El anuncio de Gustavo Petro de adquirir aviones Saab 39 Gripen para la Fuerza Aérea de Colombia suena más a capricho ideológico que a estrategia militar sensata.
Estos cazas suecos, sofisticados y caros, son máquinas diseñadas para combates aéreos de alta tecnología y conflictos interestatales, escenarios que Colombia no enfrenta ni tiene visos de tener que enfrentar. En cambio, las verdaderas amenazas del país —el terrorismo interno, el narcotráfico y las redes criminales— demandan herramientas completamente distintas: drones, sistemas antidrones, helicópteros y aviones ligeros como los Tucano, que ya probaron su eficacia contra las FARC bajo la exitosa doctrina de Seguridad Democrática de Álvaro Uribe.
La decisión de Petro no solo ignora esta realidad, sino que choca con su propio discurso, revelando una contradicción tan absurda como costosa.
El Gripen es un caza polivalente de última generación, con radar AESA, misiles de largo alcance y capacidad supersónica, ideal para enfrentarse a ejércitos modernos, derribar cazas enemigos o bombardear objetivos estratégicos a cientos de kilómetros. ¿Contra quién usaría Colombia estas capacidades? No hay un vecino beligerante en el horizonte: las tensiones con Venezuela no escalan a un conflicto aire-aire, y con Brasil, Perú y Ecuador no hay amenazas. La probabilidad de que Colombia necesite aviones para una guerra convencional es ínfima. Comprar Gripen para disuasión es como adquirir un tanque para patrullar las calles de Bogotá: impresionante, pero inútil.
Cada Gripen, con su tanque interno de 1,123 galones de combustible, está pensado para misiones de largo alcance que Colombia no requiere. Sumemos los tanques externos, y estamos hablando de casi 2,000 galones por vuelo, un derroche de combustible fósil que el propio Petro, autoproclamado enemigo del petróleo, debería rechazar. ¿No es irónico que el líder que aboga por la descarbonización apueste por máquinas que queman miles de galones en cada despegue?
Las Fuerzas Militares de Colombia han enfrentado durante décadas enemigos internos: guerrillas, narcotraficantes y disidencias. El gran éxito del presidente Álvaro Uribe, basado en su doctrina de Seguridad Democrática, fue reconocer a las FARC y las AUC como lo que eran —organizaciones terroristas, no “jóvenes ávidos de amor”— y equipar a las fuerzas armadas con las herramientas precisas para combatirlas. Uribe apostó por comprar aviones Super Tucano y aumentar la flota de helicópteros Black Hawk, una estrategia que demolió las estructuras campamentarias de las FARC y redujo su capacidad operativa a mínimos históricos. Los Tucano, con su bajo costo y capacidad para operar en selvas, y los helicópteros, esenciales para mover tropas y dar apoyo cercano, fueron la clave de esa victoria.
Hoy, Petro tiene esa flota abandonada, con helicópteros envejeciendo en hangares y Tucano subutilizados, mientras las FARC y el ELN crecen y el narcotráfico se expande. En lugar de modernizar lo que ya funciona, prefiere gastar miles de millones en Gripen, aviones que no pueden patrullar selvas ni responder a las amenazas reales. El auge del crimen organizado exige una evolución: drones para vigilancia constante, sistemas antidrones para contrarrestar la tecnología enemiga y más helicópteros operativos. Un Super Tucano cuesta menos de 15 millones de dólares y usa 200 galones por misión; un Gripen supera los 120 millones y consume 1,123 galones solo en combustible interno. ¿Qué sentido tiene este cambio de rumbo?
Petro ha dicho que los enemigos de Colombia necesitan “amor” más que balas. Si su visión es la reconciliación y no la confrontación, ¿por qué invertir en máquinas de guerra diseñadas para aniquilar ejércitos extranjeros? Los Gripen no dialogan ni abrazan; disparan misiles Meteor y, en vez de besos, sueltan bombas guiadas. Esta compra no solo contradice su discurso pacifista, sino que desecha el legado práctico de Uribe por una fantasía de grandeur aérea. Mientras predica contra el petróleo, planea llenar tanques con miles de galones de combustible fósil para aviones que, en el mejor de los casos, serán exhibidos en desfiles y, en el peor, oxidarán en hangares sin uso.
Una alternativa de sentido común por el costo estimado de 16 Gripen (unos 2,000 millones de dólares), Colombia podría renovar su flota de Tucano, adquirir cientos de drones tácticos, reparar y ampliar sus helicópteros y sumar sistemas antidrones de última generación. Estas herramientas, probadas en el terreno colombiano bajo Uribe, fortalecerían la lucha real: la que se libra en las entrañas del país, no en una ilusión de guerra aérea. La seguridad nacional no necesita lujos suecos; necesita pragmatismo criollo.
En conclusión, los Gripen son un mal negocio para Colombia. No responden a nuestras amenazas, despilfarran recursos y contradicen la retórica de quien los impulsa. Petro, el que odia el petróleo, comprará aviones que lo devoran, mientras abandona las herramientas que Uribe usó para doblegar al terrorismo. Es un error estratégico envuelto en ironía: un derroche de amor mal entendido que deja al país más vulnerable.
Publicado: abril 9 de 2025