Los Estados con democracias sólidas se toman muy en serio la política exterior. Si en algo ha sido eficaz Israel es, precisamente, en el establecimiento de un servicio diplomático enfocado en la defensa de sus intereses.
En los años posteriores a su fundación, en 1948, una de las prioridades fue la de ubicar a los cabecillas nazis que se escondieron en otros países, muchos de ellos en Latinoamérica, particularmente en Argentina, Chile, Paraguay y Bolivia. Fue célebre la captura del genocida Adolf Eichmann en mayo de 1960 en Buenos Aires y su traslado a Israel, donde fue juzgado y condenado a muerte, proceso que fue inmortalizado por la politóloga e historiadora Hannah Arendt en su célebre obra ‘Eichamann en Jerusalén’.
Bajo la premisa de que nunca más volverá a ocurrir un holocausto, el gobierno israelí tiene como norma de conducta la confrontación armada a quienes perpetren acciones contra el pueblo judío.
1972, en plenos Juegos Olímpicos de Múnich, un comando del grupo terrorista que lideraba Yasser Arafat asesinó a once deportistas israelíes. La acción, además de brutal, tenía un componente de propaganda demoledor. En el país en el que tres décadas antes se había puesto en marcha el asesinato de millones de judíos, se perpetró la masacre que hirió el honor del Estado israelí.
La reacción, cuestionable o no, fue implacable y dejó sentado un claro precedente: todos los miembros de la célula criminal fueron identificados y dados de baja por miembros del Mossad, servicio secreto de Israel. Aquella se conoció como la ‘Operación Cólera de Dios’.
Israel, como cualquier Estado, tiene el derecho legítimo de responder a las agresiones que reciba, ya sea de otro país o de un grupo terrorista que opere en distintos lugares.
Colombia lo hizo en su momento, cuando bombardeó el campamento del terrorista ‘Raúl Reyes’ ubicado en las selvas ecuatorianas. El entonces régimen de Rafael Correa era cómplice de las Farc. No solo les daba cobijo a los jefes narcoguerrilleros, sino que permitía que desde su territorio se planificaran acciones terroristas contra el pueblo colombiano.
Desde que ocurrió la brutal masacre de más de mil ciudadanos -no todos son israelíes ni judíos- a manos del peligroso grupo terrorista Hamas, el presidente de Colombia Gustavo Petro ha observado una actitud desafiante, soberbia y alevosa.
No solo ha evitado condenar sin ambages a los responsables de esa acción que cobró la vida de una ciudadana colombiana, sino que se ha encargado de servir de portavoz de los intereses de quienes propugnan, patrocinan y estimulan el asesinato de judíos.
Con vergüenza absoluta, los colombianos tienen que vivir con el deshonor de que su primer mandatario sea, hoy por hoy, el vocero de los intereses del terrorismo internacional.
Él lo hace movido por una convicción fundamentalista, carente de elementos sensatos de juicio y contradiciendo la tradición de la política exterior colombiana.
Está bien que Petro haga un llamado para que la reacción legítima de Israel no afecte a la población civil que habita en la franja de Gaza, clamor que comparten todos los gobernantes del mundo, pero aquello no lo habilita para que desate una catarata de improperios y mensajes antisemitas que alimentan el odio y envalentonan a los terroristas.
Hizo bien el gobierno de Israel al llamarle la atención a la embajadora de Colombia en ese país, la señora Margarita Manjares -quien, por cierto, es una funcionaria de carrera diplomática reconocida por sus posiciones de extrema izquierda-, a la vez que anunció la suspensión inmediata de la exportación a Colombia de elementos de tecnología para sistemas de seguridad.
En palabras del ministerio de Relaciones Exteriores israelí, se “convocó a la embajadora de Colombia en Israel para una conversación de reprimenda, tras las declaraciones hostiles y antisemitas del presidente de Colombia, Gustavo Petro, contra el Estado de Israel, durante la última semana… Israel condena las declaraciones del presidente que reflejan un apoyo a las atrocidades cometidas por los terroristas de Hamas, avivan el antisemitismo, afectan a los representantes del Estado de Israel y amenazan la paz de la comunidad judía en Colombia”.
Petro no se representa a si mismo, ni a sus veleidades proterroristas. Su voz, desafortunadamente, fija la posición de un país en el que viven 50 millones de personas, y la inmensa mayoría de ellas no están de acuerdo con su defensa al terrorismo. Todo lo contrario: los colombianos han sufrido durante décadas el rigor de la violencia, razón por la que mayoritariamente se declaran en contra de cualquier posición favorable a los criminales. Prueba de ello es el resultado de la votación del famoso plebiscito de 2016, donde más de la mitad de la ciudadanía se opuso a la impunidad pactada entre Santos y las FARC.
En vez de reflexionar y enmendar su error, Petro, cual camorrero, respondió con vileza exigiendo “respeto” cuando él se ha burlado del dolor pueblo judío.
Seguramente habrá más consecuencias y los grandes perdedores serán los colombianos que, además de la ignominia, tendrán que cargar con el peso de las sanciones que seguramente le serán impuestas al país.
No es descabellado advertir que esta crisis puede desembocar en una ruptura de relaciones con Israel, un país importante y con gran respaldo de las grandes democracias globales, tesis que toma fuerza por cuenta de las desafortunadas declaraciones del narcocanciller Álvaro Leyva al decir que el embajador de Israel en Colombia, el señor Gali Dagan, debe pedir excusas e irse de Colombia. Eso, en términos diplomáticos, debe entenderse como una expulsión, medida que, claramente, será respondida de manera recíproca con el retiro de la embajadora de Colombia en Tel Aviv.
Publicado: octubre 17 de 2023