10 de Bogotá, la audaz muchachita surtió el trámite solicitando que se cambiara su nombre original Natalia María Lizarazo García, por el de “Natalia Springer”.
Para sustentar su petición, entregó una carta manuscrita en la que aseguró que el cambio de identidad debía adelantarse de manera expedita “dado que nuestra salida del país corresponde a una delicada situación de seguridad personal, le ruego me ayude a diligenciar este cambio tan rápidamente como sea posible a través de mi hermana Ana María Lizarazo García”.
Así empezó la construcción de una fábula con la que “Springer” engañó a quien le vino en gana. Sus diplomas correspondían a cursos de pocas horas, muchos de ellos en universidades de menor cuantía de Europa.
En vez de enorgullecerse de sus padres Juan Bautista y María Magnolia, inventó ser nieta la nieta de una noble anciana del sur de Austria.
Todo en ella, hasta el color de sus ojos, es falso. El personaje funcionó y se convirtió en el vehículo con el que la popularmente es conocida como La Tocarruncho, pudo apropiarse de varios cientos de millones de pesos del erario, a través de consultorías contratadas por medio de su ostentosa firma Springer Von Schwarzemberg Consulting Services, compañía de la que, por cierto, hacía parte Víctor Velásquez, hijo del actual ministro de Defensa de Colombia, el cuestionado Iván Velásquez Gómez.
Viéndolo con serenidad y ponderación, lo de Geraldine Fernández es, ante todo, un problema de salud mental que debe ser atendido por los profesionales correspondientes.
Y al compararlo con la farsa protagonizada por Natalia “Springer”, aquel -el de Fernández- es un caso absolutamente menor y benigno.
Publicado: enero 18 de 2024