Es altamente posible que Álvaro Leyva esté diciendo la verdad y nada más que la verdad en la carta privada —que él mismo se encargó de hacer pública— dirigida a Petro.
El contenido de la misiva revela aspectos preocupantes del presidente de Colombia, pero dice aún más sobre el remitente: un personaje desleal, tramposo, sibilino, mañoso, ponzoñoso y, por supuesto, peligroso.
Leyva Durán es un individuo cuya trayectoria se ha caracterizado por el desprecio hacia la ley penal colombiana, conducta que ha sostenido durante más de cuatro décadas. No en vano, los Estados Unidos lo mantienen en su lista de personas indeseables, razón por la cual no puede ingresar a ese país.
Lo anterior no significa que sus afirmaciones sobre la presunta drogadicción de Petro carezcan de veracidad. Hay quienes sostienen que el exministro, resentido tras la frustración de un negocio multimillonario relacionado con la fabricación de pasaportes, posee pruebas que podrían sustentar sus acusaciones sobre el episodio de Petro en París, donde, según se afirma, permaneció dos días encerrado en un hotel consumiendo cocaína.
La estrategia del petrismo es arriesgada: si continúan desafiando a Leyva, se exponen a que haga públicos los audios y videos que, según sus allegados, tiene resguardados.
Pero el asunto, además de vergonzoso y —por qué no— asqueroso, encierra un trasfondo especialmente delicado: la ley francesa sanciona tanto el consumo como el tráfico de drogas.
Escenario 1: Petro compró la cocaína en algún establecimiento de París. De ser así, habría infringido la ley de salud pública, exponiéndose a un año de cárcel y una multa de hasta 10.000 euros.
Escenario 2: Petro introdujo la cocaína a Francia, transportándola desde Colombia en el avión presidencial. Este sería un caso grave de tráfico de estupefacientes, conducta que puede acarrear hasta diez años de prisión y una multa de ocho millones de euros.
La situación resulta insostenible e injustificable. Para los colombianos, debe ser motivo de profunda vergüenza que quien ostenta la jefatura del Estado incurra en comportamientos impropios y pierda el control durante los viajes oficiales, donde su actitud se asemeja más a la de una sabandija que a la de un representante de cincuenta millones de ciudadanos. Cuando no aparece involucrado en situaciones vinculadas al consumo de drogas, es noticia por sus paseos públicos en compañía de transexuales.
Al ser confrontados, los adictos suelen reaccionar negando la realidad. Sus familiares, por su parte, evitan afrontar la situación y, así, se convierten en cómplices —activos o pasivos— del consumo, creyendo erróneamente que están ayudando a su ser querido. La degradación de Petro es evidente y progresiva; es un individuo visiblemente deteriorado tanto en lo moral como en lo físico. Hace tiempo que, como consecuencia de su adicción, perdió la capacidad de distinguir entre la realidad y la fantasía.
Su principal preocupación no es el ejercicio del gobierno, sino la de modificar su apariencia a través de intervenciones estéticas.
Hay quienes, de manera equivocada, sostienen que Petro puede hacer lo que desee en su vida privada, incluso consumir estupefacientes. Esto no es cierto. La privacidad de los gobernantes es muy limitada y sus adicciones —sea cual sea la sustancia— deben ser objeto de debate público.
Nadie aceptaría que un alcohólico o un drogadicto tuviera licencia para portar un arma. Sin embargo, Petro no lleva una pistola al cinto, pero detenta el mando sobre una Fuerza Pública de más de 250.000 integrantes, lo cual lo convierte en una persona sumamente peligrosa para la sociedad.
Así que, independientemente de la confrontación entre Leyva y Petro —donde, según el dicho popular, no hay puñalada perdida—, la drogadicción de Gustavo Petro es un tema que debe ser tratado con la seriedad y profundidad que exige la responsabilidad pública.
Publicado: abril 25 de 2025