Ha dicho con sobra de razones el destacado jurista Mauricio Gaona que «el año que viene será el más crítico para la vida republicana de Colombia desde su creación».
Para entender los gravísimos peligros que afrontamos en estos momentos cruciales tenemos que partir de la base de que nos desgobierna un comunista recalcitrante que además exhibe severos trastornos en su sesera. La suya es una mente poblada de delirios que, como acaba de decirlo José Alvear Sanín en «La Hora de la Verdad», ha perdido todo contacto con la realidad del país y confunde el pueblo que de verdad habita el territorio patrio con otro fantasmagórico que sólo existe en sus fantasías ideológicas.
El contraste entre las multitudinarias marchas que llenaron plazas y calles de las principales ciudades de Colombia el pasado domingo para solidarizarse con Miguel Uribe Turbay y los suyos en estos momentos de cruda aflicción y la exigua presencia popular en los plantones que se convocaron ayer para respaldar las políticas gubernamentales es elocuente a más no poder.
El pueblo de verdad aspira a que reine un buen gobierno que satisfaga en la medida de lo posible sus apremiantes necesidades y no unos discursos incoherentes y agresivos que no se traducen en acciones que redunden en pro del bien común. La garrulería oficial no lo favorece y, por el contrario, siembra discordia y suscita un clima de violencia verbal que como ya se viene advirtiendo se traduce en hechos luctuosos, como el vil atentado contra Miguel Uribe Turbay que lo tiene al borde de la muerte.
Parafraseando lo que dicen los informes médicos sobre su estado, bien podemos afirmar que también Colombia se halla hoy en cuidados intensivos, en situación altamente crítica y bajo un pronóstico reservado.
La conmovedora red de oración que se ha formado para rogar por el pronto y total restablecimiento del senador Uribe Turbay debería ocuparse también de la suerte de esta patria adolorida que hoy, como reza nuestro himno nacional, «entre cadenas gime».
No creo que estén equivocados los piensan que media una conjura para precipitarnos en un caos que genere un clima revolucionario que nos arroje por andurriales ya trajinados en Cuba, Venezuela y Nicaragua. Lo del castrochavismo en acción no es calumnia de la derecha, sino realidad palpitante, tal como pudimos advertirlo en el tenebroso discurso que el okupa de la Casa de Nariño pronunció el primero de mayo copiando de mala manera el talante del finado dictador Hugo Chávez. El modo siniestro como llamó a la «guerra a muerte», blandiendo una supuesta espada de Bolívar, trasunta a cabalidad lo que bulle en un interior que parece poseído por alguna entidad demoníaca.
La torpe evocación del episodio más censurado de la trayectoria política del Libertador suscita profundas inquietudes. Ese llamado a la muerte de españoles y canarios, aun siendo inocentes, dio lugar a que cuando se acercaba a Santafé al mando de las tropas del congreso de Tunja circularan pasquines que alertaban a la población acerca del temible advenimiento del «antropófago de Caracas».
«Guerra a muerte» es una consigna que evoca la atroz criminalidad de que hizo gala el M-19, cuyos sobrevivientes quizás no arrepentidos y de todas maneras impunes pululan hoy en nuestras altas esferas gubernamentales. Hay toda una historia por contarse acerca de las oscuras hazañas que el que nos desgobierna y sus conmilitones protagonizaron en esa guerrilla que hoy se pretende idealizar, pese a que protagonizó execrables episodios como el asesinato de José Raquel Mercado, el secuestro de diplomáticos en la sede de la embajada de la República Dominicana y, desde luego, el pavoroso Holocausto del Palacio de Justicia, amén de otras múltiples atrocidades que se cometieron dizque para protestar contra un régimen tiránico y promover la instauración de uno verdaderamente justo.
Esas dos discutibles justificaciones de la violencia guerrillera deben cuestionarse con rigor, porque han traído consigo gérmenes funestos para la institucionalidad colombiana. El inocente pacifismo de ciertos sectores influyentes de nuestra dirigencia no ha traído consigo la armonía colectiva, sino quizás el alebrestamiento de los facciosos. La paz de Santos benefició a cierto número de guerrilleros, pero ha alentado a otros que por obra de la desidia del desgobierno actual han aumentado peligrosamente su influencia en vastos espacios del territorio nacional.
A los colombianos de bien sólo nos resta hoy por hoy confiar en la acción de la Providencia para superar este tenebroso estado de cosas y enderezar el rumbo. Nuestra crisis es en gran medida de orden espiritual, en el pleno sentido de la expresión.
Bien hace la jerarquía eclesiástica en salir de su mutismo para convocar a los altos poderes en pro de la armonía colectiva. Ojalá que ello frene el ímpetu caótico que mueve al que nos desgobierna.