Este verso de «Amores de Estudiante», un precioso vals que cantó Gardel en «Cuesta Abajo», viene como anillo al dedo para comentar la situación actual del Estado de Derecho en Colombia.
Hace algunas semanas, por iniciativa de la Fundación Excelencia, Liderazgo y Transformación que dirige el coronel Luis Alberto Villamarín Pulido (vid. Luis Villamarin – Presidente Fundación Excelencia, Liderazgo y Transformación – Autónomo | LinkedIn), tuvo lugar un interesante encuentro para tratar sobre el Imperio de la Ley entre nosotros.
Nuestra Constitución Política se jacta de que Colombia es un Estado Social de Derecho en el que su ordenamiento fundamental es norma de normas que los particulares y sobre todo los servidores públicos están obligados a cumplir. Estos últimos sólo pueden entrar a ejercer sus cargos previo juramento de cumplir y defender la Constitución y desempeñar los deberes que les incumben (arts. 1, 4 y 122 Const. Pol.).
La Constitución Política está pensada, entre otras cosas, como un sistema de pesos y contrapesas tendiente a controlar el ejercicio del poder público con miras a garantizar que el Estado funcione para el cumplimiento de los fines esenciales que según el artículo 2 le conciernen.
Es lo que en la teoría general se conoce como el Imperio de la Ley.
La pregunta básica que se plantea al respecto inquiere sobre cuán eficaz es dicho principio, a lo que ciertas mediciones internacionales responden con escepticismo, pues todo indica que en vastos espacios del territorio colombiano se trata apenas de una mera ficción.
Basta con atender las noticias cotidianas para enterarse del control que sobre muchas comunidades urbanas y campesinas ejercen grupos armados ilegales de diverso jaez, unos que alegan finalidades políticas y otros que son criminales a secas. Como las autoridades nacionales alegan su impotencia para someterlos e incluso parecen estar coludidas con ellos, los recursos jurídicos y materiales llamados a hacer efectivo el Imperio de la Ley están en suspenso o, como se dice coloquialmente, en «operación tortuga». Los trasgresores en general se sienten tranquilos porque la impunidad rampante los ampara. La política de paz total que pregona el que nos desgobierna no es otra cosa que una patente de corso para amparar a la delincuencia que se ha enseñoreado en el país.
Hay otro aspecto no menos preocupante de la cuestión. No hay que insistir mucho en la indignidad del que nos desgobierna ni en que su administración es la más corrupta e ineficiente que nos ha tocado soportar a lo largo de nuestra historia. Su desdén por el ordenamiento jurídico y los controles que pesan sobre sus acciones no sólo es manifiesto, sino inquietante en grado sumo. Pero dichos controles no funcionan o lo hacen con escandalosa parsimonia.
Por ejemplo, es un hecho notorio que la campaña que lo llevó a la presidencia violó los topes de financiación, lo que daría lugar a que, según el artículo 109 de la Constitución Política, perdieran sus cargos los elegidos. Esto se ha denunciado desde hace largo tiempo, pero es asunto que duerme el sueño de los injustos en el Consejo Nacional Electoral y la Comisión de Investigación y Acusación de la Cámara de Representantes, que parecen estar bajo el control del exconvicto que ocupa la jefatura del Estado.
Todos los congresistas y magistrados de las altas cortes han tomado posesión de sus cargos después de comprometerse bajo juramento a cumplir fiel y lealmente los deberes que les corresponden. Pero no lo hacen y, por consiguiente, traicionan sin recato alguno sus solemnes promesas hechas a Dios y a la Patria. Bien claro se advierte que ni a Él ni a ésta y ni siquiera a ellos mismos respetan.
Mención específica hay que hacer respecto de la Fiscal General de la Nación, que se graduó en una universidad católica y ha laborado a lo largo de muchos años en la administración de justicia. Hay que preguntarle si su conciencia le indica que debe obrar conforme al juramento que prestó o a sus afinidades políticas y personales.
A Discépolo se lo recuerda ante todo por las acerbas denuncias que hace en «Cambalache». Pero pienso que no le va en zaga «Qué vachaché», una de sus primeras composiciones, que trata de una «mina» inconforme con el idealismo de su compañero, al que le recomienda que se tire al río y no embrome más con su conciencia, puesto que a la honradez la venden al contado y a la moral la dan por moneditas (vid. Qué vachaché. Tango (1926) (todotango.com). Cualquier parecido con la crisis moral que padecemos los colombianos parece ser, como se dice en las películas, mera coincidencia.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: julio 31 de 2024