Atrás han quedado las tradicionales e importantes maneras y procederes de la diplomacia. Lo que los Estados otrora manejaban a través de notas verbales, hoy se despacha por medio de intercambios en las redes sociales, pisoteando las formas y el lenguaje.
Gustavo Petro es un sujeto zafio e inculto que reacciona intestinalmente. Lo ocurrido el pasado fin de semana retrata de cuerpo entero la profunda chabacanería del gobernante de los colombianos.
Hacia las 3.40 de la madrugada del domingo advirtió, a través de su cuenta de X, que impediría el aterrizaje de un avión norteamericano que transportaba a un grupo de deportados. No se trataba de una situación inédita: entre 2020 y 2024, arribaron a Colombia 475 aviones con personas expulsadas de los Estados Unidos. En el grupo de personas repatriadas hay de todo: ex convictos, narcotraficantes e inmigrantes ilegales.
Veinte minutos antes del desgraciado trino, Petro había escrito un mensaje totalmente distinto. Les daba la bienvenida a sus connacionales, ofreciéndoles ramos florales y pidiendo que los viajeros fueran recubiertos con el pabellón nacional.
Si conducir un vehículo bajo efectos de las drogas y el alcohol es una imprudencia oceánica, temeridad descomunal es el ejercer el gobierno de un país con sustancias psicoactivas en el organismo.
La adicción de Petro no es un mito ni una difamación. Es, para desgracia de Colombia, una escalofriante realidad cuyas secuelas son cada vez más graves.
Hace algunos meses, representando a Colombia con ocasión de la investidura del presidente de Panamá, Petro no tuvo problemas en desfilar por el señorial casco antiguo panameño libidinosamente aferrado a un transexual.
Petro no ha mimetizado su intención de pelear con Donald Trump. Desde su elección en noviembre del año pasado lo ha desafiado y provocado. Calculó que el presidente americano no le respondería. Error. La reacción fue contundente.
Petro atacó borracho y Trump le respondió sobrio, jugando golf y tomando Coca Cola light: como usted no me recibe a los deportados, ordeno imponerle aranceles del 25 y hasta el 50% a todos los productos colombianos. Pero, además, queda cancelada su visa, la de su familia, la de todos los funcionarios de su gobierno, la de los integrantes de su partido político y, por si aquello no le parece suficiente, la de la totalidad de sus simpatizantes. En blanco y negro, llevándolo al extremo, once millones de personas vetadas para volver a poner sus pies en los Estados Unidos.
El guantón espantó la jumera del presidente de Colombia. Pasmado puso a los suyos a componer el desaguisado. Ministros y consejeros se emplearon a fondo y, cosas de la vida, fue Álvaro Uribe Vélez quien salvó los muebles.
El exmandatario puso los intereses de su país por encima de las diferencias ideológicas, e hizo lo que estuvo en su manos para evitar que la economía colombiana se fuera al traste. No en vano, Donald Trump y muchos de sus más cercanos colaboradores tienen Uribe en el mejor de los conceptos.
La solución fue sencilla: Petro tuvo que aceptar todas las condiciones impuestas por el gobierno de Donald Trump: las deportaciones continuarán a través de todos los canales de transporte posibles, incluidos aviones militares. Petro no podrá volver a entrometerse en la política migratoria estadounidense y deberá respetar obedientemente las decisiones que la Casa blanca adopte sobre el particular.
El mensaje final de este episodio puede sintetizarse en los siguientes términos: Trump locuta, causa finita. Colombia y los socialcomunistas de Latinoamérica han sido debida e inequívocamente notificados.