La oligarquía colombiana de la que habla Gustavo Petro, es una ficción. El tejido empresarial en nuestro país está conformado en cerca de un 97% por micros, pequeñas y medianas empresas que se ven a gatas para sobrevivir por la profusión de impuestos y las debilidades del mercado, y apenas un 2% larguito de ‘grandes empresas’ que, sin embargo, si se comparan con sus pares internacionales (de países con similar desarrollo) apenas sí sobresalen.
No obstante, muchas de esas grandes empresas ni siquiera tienen un dueño visible sino que son propiedad de muchos accionistas que con el tiempo las han apalancado hasta convertirlas en líderes de su sector. En realidad, aquí los únicos apellidos que podrían conformar una oligarquía no pasan de cinco o seis: los Santo Domingo, los Sarmiento, los Ardila…, y más recientemente los Gilinski y un señor Vélez que tiene un neobanco más de Brasil que de aquí. Todos caben en un restaurante chiquito y pare de contar.
Hay otros colombianos exitosos, pero lejos están de pertenecer a una “oligarquía”. La época en la que Pepe Sierra le hacía empréstitos al gobierno pasó hace un siglo. No tenemos ni grandes industrias que representen unas familias tradicionales que hayan mantenido su preeminencia en el tiempo, ni tenemos potentados anclados en los avances tecnológicos de hoy como los monarcas de la industria digital: Google, Amazon, Meta, Apple y muchas más.
Aquí los nuevos ricos siguen siendo los que surgen de actividades criminales como, entre otras, el narcotráfico, la minería ilegal, el contrabando, la extorsión y el secuestro, la explotación sexual y la captura y cooptación del Estado, que son las acciones que engloban todas las formas de corrupción política. ¿No decía un bandido que da más plata ganar una alcaldía para apoderarse de la contratación del municipio que traficar cocaína?
En fin. Nadie de quienes ejercen estas actividades pueden constituir una ‘oligarquía’, como tampoco los ‘nuevos ricos’ en que se han convertido algunos reguetoneros que ostentan avión privado propio y varios deportistas que devengan sumas que no solo son astronómicas sino estrambóticas, como el futbolista que se gana en Arabia más de 7.000 millones de pesos mensuales (unos 4.500 salarios mínimos) pero ni siquiera es titular de la Selección Nacional.
Somos un país de ingreso medio cuyas mayores ganancias las generan empresas del Estado, como Ecopetrol y EPM, y que tiene una gran dependencia de productos primarios de los que obtienen su sustento miles de familias y no propiamente una oligarquía, como el café, las flores, el banano… Hasta la caña de azúcar, tan satanizada por Petro, es de cientos de pequeños y medianos propietarios de tierras que se las alquilan a los ingenios.
Entonces, ¿dónde ve Petro a tantos oligarcas? Es que como buen comunista está empecinado en destruir cualquier actividad económica que priorice lo particular por encima de lo público, y eso lo lleva a estimular la lucha y el odio de clases, polarizando a la sociedad. Una estrategia que le funciona porque genera indignación y hace creer a muchos que combatir la riqueza es promover una sociedad más justa. ¡Qué equivocados están!
Sumirnos a todos en la pobreza es ocasionar el sufrimiento general, es impedir que los avances del progreso nos vayan cobijando a todos como ocurrió con nuestro sistema de salud en los últimos treinta años y es, básicamente, cederle nuestras libertades a una caterva mesiánica que se toma a nuestro nombre las riquezas de la nación. Esa es la verdadera y nefasta oligarquía; la ‘nomenklatura’, como la llaman en los ‘paraísos’ comunistas.