En Colombia, el miedo ha vuelto a ser norma. La violencia política, esa que se creía era cosa del pasado, ha reaparecido alimentada por el odio, la rabia, la división y la lucha de clases. La mecha la encendió Gustavo Petro desde el poder. Un presidente que se proclama mensajero del amor mientras siembra diariamente el rencor. Un enfermo que habla de paz con la misma boca con la que incita a sus huestes a desatar la guerra verbal contra todo aquel que disienta de su ideología.
La fórmula es ampliamente conocida. Petro lanza una consigna inflamatoria en la mañana —contra la «oligarquía», contra los «ricos», contra la «extrema derecha», contra «los fascistas»— y en la tarde se presenta como el portaestandarte de la «política del amor», como un líder incomprendido cuya única intención inundar de paz a Colombia. ¿Cómo puede un país resistir una contradicción tan esquizofrénica por parte de quien ejerce el gobierno?
El atentado contra el candidato Miguel Uribe no es un hecho aislado, ni un simple crimen más en la larga lista de tragedias nacionales. Es, en cambio, la consecuencia directa de un clima de odio que se ha cultivado desde la cima del poder. Y aunque los voceros del régimen pretendan cubrirlo con discursos melosos y llamados a la calma, los hechos son tozudos. No se mata en nombre del amor. No se insulta a diario a la oposición y luego se espera que la sangre no corra. Será imposible olvidar la escena en la que Petro aparece como un energúmeno anunciando que «el pueblo va a borrar» a todos los senadores que se opongan a su consulta popular.
Esta estrategia no es nueva. Hace parte fundamental del manual rojo. Los regímenes comunistas del siglo XX hicieron del discurso de «paz y amor» un arma de dominación. Mientras predicaban la fraternidad, asesinaban a millones de ciudadanos. Mientras firmaban tratados de amistad, enterraban a sus opositores en fosas comunes.
Stalin decía que la Unión Soviética era «el Estado del pueblo, por el pueblo y para el pueblo», mientras mandaba al Gulag a millones. Fidel Castro hablaba del «hombre nuevo» lleno de virtudes revolucionarias, mientras fusilaba en masa a los disidentes en La Cabaña. Pol Pot, en Camboya, aseguró que «la igualdad traerá armonía y felicidad», al tiempo que eliminaba a casi dos millones de compatriotas, muchos por el simple hecho de usar anteojos, adminículo que ese psicópata consideraba como símbolo de la intelectualidad enemiga de la revolución agraria. Y en Nicaragua, Daniel Ortega sostiene que «el amor es más fuerte que el odio», mientras encarcela obispos, cierra universidades y persigue a periodistas.
La historia está llena de tiranos que utilizaron el amor como disfraz. Y Petro no es una excepción. Él también habla del amor mientras señala con el dedo. Él también predica la reconciliación mientras construye en su atormentada cabeza enemigos internos. Él también llora por la paz mientras estimula un lenguaje de guerra. Y es precisamente ese doble discurso el que ha llevado a Colombia al abismo emocional en el que hoy se encuentra.
No se puede jugar con fuego y luego llorar por las cenizas. Si el presidente quiere hablar de amor, que empiece por cesar la hostilidad. Que deje de dividir al país entre los que están con él y los que son, según su lógica enfermiza, enemigos del pueblo. Que asuma la responsabilidad que implica tener poder y que reconozca que desde el Palacio de Nariño no se puede sembrar odio impunemente sin que eso tenga consecuencias en la calle. Una señal positiva sería, por ejemplo, cortar de tajo los contratos de entidades oficiales con los sicarios virtuales que se encargan de avivar la llama del odio en nombre de «el cambio».
No bastan los comunicados de condena. No es suficiente decir que se llegará «hasta las últimas consecuencias». Está de más la retórica hueca de siempre. Colombia está cansada de que la violencia se justifique con discursos. Y, sobre todo, cansada de que quien debe proteger a los ciudadanos, sea el mismo que con sus palabras contribuye a que los maten.
Hoy, más que nunca, se debe mirar a los ojos a quienes han vendido una mentira: la de un gobierno que se proclama democrático mientras actúa como autócrata. La de un gobernante que se dice defensor del amor mientras alienta el odio más feroz.
Es hora de dejar de creer en fábulas. Porque, como escribió una vez George Orwell, «el lenguaje político está diseñado para que las mentiras suenen a verdad y el asesinato parezca respetable». Y en Colombia, lamentablemente, esa frase no es literatura. Es la realidad que Petro introdujo en la sociedad.
Publicado: junio 10 de 2025