La Pasión de Cristo comienza con un acto de profunda traición: el beso de Judas. Este gesto, cargado de ambigüedad y misterio, desencadena una serie de acontecimientos que culminan en el juicio, condena y crucifixión del Hijo de Dios. Los cuatro evangelios —Mateo, Marcos, Lucas y Juan— narran este drama con matices propios, pero todos coinciden en lo esencial: la entrega de Jesús por uno de los suyos y la injusticia de su proceso judicial. Démosle una mirada a la dimensión histórica del acontecimiento y a su profundo sentido teológico.
La traición de Judas Iscariote es una de las acciones más oscuras del Nuevo Testamento. Los evangelios sinópticos -Mateo 26, Marcos 14, Lucas 22- lo presentan como uno de los Doce, elegido por Jesús, partícipe de su misión, pero que “buscaba la ocasión propicia para entregarlo” (Mt. 26,16).
El cuarto evangelio, por su parte, pone más énfasis en la malicia de Judas, describiéndolo como ladrón (Jn. 12,6) y como poseído por Satanás (Jn. 13,27), con lo que resalta la dimensión espiritual de su caída.
Teológicamente, Judas representa la libertad humana usada en contra de la gracia. A diferencia de Pedro —quien también niega a Jesús, pero se arrepiente—, Judas se consume en la desesperación. El apóstol traidor es símbolo del pecado que se encierra en sí mismo, de la traición al amor, del rechazo a la misericordia.
Santo Tomás de Aquino analiza el pecado de Judas, planteándolo como un asunto de avaricia. Según el Aquinate, él “fue movido por la avaricia que es la raíz de todos los males. Por tanto [Judas], amó desordenadamente el dinero, y esto fue el inicio de su perdición”.
Los cuatro evangelios sitúan la traición en el contexto de la Última Cena. Jesús, consciente de su destino, anuncia que uno de los comensales lo entregará. Este momento, profundamente dramático, está cargado de tensión y confusión entre los Doce que se preguntan unos a otros a quién se refiere el Señor cuando afirma que uno de ellos lo entregará. El traidor es puesto en evidencia, como se lee en (Mt. 26,25) cuando Judas pregunta: “¿Acaso soy yo, Rabbi?”, y Jesús responde: “Tú lo has dicho”.
En Juan 13, el Señor identifica a Judas entregándole el bocado, gesto que resalta el abismo moral del traidor. El contraste entre el amor ofrecido y la traición consumada acentúa la gravedad del acto. Jesús, que sabía plenamente cuál era su destino, le dijo a Judas (Jn. 13,27): “Lo que vas a hacer, hazlo pronto”.
Desde una perspectiva teológica, la Cena se convierte en el espacio donde coexisten el amor extremo -a través de la institución de la Eucaristía-, y el rechazo absoluto a la traición.
En la Última Cena, la libertad humana se muestra en su ambivalencia, y Dios no la violenta: Jesús permite que Judas actúe. Con ese proceder, la traición no escapa al plan divino, sino que, paradójicamente, lo realiza: “Ciertamente que el hijo del Hombre se va, según está escrito sobre él; pero ¡ay de aquel hombre por quien es entregado el Hijo del Hombre! Más le valdrá a ese hombre no haber nacido” (Mc. 14,21).
El beso de Judas, narrado en los sinópticos (Mt. 26,49; Mc. 14,45; Lc. 22,47), es uno de los gestos más irónicos de toda la Escritura. La demostración de afecto se convierte en señal de muerte. Jesús responde con una pregunta conmovedora: “Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?” (Lc. 22,48), revelando la contradicción y la amargura de esa acción. En Mateo, el Señor le dice: “Amigo, ¡haz lo que has venido a hacer!”. Pudo haber intentado persuadirlo, pero no. Con profundo amor, permitió que el acto de traición se consumara, sin cerrar la puerta para que el felón se arrepintiera.
Juan, en cambio, no menciona el beso y enfatiza la majestad de Cristo: cuando los soldados acompañados por Judas preguntan quién es Jesús el Nazareno, Él les responde: “Yo soy” (Jn. 18,6). De inmediato, todos cayeron en tierra. La teología joánica resalta así la soberanía del Mesías, incluso en el momento de su entrega.
Es frecuente la pregunta sobre el destino de Judas si se hubiera arrepentido. San Agustín aborda el asunto haciendo el paralelismo con Pedro quien después de negar a Jesús lloró. Su sincero arrepentimiento fue suficiente para que Jesús, después de la Resurrección ratificara su Primado al pedirle, después de preguntarle tres veces si lo amaba, que apaciente y pastoree a sus ovejas. (Jn. 21, 15 ss).
en cambio, apunta el santo de Hipona, Judas entregó a su Maestro y luego se ahorcó. Murió en pecado a pesar de haber tenido algo de arrepentimiento cuando, al ver que Jesús fue condenado “movido por el remordimiento, devolvió las treinta monedas de plata… Y, después de arrojar las monedas de plata en el Templo, fue y se ahorcó”. (Mt. 27, 3-5).
¿El suicidio significó su condena eterna? La Iglesia no ha hecho una definición dogmática sobre el particular, pero el Catecismo indica que “no se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se han dado muerte. Dios puede haberles facilitado, por caminos que El solo conoce, la ocasión de un arrepentimiento salvador. La iglesia ora por las personas que han atentado contra su vida”. (n.2283).
El juicio de Jesús: proceso irregular y teológicamente revelador
Tras su arresto, Jesús es sometido a una serie de juicios: ante el Sanedrín -autoridad religiosa judía-, ante Pilato -autoridad política romana- y, en el relato de Lucas, también ante Herodes Antipas. Estos procesos están marcados por la ilegalidad y la manipulación: juicios nocturnos, testimonios falsos, presión de las masas. No hay justicia, sino una condena premeditada.
Mateo (26–27) y Marcos (14–15) destacan el juicio ante el sumo sacerdote y la acusación de blasfemia por declararse el Hijo de Dios. Lucas insiste más en el carácter político de la acusación: “Hemos encontrado a éste soliviantando a nuestra gente y prohibiendo dar tributo al César… Subleva al pueblo, enseñando por toda Judea…” (Lc.23, 2-5) para justificar la implicación romana. Juan, por su parte, expone un diálogo teológico entre Jesús y Pilato sobre la verdad y el reino: “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores lucharían para que no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí” (Jn. 18,36).
Jesús se deja juzgar por los hombres para que ellos, en su momento, sean juzgados por Dios con misericordia. San Pablo lo afirma en la segunda Carta a los corintios: “A Él, que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que llegásemos a ser en Él justicia de Dios” (2Co. 5,21).
La traición de Judas y el juicio de Jesús no son meros episodios de una tragedia antigua, sino expresiones concretas del misterio del mal y la respuesta divina: el amor. En la cruz, donde culmina este episodio, Jesús no maldice a sus enemigos, sino que intercede por ellos, como postula San Pablo en su carta a los romanos: “Donde se multiplicó el pecado, sobreabundó la gracia”.
Con gran agudeza, Santo Tomás de Aquino sintetiza este episodio en estos términos: “La bondad o maldad de una acción puede ser juzgada de diverso modo, según las diversas causas de donde procede. Según esto, el Padre entregó el Hijo y el Hijo se entregó a sí mismo por caridad, y por eso son alabados; Judas lo entregó por codicia, los judíos por envidia, y Pilato, por temor mundano de perder la gracia del César; y por eso son recriminados”.
Nota:
Respecto del juicio a Jesús, Benedicto XVI escribió un texto maravilloso intitulado “Jesús ante Pilato”, cuya lectura es esencial en quienes tengan interés de conocer más detalles sobre esta materia.
@IrreverentesCol
Publicado: abril 16 de 2025