Las sesudas observaciones que hace Pedro Aja Castaño en reciente escrito ¿Se desarrolla la personalidad libre o responsablemente? no deben caer en el vacío.
Desafortunadamente, una tradición filosófica que se nutre del nominalismo medieval considera al individuo como la realidad radical y a partir del mismo va cimentando toda su idea del mundo, sobre todo el social, el moral, el político y el jurídico.
Según sus dogmas, la sociedad es una mera colección de individuos que podrían subsistir aislados unos de los otros y sin conexiones entre ellos, al igual que las mónadas leibnizianas, pero por consideraciones utilitarias deciden asociarse, creando nexos contractuales que explican en razón de la voluntad de cada uno la obligación de ajustarse a unos términos de convivencia armónica. En consecuencia, el individuo precede a la sociedad y esta se explica en función de las necesidades, los apetitos o las aspiraciones de aquel.
Como lo señala Alain Renaut en «La Era del Individuo», este se autoconstituye y, por consiguiente, se desarrolla de modo autónomo, esto es, dándose sus propias reglas o admitiendo por su propia voluntad las que encuentra en su entorno. Pero este punto de vista, todo lo difundido que se halla y todo lo influyente que ha sido en los últimos siglos, carece de entronque en la realidad, que es muchísimo más compleja.
En rigor, coexistimos con nuestros semejantes y esa coexistencia genera, como lo puso de manifiesto Marx, pero también lo consideraban los antiguos, nexos necesarios dentro de los cuales se despliega nuestra vida.
Esos nexos implican presiones, influencias, condicionamientos, etc. que no proceden de nuestras voluntades individuales, sino de los entornos colectivos. De ahí fluye lo que en mis cursos universitarios he denominado «el universo de las normatividades», que son muy variadas en cuanto a su origen, su naturaleza y su modus operandi, y a las cuales bien podemos sujetarnos de grado o por fuerza, como también podemos resistirlas y esforzarnos en modificarlas. Pero sea lo uno lo otro, los modelos de nuestra edificación personal y nuestro obrar no suelen brotar de nuestro magín, sino que los encontramos en el mundo que nos rodea.
Esos modelos pueden ser constructivos o destructivos, o bien ser lo uno y lo otro en distintos grados. Ninguno garantiza la felicidad que ciertos filósofos morales consideran que es el derecho fundamental de cada ser humano, pero los hay que ciertamente garantizan el resultado de la infelicidad, como sucede con las adicciones, que suelen comenzar como manifestaciones de trasgresión y libertad, para convertirse después en infiernos esclavizantes.
Toda sociedad tiende a imponer modelos que faciliten el orden en las relaciones de los individuos entre sí y con las autoridades establecidas. Hay cierta tendencia a que ese orden asuma contornos totalitarios o fuertemente autoritarios, y así ha sucedido en las sociedades tradicionales. Pero en los tiempos modernos los individuos han reivindicado espacios crecientes de autonomía y libertad, lo cual no es de suyo censurable, sino todo lo contrario. Pero ello suscita la cuestión inevitable de decidir cómo conciliar el orden que requiere la sociedad para mantenerse y la libertad que reclaman los individuos para tomar sus propias decisiones.
No hay fórmula matemática para resolver este problema. Es asunto de ponderaciones que deben hacerse al tenor de ideas de justicia. Y esta no es lo simple que cierta gente cree, sino que entraña aspectos de gran complejidad.
Para dilucidar estas cuestiones resulta interesante evocar un diálogo entre Eugenio Trías y Rafael Argullol, en el que el primero de ellos vincula muy sabiamente la idea de libertad con la de responsabilidad. Dice que en el fondo la libertad consiste en responder a las distintas circunstancias que se presentan en la vida. Esas respuestas pueden ser de muchas clases, unas mejores que otras, y nos toca esmerarnos en las primeras, pues en esas decisiones nos va la vida misma. No hay tal, pues, que todas ellas ostenten el mismo valor, dado que unas entrañan creación, mientras que otras acarrean destrucción.
Yendo más al fondo de las cosas y desde una perspectiva teológica, Claude Tresmontant observa que la libertad humana es una participación que Dios permite a su criatura en la creación de un universo inacabado y en evolución (vid. Tresmontant, Claude, «L’Enseignement de Ieschoua de Nazareth», Éditions du Seuil, 1970). Volvemos a lo mismo: somos libres para perfeccionarnos, para mejorar, para dar vida y no para destruirla ni degradarla.
La libertad no es independiente, entonces, de la moralidad. Es algo que en los orígenes de la Filosofía Política moderna queda bien establecido. Por ejemplo, Hobbes considera que la libertad en el estado de naturaleza, que consiste en hacer lo que nos venga en gana, conduce a la anarquía y al dominio del más fuerte, a la ley de la selva bajo cuyo imperio la vida se torna «solitaria, miserable, asquerosa, brutal y breve». Por consiguiente, hay que superar ese estado de naturaleza haciendo tránsito a la sociedad civil que garantice una mejor vida bajo la autoridad soberana del Estado. A Hobbes se le ha criticado el totalitarismo que va implícito en su Leviatán, por lo que pensadores posteriores, como Locke y Rousseau, se han esmerado en imponerle límites, pero sin desconocer que es necesario en todo caso imponerlos también a las libertades individuales. Recordemos que el ideal de Rousseau era transformar al individuo en ciudadano puesto al servicio de la voluntad general concretada en la ley. Ese buen ciudadano sería el hombre virtuoso por antonomasia.
A la luz de lo que precede, cabe preguntar si otorgarles a los consumidores de alcohol y de drogas los espacios públicos contribuye a consolidar la virtud ciudadana o más bien lo que hace es envilecerla.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: junio 27 de 2019