Desde los orígenes del cristianismo, se ha rendido culto reverencial a las reliquias, particularmente a los objetos que se considera pertenecieron a Nuestro Señor, o que fueron implementados durante Su pasión.
Cuando se desató la conflagración en la catedral de Notre Dame de París, una de las mayores preocupaciones de los encargados de controlar las llamas, fue la de evitar que la corona de espinas que sobre Su cabeza llevó el Salvador fuera consumida por el fuego. En la bóveda de esa catedral estaba guardada esa importante reliquia que afortunadamente fue rescatada por los valientes bomberos que se jugaron la vida por salvarla.
En el Catecismo de la Iglesia Católica (sección 2132) se hace referencia expresa a las imágenes, estableciendo que el culto hacia ellas “no es contrario al primer mandamiento que proscribe los ídolos… El que venera una imagen, venera en ella la persona que en ella está representada”.
El papa Benedicto XVI explicaba a los asistentes a la jornada mundial de la juventud de 2005 que “las reliquias nos señalan a Dios mismo: es él quien, por el poder de su gracia, concede a los seres frágiles el valor de dar testimonio de Él ante el mundo… Las reliquias de los santos son huellas de esa presencia invisible pero real que ilumina las tinieblas del mundo, manifestando el Reino de los Cielos que está en nosotros”.
Por eso la Iglesia protege con celo las reliquias de Cristo y de los Santos. Son veneradas, son respetadas y son tratadas con la delicadeza que corresponde, porque se trata, precisamente, de objetos que pertenecieron a seres excepcionales que, por su bondad, por sus virtudes, o porque fueron martirizados por defender la Fe, merecen la devoción y contemplación por parte de quienes profesan les cristianismo.
El presidente de Colombia visitó recientemente a Suecia, país en el que se reunió con antiguos terroristas del M-19 que huyeron de la justicia colombiana, y buscaron refugio en aquel país escandinavo.
Sus socios en la criminalidad, con toda ampulosidad, depositaron en sus manos una sucia corrosca que, alegan, perteneció al genocida Carlos Pizarro Leongómez, jefe del M-19 durante los años en que esa organización delictiva fungió como brazo armado de Pablo Escobar.
Sin pensar en el dolor de las víctimas de Pizarro, en los colombinos que fueron secuestrados por orden suya, en los que asesinó, en las niñas que violó, en los militares y policías que masacró, Petro ordenó hacer una urna de cristal donde introdujo el objeto, como si se tratara de una reliquia divina, y no de lo que realmente es: un güito que aparentemente utilizó uno de los peores criminales de la historia de Colombia.
Delirantemente dijo que ese adminículo es “un bien de interés cultural”, expresión que, naturalmente, acrecentó la ira ciudadana. En aras de calmar los ánimos comprensiblemente exaltados, el ministerio de Cultura tuvo que salir a desmentir al presidente, por medio de alegatos leguleyos con los que se pretende dar a entender que las palabras de Petro no son suficientes para que esa prenda empiece a hacer parte del patrimonio cultural de Colombia.
El fondo del asunto, más allá de los requisitos legales que deben cumplirse para formalizar dicha designación, es la alevosía del mandatario que se burla de todos los colombianos, y particularmente de las víctimas del M-19.
No deja de ser impactante, además, la ruindad del gobernante. Un tipo sucio y corrompido moralmente, que en vez de acercar a los ciudadanos y de propender por la concordia y la tranquilidad, incendia, polariza y permanentemente estimula el odio avivando viejos dolores.
No. El chapelo de Carlos Pizarro no es una reliquia, sino un símbolo del mal, y un objeto que recuerda la existencia de una persona despiadada, que murió sin pagar ante la justicia de los hombres por todas las atrocidades que cometió.
Publicado: junio 20 de 2024