Gustavo Bolívar: el arquetipo del demagogo 

Gustavo Bolívar: el arquetipo del demagogo 

Gustavo Bolívar no es simplemente un mal político; es, en esencia, un ser humano despreciable. No es una calificación lanzada a la ligera, puesto que las evidencias confirman que él es un individuo cuya trayectoria pública se ha caracterizado por una combinación repulsiva de cinismo, ineptitud, resentimiento social y una enfermiza adicción al melodrama barato. Un oportunista con ínfulas de mártir, que ha usado su supuesta lucha contra la corrupción como plataforma para encubrir su absoluta falta de principios y su ambición desmedida.

Bolívar es el perfecto ejemplo de lo que produce la mezcla tóxica de ignorancia militante, fanatismo y complejo de inferioridad. Su discurso, siempre incendiario, nunca propositivo, está hecho para provocar reacciones viscerales, no para construir país. 

Es un especialista en crear enemigos imaginarios, en convertir la política en una telenovela de buenos y malos, donde él, por supuesto, siempre aparece como el héroe incomprendido. Tiene el síndrome del redentor frustrado, esa patología típica del populismo tropical, que se alimenta de la victimización constante y del odio al que ha trabajado, al que ha construido, al que ha pensado. 

Este individuo, que ha llegado a cargos de poder sin ningún mérito técnico, sin una hoja de vida que lo respalde en gestión pública, pretende dar lecciones de ética. ¡De ética! Un guionista de narconovelas que se enriqueció glorificando la criminalidad, posando ahora de adalid de la justicia social. Como si fuera normal que alguien que ha alimentado durante años el imaginario de que los narcotraficantes son rebeldes románticos, ahora se atreva a hablar de paz y reconciliación. Su obra cumbre, Sin tetas no hay paraíso, es una apología de la miseria moral. 

Con la mano izquierda enaltece al hampa y con la derecha descalifica a la Fuerza Pública calificando como «cerdos» a los policías colombianos. 

En el Senado fue un cero a la izquierda, un florero decorativo que solo abría la boca para repetir las mismas peroratas rencorosas y panfletarias que le dictaban desde el Palacio de Nariño. No hizo nada relevante, no construyó, no propuso. Su papel ha sido el de agitador de redes, el de incendiario digital que apunta con el dedo a cualquiera que no se arrodille ante la narrativa oficialista. Porque Bolívar no cree en el debate: cree en la inquisición ideológica. El que no piensa como él, es un «uribista criminal», un «vende patria», un «enemigo del pueblo». Esa es su estatura moral.

Pero lo más asqueroso es su doble moral. Mientras llora en televisión porque «le duele el país», se aferra como garrapata al poder, se postula a todo, se victimiza como si la política fuera una cruz que él carga por amor a los pobres. ¡Mentira! Bolívar está en la política por la misma razón que tantos otros demagogos: por poder, por fama, por dinero. No es un revolucionario: es un arribista con complejo de salvador.

En su discurso hay una constante: el desprecio por la inteligencia. Él necesita una masa que no piense, que solo sienta. Una masa que aplauda su llanto y su rabia, sin exigirle resultados ni coherencia. Porque si algo tiene claro Gustavo Bolívar es que, mientras más inculta sea su base, más fácil es manipularla con frases huecas, con odios heredados, con promesas imposibles.

Gustavo Bolívar no merece respeto, ni indulgencia, ni olvido. Es un personaje dañino, corrosivo, una caricatura de sí mismo. Las elecciones presidenciales del año entrante serán un escenario maravilloso para aplicarle una nueva dosis de realidad. Hay que propinarle una paliza semejante a la que recibió cuando aspiró a la alcaldía de Bogotá.

Cuando ese zascandil desaparezca del escenario político, no será una pérdida; será una liberación. Porque personajes como él no construyen nación, la sabotean. No sanan heridas, las infectan. No hacen historia, la deforman.

@IrreverentesCol
Publicado: mayo 12 de 2024

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