El artículo 11 de la constitución colombiana, con el que se abre el capítulo de los derechos fundamentales, dice que “el derecho a la vida es inviolable. No habrá pena de muerte”.
Así mismo, el artículo 106 del código penal establece que “el que matare a otro por piedad, para poner fin a intensos sufrimientos provenientes de lesión corporal o enfermedad grave e incurable, incurrirá en prisión de dieciséis (16) a cincuenta y cuatro (54) meses”.
Ese artículo, que no ha sido derogado, ni declarado inexequible, es el que regula las sanción prevista para aquel que aplique la eutanasia.
A pesar de ello, la corte constitucional, sin que mediara una reforma a la Carta ni la aprobación de una ley, decidió permitir la eutanasia en Colombia, siempre y cuando aquella sea “efectuada por un médico, sea realizada con el consentimiento libre e informado, previo o posterior al diagnóstico, del sujeto pasivo del acto, y siempre que el paciente padezca un intenso sufrimiento físico o psíquico, proveniente de lesión corporal o enfermedad grave e incurable”.
Lo de la corte fue un abuso de funciones. El tribunal tiene el mandato de salvaguardar la carta y de definir la exequibilidad de las leyes que aprueba el Congreso. No tiene funciones legislativas, ni mucho menos tiene la potestad de permitir la aplicación de medidas que atentan contra el derecho a la vida.
La objeción de conciencia es un derecho inalienable. Nadie puede ser obligado a hacer algo que va en contra de sus principios éticos, morales o religiosos. Los médicos pueden enarbolar la objeción de conciencia cuando estén frente a una situación que riña con sus principios. La constitución “garantiza la libertad de conciencia. Nadie será molestado por razón de sus convicciones o creencias ni compelido a revelarlas ni obligado a actuar contra su conciencia”.
Cuando un grupo de personas fundan una organización, pretenden que aquella se desarrolle socialmente bajo unos principios rectores plasmados por sus ellos.
La objeción de conciencia ha desembocado en un debate interesante y relevante, particularmente en las instituciones vinculadas a la atención médica: esos centros pueden invocar la objeción de conciencia institucional para abstenerse de practicar eutanasias en sus instalaciones.
La conciencia institucional sí existe y se sustenta en la teoría de la moral colectiva generada como el resultado de la unión de los valores y principios comunes de las personas que crearon esa organización.
Acostumbrada a rebasar sus límites, la corte constitucional resolvió “legislar” sobre la objeción de conciencia institucional alegando que aquel no es un derecho que se le pueda reconocer a las personas jurídicas. Y ordenó que no pueden existir clínicas, hospitales, centros de salud o cualquiera que sea el nombre con que se les denomine, que presenten objeción de conciencia a la práctica de asesinatos, presentados como abortos o eutanasias.
Un hospital como tal está impedido para cerrarle la puerta a una persona que quiera acabar con su vida, pero los médicos que allí trabajan sí pueden hacerlo.
Y aquello no ocurrió la semana pasada cuando en las instalaciones del hospital universitario San Ignacio se llevó a cabo un procedimiento que acabó con la vida de un joven.
El San Ignacio fue fundado en 1942 por el entonces rector de la Universidad javeriana, el padre Felix Restrepo S.J.
Desde el comienzo, se tuvo claro que sería un hospital que sirviera como campo de estudio de los alumnos de medicina, enfermería, odontología y bacteriología de la universidad.
El nombre, por supuesto, es un homenaje que se le rindió al fundador de la Compañía de Jesús, san Ignacio de Loyola, orden religiosa a la que pertenecen los regentes de la Javeriana y del hospital en cuestión.
En 1992, Joseph Ratzinger ingresó a la Prestigiosa Academia de Ciencias Morales y Políticas, en Francia. En la disertación que hizo el día de su admisión, el que luego sería Benedicto XVI planteó que “sin convicciones morales comunes, las instituciones no pueden durar ni surtir efecto… Esas convicciones reclaman actitudes humanas correspondientes, y las actitudes no pueden prosperar cuando no se respeta el fundamento moral de la cultura ni las evidencias religioso-morales custodiadas por ella”.
Es ampliamente conocida la posición del catolicismo frente a la eutanasia. Abundan los documentos, estudios y reflexiones que la Iglesia de Dios ha hecho al respecto. Sin embargo, no está de más traer a colación algunos textos que los directivos del San Ignacio seguramente conocen, pero que pasaron por alto cuando permitieron la eutanasia que acaba de realizarse en sus instalaciones, sin dar el debate ni confrontar el ordenamiento que les impide enarbolar la objeción de conciencia institucional.
Iura et Bona es una declaración que en 1980 hizo la congregación para la doctrina de la fe, sobre la eutanasia.
El texto está escrito con una impecable argumentación y sostiene que “es necesario reafirmar que nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie, además puede pedir este gesto homicida para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad ni puede consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo o permitirlo…”.
La declaración tiene 44 años y fue redactada y suscrita por el cardenal jesuita Franjo Šeper.
En el catecismo de la Iglesia Católica (num. 2276-2279) se expone que “cualesquiera que sean los motivos y los medios, la eutanasia directa consiste en poner fin a la vida de personas disminuidas, enfermas o moribundas. Es moralmente inaceptable…”. También se estipula que “…una acción o una omisión que, de suyo o en la intención, provoca la muerte para suprimir el dolor, constituye un homicidio gravemente contrario a la dignidad de la persona humana y al respeto de Dios vivo, su Creador…”.
El santo Padre Francisco ha hecho múltiples referencias a la eutanasia. Una de ellas fue hace menos de dos años: “Los médicos, por su naturaleza tienen la vocación de proporcionar cuidados y alivio, ya que no siempre pueden curar, pero no podemos pedirles que maten a sus pacientes… Si matamos con justificaciones, acabaremos matando cada vez más…Me atrevo a esperar que en temas tan esenciales el debate pueda realizarse con la verdad para acompañar la vida hasta su final natural y no dejarnos atrapar por esta cultura del descarte que hay en todas partes”.
Los sacerdotes jesuitas que controlan al hospital San Ignacio, evidentemente no están alineados con lo que establece la Iglesia, ni mucho menos con la posición que respecto de la eutanasia tiene uno de los suyos, nadie menos que el Sumo Pontífice.
Publicado: septiembre 3 de 2024