Por una feliz iniciativa de su sobrino José María Bravo Betancur y bajo los auspicios de la Academia Antioqueña de Historia, ICPA, la Gobernación de Antioquia y Unidos, está en circulación un precioso libro compuesto por aquél, que lleva por título «Apuntes para una biografía de Cayetano Betancur Campuzano, filósofo, maestro, académico».
La Academia tuvo a bien honrarme, desde luego que muy inmerecidamente, con el encargo de hacer su presentación, tarea que cumplí ayer de modo virtual, como corresponde a las circunstancias que estamos viviendo hoy en día.
Con el profesor Cayetano Betancur tuve una relación episódica, mas para mí inolvidable, a raíz de un encuentro profesional en el que poco hablamos del asunto que yo tenía entre manos, pues él aprovechó la oportunidad, con la gentileza que lo caracterizaba, para darme una breve lección sobre Hegel.
La sede de la Academia ubica en la casa que habitó en sus últimos años acá en Medellín el profesor Luis López de Mesa, que fue quien, siendo Canciller del gobierno de Eduardo Santos, hizo que Betancur migrara a Bogotá para servirle como asesor. Ya él gozaba de un amplio reconocimiento por su sapiencia, no obstante su juventud.
Hube de recordar que fue uno de los firmantes del acta de fundación de la Universidad Católica Bolivariana, hoy Pontificia, el dos de junio de 1936 en la sacristía del templo de La Candelaria, cuyo párroco era en ese momento el padre Germán Montoya. En ese mismo año, Betancur se graduó con honores con una tesis sobre Filosofía del Derecho que reeditó, con algunas adiciones, en 1959. Regentaba en ese momento dicha cátedra en la Universidad de Antioquia y pasó a servirla en la Bolivariana a partir de su fundación.
Por esas calendas, años de 1935 y 1936, protagonizó un sonado debate filosófico con mi padre en las páginas de la revista de la Universidad de Antioquia. Ambos eran muy jóvenes, pues Betancur había nacido en Copacabana en 1910 y mi padre vio la luz primera en Rionegro en 1912, pero ya se los tenía en muy buena estimación por sus acendrados méritos intelectuales. Pude rescatar en Scribd las publicaciones de ese debate, que dan fe de la altura con que se lo llevó a cabo, no obstante la distancia que había entre el pensamiento conservador de Betancur y el liberal de mi padre. Eran tiempos en los que todavía se disputaba con las ideas, no como los que corren ahora, en los que la controversia política se centra en los puestos, los contratos, el agravio personal y el engaño al electorado.
Cayetano Betancur era ante todo un pensador. Las urgencias vitales lo llevaron a ejercer muy decorosamente la profesión de abogado, pero lo suyo era el trato con las ideas, que exige una rigurosa disciplina para conocerlas, asimilarlas, someterlas a la prueba ácida del examen racional, ponerlas por escrito, enseñarlas, difundirlas, etc. El intelectual, en el sentido estricto del término, es una rara avis que aplica sus energías a la búsqueda de la verdad. Hay muchos se jactan de serlo, pero en realidad son diletantes, charlatanes y a menudo logreros que aprovechan el prestigio que da esa categoría para medrar en la burocracia y el mercado de los honores. No fue ese el caso de Betancur, que vivió muy sencillamente y sólo aceptó posiciones universitarias en las que se sintiera realmente útil, como en efecto lo fue y con lujo de competencia.
En los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado había pocos filósofos profesionales en Colombia. Los que se destacaban en ese campo eran en su gran mayoría autodidactas, algunos de ellos muy esforzados, como fue el caso de Betancur, que aprendió alemán para estudiar en su lengua original a los filósofos más destacados del mundo teutónico. Se acercó a ellos a través de Ortega y Gasset, cuya obra asimiló a fondo, y los dio a conocer en nuestro ambiente académico. En sus lecciones universitarias, sus conferencias y sus escritos se supo por estos pagos de Dilthey, Husserl, Scheler, Hartmann, Heidegger, Kelsen y tantos otros más que dieron lustre al pensamiento alemán en las primeras décadas del siglo pasado. Muchos consideraban a Betancur como el filósofo más lúcido y brillante que había entre nosotros por esos años.
No obstante su apertura a distintas escuelas de pensamiento, se mantuvo siempre firme en su adhesión a la fe católica, iluminada por la tradición aristotélico-tomista. Como Paul Landsberg, uno de los siete filósofos judíos que encontraron a Cristo, según un precioso libro con ese título de John M. Oesterreicher que conservo como un tesoro invaluable en lo que resta de la que otrora fue mi copiosa y selecta biblioteca, Betancur sostenía que el filósofo que cree en la Revelación no tiene el orgullo de poseer la filosofía, sino la humildad de necesitarla. Así lo consigna como epígrafe de la segunda edición de su «Ensayo de una Filosofía del Derecho» (Temis, Bogotá, 1959).
No entraré en el debate acerca de en qué sentido es posible hablar de una filosofía católica, así como de si cabe filosofar desde la fe, habida consideración del cerril prejuicio antirreligioso que a muchos ciega hoy por hoy. Pero es lo cierto que en el pensamiento católico obra una egregia tradición que se propone conciliar la racionalidad con la fe.
Ignoro si Betancur conoció ese precioso texto de Jean Guitton titulado «Lo Absurdo y el Misterio«, en el que ese distinguido pensador francés nos enseña que la racionalidad ha de moverse entre esos dos extremos. Hay asuntos, en efecto, en los que el solo ejercicio de nuestras facultades racionales y la captación de los datos que nos suministran los sentidos no es suficiente para orientarnos en la exploración de la realidad, por lo que necesitamos del auxilio que nos ofrece la fe en la Revelación. Menciono a este respecto la valiosísima enseñanza de Claude Tresmontant, profesor ilustre si los ha habido en Francia, que a partir de su contundente argumentación en «Cómo se plantea hoy el problema de la existencia de Dios» llega a la conclusión de que, habiendo creado Dios al ser humano, es del todo razonable que lo ilumine con su Revelación (vid. «El Problema de la Revelación«).
La labor filosófica de Betancur se desarrolló principalmente en la cátedra. Dejó algunas publicaciones muy meritorias, la principal de ellas, la ya citada sobre Filosofía del Derecho, que merece reeditarse para aportar luz sobre un campo en el que hoy prevalece la desorientación. No en vano su nombre aparece citado por iusfilósofos de la talla de Del Vecchio y Recaséns Siches. Su ensayo de madurez, «La Idea de Justicia y la Teoría Imperativista del Derecho», que puede consultarse en Dialnet, somete a dura prueba los dogmas kelsenianos, mostrando que al tenor de ellos la validez del ordenamiento jurídico termina apoyándose en un dato fáctico, la eficacia, y demoliendo la falsa dicotomía que campea en los estudios de introducción al Derecho, acerca de la insalvable fisura lógica del Ser y el Deber Ser. ¡Lo que otros hemos sostenido acerca de la inescindible relación entre esos dos órdenes, con base en los postulados aristotélicos, Betancur lo corrobora invocando nada menos que la autoridad intelectual de Heidegger!
Siguiendo una augusta tradición, Betancur enseña que el núcleo del Derecho está en lo justo, y que la justicia es ante todo un valor moral, por lo que no es posible desligar radicalmente lo jurídico de lo ético, así haya entre ambos órdenes diferentes cometidos.
Su crítica a Kelsen por el declarado agnosticismo axiológico que abiertamente profesa en sus obras es certera. Kelsen, al igual que los doctrinantes y científicos que proclaman que todo pronunciamiento sobre el valor es subjetivo y arbitrario, tienen que reconocer por lo menos un valor: el de la verdad. De lo contrario, su esfuerzo sería baldío. En efecto, tendrían que confesar que sus denodadas empresas intelectuales reposan sobre mentiras, engaños, fraudes, sofismas, etc. En Kelsen mismo se pone de manifiesto otro valor, la seguridad. Su teoría se encamina a que el pensamiento jurídico sea riguroso, de suerte que los doctrinantes y operadores nos ofrezcan conclusiones previsibles y, en el fondo, razonables. La anarquía que hoy padecemos respecto de valoraciones e interpretaciones de la normatividad, por obra del relativismo imperante, conspiran contra la racionalidad del ordenamiento jurídico, vale decir, lo hacen arbitrario.
Betancur ganó en 1955 el premio nacional de ensayo con su «Sociología de la Autenticidad y la Simulación», texto en que hace gala de su cabal conocimiento de la Filosofía de la Historia y de la Cultura, así como de la Sociología, de los pensadores alemanes de fines del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. En efecto, su planeamiento arranca de la distinción que plantea Spengler entre la cultura y la civilización, siendo la primera creación espontánea de pueblos emergentes, mientras que la segunda es obra de los decadentes. La cultura es manifestación vital, en tanto que la civilización tiende a esclerosarse, a fosilizarse. Adoba su estudio con finas observaciones sobre la psicología del antioqueño y la de los naturales del altiplano cundiboyacense.
En un escrito sobre la universidad, destaca como misión primordial suya la formación de caracteres, asunto que hoy se presta a múltiples cogitaciones. ¿Qué tipo de profesional estamos formando, en efecto?
Pienso que este libro de mi apreciado amigo José María Bravo Betancur merece llegar sobre todo a los jóvenes, que necesitan buenos ejemplos y sanas enseñanzas que los estimulen en el proceloso tránsito por la vida. Recuerdo a propósito de ello una observación de Raymond Aron: la juventud necesita tener a quienes admirar. Pues bien, la vida y la obra de Cayetano Betancur son admirables, ejemplares.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: febrero 16 de 2021
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