Como nunca antes los habitantes del departamento de Nariño afrontan las nefastas y tétricas consecuencias del conflicto armado interno que vive el País y también del llamado posconflicto que se inventaron con las Farc-Ep.
Atrás, muy atrás, han quedado aquellos años en que esta parte de la Patria se consideraba y se mostraba como una especie de oasis para la convivencia armónica; pero sin que existiera paz con justicia social y equidad.
Quienes sobreviven en zonas que han sido señaladas y marcadas dentro del mapa colombiano con color rojo, han aprendido, con una inmensa tristeza, a imaginar día tras día la muerte para evitarla como una lección que no se puede olvidar.
Hoy ya no es un secreto saber que a lo largo y ancho de todo el territorio nariñense la violencia está presente en sus múltiples manifestaciones, debido a la presencia de una variedad de organizaciones delincuenciales, cuyos nombres específicos no tienen importancia.
La violencia reina y acecha por todas partes, se encuentra a la vuelta de la esquina y el único aliado es uno mismo. Frente a esta caótica situación, me grita mi antepasado, mi abuelo, mi padre: ¡hijo, tienes que sobrevivir!
Parafraseando al escritor francés Jean Paul Sartre, estamos condenados a la violencia; se ha convertido en el acto cotidiano, en la negra luz que nos alumbra. No obstante, las buenas intenciones y los esfuerzos del gobierno de Iván Duque para dizque contrarrestarla, ella se refleja en las miradas fantasmales y sin horizonte alguno de la inmensa mayoría de gente que la lleva a cuestas.
Un ejemplo patético de todo ello son las personas desplazadas de todos los matices que han tenido que salir corriendo de sus tierras o de sus sitios de trabajo con lo único que llevan puesto y con la esperanza de no dejarse atrapar en cualquier parte de los macabros tentáculos de una guerra sin nombre.
Pues, aquí como en otras partes de Colombia ya no se puede determinar con suma claridad y certeza de dónde provienen las amenazas de muerte y lo que es peor las balas asesinas. Estamos en un punto en que al mejor estilo de Poncio Pilatos todos los actores se lavan las manos.
Contrariamente a lo que se creía y se pensaba desde las altas esferas del poder colombiano, el desplazamiento en Nariño continúa creciendo como una flor silvestre, sin que se vislumbren a corto plazo unas soluciones que permitan por lo menos controlarlo.
Actualmente, según las cifras dadas a conocer por la Unidad Nacional de Víctimas, en Nariño se tiene un registro de más de 160 mil personas que han sido declaradas como desplazadas.
Sin embargo, dada la dimensión que ha alcanzado el conflicto en el departamento los datos pueden ser superiores, en razón a que existen personas que no se llegan a censar por múltiples circunstancias, pero que al igual que los campesinos, indígenas y afrodescendientes también son víctimas de la violencia y llegan a convertirse en desplazados.
Y esas personas son quienes, en su condición de funcionarios judiciales, profesores, médicos, etc., y hasta los que ostentan investiduras religiosas se han visto en la necesidad de cumplir perentoriamente la “orden” de salida del sitio en donde trabajan.
¡Qué horror!
Publicado: noviembre 18 de 2020
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