Se cumple el primer aniversario del gobierno socialcomunista de Gustavo Petro.
Muchos advirtieron lo que sucedería y, como si fueran clarividentes, acertaron. Nada, absolutamente nada del caos que padece Colombia bajo el gobierno actual era impredecible.
Ministros de corto tiempo. Carteras tan importantes para el desarrollo nacional como la de Educación, tuvo al acomodado Alejandro Gaviria durante escasos seis meses y 20 días.
Petro, autoritario y enemigo del disenso, lo sacó a patadas cuando supo que él, Gaviria, era uno de los principales críticos de la brutal reforma a la salud que preparaba Carolina Corcho, quien también fue sacada del Ejecutivo antes del primer aniversario.
Con excepción de Justicia, Relaciones Exteriores, Ambiente, Comercio, Trabajo, Vivienda e Igualdad -cartera fabricada para ponerle oficio a la ventajosa vicepresidenta-, todos los ministerios tuvieron cambios en estos primeros 12 meses.
¿Corrupción? Que nadie se declare sorprendido. Antes de que empezara la campaña el país conoció el video de Petro, cual vulgar hampón, olfateando, besando y empacando fajos de billetes en una bolsa plástica. Las imágenes, que en cualquier país medianamente decente habrían sido suficientes para llevar a ese cuatrero a prisión, no solo no liquidaron sus aspiraciones políticas, sino que se convirtieron en vitamina para que millones de enajenados mentales, personas carentes de moralidad, se volcaran a las urnas a votar por el hoy presidente de Colombia.
Petro sembró el odio en los cuatro puntos cardinales del país que hoy gobierna. Se valió de la rabia y la frustración de una parte de la sociedad para estimular el odio de clases. Se mostró como el redentor, como el ‘mesías’ que pondría punto final a las iniquidades.
Puros discursos. Ahora, como un mamarracho comparece luciendo sombrerazos como los que utilizaba el prisionero peruano Pedro Castillo. También le ha dado por sostener un lápiz de madera en su mano derecha. Simbologías baratas que excitan a los despistados y a los alevosos amantes del caos, pero que no redundan en soluciones a los problemas, ni mucho menos en proyectos concretos de gobierno.
Han sido 365 días de discursos veintejulieros, de anuncios demagógicos, de advertencias y amenazas a quienes se atreven a cuestionar al “todopoderoso”, de invasiones abusivas a los terrenos del poder judicial, de confrontación asquerosa con los medios de comunicación -que son pocos- que no le temen a su poder y que denuncian los dislates de su administración.
Un año desgraciado para la mitad de un país que votó en contra del régimen y que, hay que decirlo, se encuentra abandonado en términos de liderazgo. Petro no tiene opositor. El doctor Uribe, reblandecido por la senectud y acoquinado por cuenta de unos inmerecidos líos judiciales, dejó tirado en medio de la penumbra a un sector de la sociedad que disciplinadamente lo ha acompañado durante las últimas dos décadas. Muy distinto es el Uribe de hoy, del implacable Uribe fustigador de Santos.
Tan desastrosa ha sido la administración petrista que, a pesar de la inexistencia de una oposición seria, palpable y estructurada, los niveles de aceptación son cada vez más bajos. Al ritmo que va, el gobernante colombiano culminará el año peleando con Maduro el podio de la impopularidad en la región.
Por cuenta de la corrección política, la gran prensa no se atreve a decir en voz alta lo que todos comentan en privado: las dificultades de Petro con alcohol y otras sustancias. Aquello es lo que en apariencia le impide ejercer con solvencia el gobierno. Se desaparece, incumple sus compromisos, desatiende las reuniones agendadas, no llega a las conferencias, retrasa, como sucedió hace poco en Francia, su regreso al país. Para el jefe de Estado, primero está su afición a la bebida, y después sus obligaciones oficiales.
Designó a personas indoctas e incompetentes en los más altos cargos del Estado, llevando al país hacia una ‘ineptocracia’. Abundan los ejemplos, pero el más claro fue el de la cuestionada y corrupta exministra de Minas, la filósofa experta en geopolítica Irene Vélez.
Para lograr la victoria, se apoyó en los representantes más asquerosos de la politiquería colombiana, empezando por el delincuente nato Armando Benedetti, un peligroso campeón de la corrupción.
Con ocasión de la captura de su primogénito y de las primeras revelaciones de los detalles de la delación que él hará de la manera como el hampa fue fundamental para el éxito de la campaña petrista, queda probada la amoralidad del presidente colombiano. De nuevo: el que se declare sorprendido merece el peor de los castigos, ya sea por ingenuidad o por complicidad.
Conscientemente, la mayoría ciudadana le entregó el control de la República a un forajido que empezó como integrante de una de las más peligrosas bandas terroristas del hemisferio occidental. Ninguna decencia o transparencia puede esperarse de un tipo que se “formó” en una estructura que quemó vivas a más de cien personas que estaban en el Palacio de Justicia, o que hizo del secuestro una práctica común, por citar solo dos de los muchos actos de ferocidad y barbarie protagonizados por el M-19.
A pesar de las pruebas que incriminan a Petro, muchas de ellas proveídas por su propio hijo, abundan los majaderos que dejan el alma explicando lo injustificable. Normalmente la falta de cerebro coincide con la falta de moral.
No son pocas las voces que reclaman la renuncia de Petro. Es legítimo que lo hagan. Colombia no merece 3 años más con un rufián al frente del gobierno. La dificultad se presenta al recordar el mandato constitucional que indica que las faltas temporales o absolutas del presidente, deben ser suplidas por el vicepresidente.
Ante la posibilidad de Francia Márquez como primera mandataria, hay que echar mano de la exclamación británica que demanda “larga vida al rey”, en este caso al “reyezuelo” Petro.
A los colombianos los esperan más de mil días de crisis permanente. Lo de la financiación ilegal de la campaña, que es una réplica del caso de Samper, hasta ahora comienza.
Pero no puede soslayarse que la institución presidencial en Colombia está institucionalmente blindada. Puede que Ricardo Roa, gerente de la campaña y hoy presidente de Ecopetrol, termine enredado, pero al presidente no le sucederá nada. Sería verdaderamente sorprendente que el proceso en el Congreso, que empieza en la comisión de acusaciones y termina en el Senado, desemboque en una declaración de indignidad del jefe de Estado.
Lo de la renuncia es improbable. La última vez que un presidente dimitió fue en 1945, cuando los señalamientos de corrupción de su hijo -bella coincidencia con lo que hoy acontece- llevaron a que Alfonso López Pumarejo se apartara un año antes de terminar su gobierno.
Fortaleza, espíritu de lucha, y tener presente que cuando flaquea la valentía, tiembla la libertad.
Durante estos tres años que faltan de la pesadilla socialcomunista, en el entendido de que Petro no se eternice en el poder, los colombianos deberán hacer suya la principal enseñanza del gran Edmundo Dantés, el Conde de Montecristo: confiar y esperar.
Publicado: agosto 8 de 2023
Excelente columna,de las mejores, ojalá la lea toda Colombia… me duele mi país!!!