“Hacía siglos que el cristianismo no estaba tan perseguido como hoy. Desde la época de las catacumbas no había un intento masivo, organizado e impune de acabar con comunidades cristianas enteras”, afirma Pilar Rahola en su libro «S.O.S. Cristianos» que ha comentado hace poco «Religión en Libertad».
Esa persecución es de doble faz. La hay abierta, despiadada, crudelísima en el Medio Oriente, en África, en Asia, principalmente ejercida por musulmanes fundamentalistas y fanáticos. Pero hay otra más discreta e incluso soterrada, que procede especialmente de los libertarios que en los países occidentales pretenden imponer a como dé lugar la revolución sexual, de la que tratan, entre otros, el libro de Nicolás Márquez y Agustín Laje.
Esta persecución ya había sido denunciada desde hace varios años por Janeth Folger en «The Criminalization of Christianity», que también he mencionado acá en otras ocasiones.
Gabriele Kuby pone el dedo en la llaga cuando afirma que la revolución sexual global conlleva la destrucción de la libertad en nombre de la libertad misma.
En efecto, a partir de ideas nobles como la garantía de la dignidad humana y la promoción de la igualdad, se propone eliminar todo el ordenamiento moral y jurídico de la vida sexual instaurado por la civilización y específicamente la occidental que surgió del cristianismo.
Reitero que este se impuso en virtud de una verdadera revolución moral llamada a corregir la profunda depravación en que estaba sumida la civilización greco-romana.
A esos abismos de degradación podría llegar nuestra agonizante civilización al dar rienda suelta al apetito sexual, ese «amo cruel y avasallador» que dijo algún clásico de la Antigüedad.
Haciendo melifluas referencias a la dignidad y la igualdad, el Decreto 410 del año en curso avanza en el propósito de instaurar la ideología de género en nuestro país.
Es un comienzo. Se empieza con dispositivos convencionales que van abriendo el camino para la adopción de otros de carácter coercitivo, tal como ha sucedido con el aborto. Al principio se dijo que el fallo de la Corte que lo despenalizó en tres hipótesis que parecían justificar esa decisión no implicaba consagrarlo como derecho fundamental de la mujer. Poco después esas hipótesis se ensancharon de tal manera que ya el aborto podría practicarse con base en la sola afirmación de la mujer de estar incursa en una de ellas. No pasó mucho tiempo y se dijo que los médicos y las instituciones hospitalarias no podrían negarse a practicar abortos invocando la objeción de conciencia. El ministerio de Salud terminó, siguiendo lo que el padre Schooyans ha denominado «el rostro oculto de la ONU», expidiendo una directriz que lo consagra como derecho fundamental de la mujer, que puede reclamarlo incluso a los nueve meses de gestación, antes de que empiecen las contracciones del parto.
Consagrados como derechos fundamentales el aborto, el matrimonio de parejas homosexuales, la adopción de hijos por parte de las mismas, los estilos de vida de los integrantes del colectivo LGTBI, etc., se sigue un sinnúmero de medidas tendientes a imponer su aceptación por parte de las comunidades.
Con base en una nueva ideología moral, se pretende que la normatividad jurídica reprima y destruya las concepciones morales sobre la sexualidad que han regido por más de 1.500 años.
Unas de esas medidas se dirigen al sistema educativo, para que las nuevas generaciones se formen dentro del sistema de valores que quiere imponer la revolución sexual. De ese modo, la educación sexual se orienta en un sentido hedonista que prescinde de toda espiritualidad. Desde la más tierna edad se busca iniciar a los niños en prácticas sexuales y se les inculca la idea de que todas las manifestaciones de la sexualidad tienen el mismo valor, pues lo que interesa es el placer que se obtiene de ellas. Y si los padres se oponen a este tipo de educación, recae sobre ellos la amenaza de arrebatarles la guarda de los hijos e incluso de enviarlos la cárcel, tal como sucede ya en Alemania y Canadá.
Otras medidas van directamente en contra de los adultos. Ha sucedido en Escocia, Inglaterra, Canadá, Suecia y en los Estados Unidos, que los eclesiásticos que con base en las enseñanzas bíblicas y sus convicciones religiosas censuran estas tendencias se ven sometidos a procesos penales. Los maestros que las profesan y dan cuenta de ellas en sus cursos, o se niegan a imponerles a sus alumnos el material didáctico que consideran pernicioso, se exponen a sufrir medidas disciplinarias y hasta a verse privados de sus puestos. Así sucedió con una maestra inglesa que no quiso que los parvulillos a su cargo se deformaran leyendo una cartilla sobre las aventuras los pingüinos gays.
En general, quien manifieste reservas morales sobre estas tendencias se expone a que se le apliquen las sanciones penales previstas para reprimir los llamados delitos de odio. Así, la Ley 1482 de 2011 modificó el Código Penal para reprimir los actos de discriminación y hostigamiento por motivos de sexo u orientación sexual, entre otros.
Gabriele Kuby sostiene que esta revolución se escuda en la ideología de los derechos humanos para el logro de propósitos que distan muchísimo de ser humanitarios.
Dice que «estos ataques contra las bases de una sociedad sana y viable crean masas de desarraigados que son fácilmente manipulables. No sólo es la estrategia de la Naciones Unidas y de la UE, sino de una red de agencias de la ONU, como la OMS y el UNICEF; ONG globales, como Planned Parenthood y la Asociación Internacional de Lesbianas, Gays, Bisexuales, Trans e Intersex (ILGA); corporaciones multinacionales como Apple, Microsoft, Google, Facebook…; así como de fundaciones multimillonarias, como Rockefeller y Gates, con el apoyo de los medios de comunicación.»
Básicamente, la revolución pretende erradicar el cristianismo, dando cabal cumplimiento así a la funesta consigna de Voltaire:»Écrasez l’infâme». Su leitmotiv es el odio a Nuestro Señor Jesucristo y sus enseñanzas, un odio que, desde luego, no sufre el castigo de las leyes que prohíben la discriminación y el hostigamiento, y permite además desatar la persecución de que da cuenta este artículo.
Destruído o, al menos, debilitado hasta el extremo el cristianismo, cuando no penetrado por sus enemigos mortales en sus estructuras básicas, queda expedita la senda de la reducción sustancial de la población humana, a la que se acusa de poner en grave riesgo la supervivencia de la Tierra. Entonces, podrá aplicarse la política del hijo único que rige en China, con su secuela de abortos forzados, amén de las soluciones infanticidas que sugiere Peter Singer, dizque profesor de ética en Princeton o lo que ya se le ocurrió proponer a alguno en Estados Unidos acerca de las licencias obligatorias para procrear. Nacer y morir, que en la moralidad cristiana son eventos librados a la voluntad de Dios, se convertirán así en hechos rigurosamente controlados por el Estado. Sería el totalitarismo llevado al peor de sus extremos.
Razón tiene Randy Engel al anunciar que después de uno leer «El Nuevo Orden de los Bárbaros»la imagen del mundo que lo rodea cambiará radicalmente.
¿En qué quedan la libertad de conciencia, la libertad religiosa, la libertad de expresión, la libertad de enseñanza y otras garantías básicas, frente a esta arremetida devastadora de la ideología de género y sus afines?
Publicado: abril 5 de 2018