La civilización política reposa sobre un principio básico: el monopolio de la fuerza por parte del Estado y bajo el control del Derecho. Si el poder del Estado se funda en la democracia y protege derechos fundamentales que mejoren la suerte de las comunidades, muchísimo mejor. Estos son los ideales que proclama el Occidente y tratan de expandirse con relativo éxito por todo el mundo.
Si ese monopolio es ilusorio, porque hay grupos que lo desconocen y combaten, la situación tiende hacia la barbarie, tal como sucede entre nosotros. Bajo un desgobierno tolerante y hasta obsecuente con esos grupos no es posible hablar de civilización política. Al fin y al cabo, está bajo el mando de alguien que se jacta de haberse formado en una organización criminal que dejó un hórrido rastro de sangre a lo largo de su actividad subversiva.
¿Cómo puede enarbolar la causa de la vida quien fue cómplice de la tenebrosa muerte de José Raquel Mercado y del terrible holocausto del Palacio de Justicia?
La democracia, por su parte, supone que todos los actores políticos renuncien a la violencia. Su modus operandi consiste en que dentro del marco de las libertades de expresión y de organización se compita pacíficamente por el voto de una ciudadanía debidamente informada y dispuesta a decidir racionalmente en torno de las distintas opciones que se le presenten.
Si hay actores que tratan de presionarla por la fuerza, la democracia se debilita y hasta desaparece.
Nuestra sociedad padece desde hace más de sesenta años el asedio de criminales que sostienen que no contamos con una democracia real, pues ellos dizque son los legítimos voceros de las aspiraciones populares. Pero cuando se presentan a elecciones, como ha sucedido con los herederos políticos de las Farc, hoy llamados Comunes, su fracaso es elocuente.
El desgobierno que nos aflige pretende hoy cambiar las reglas del juego político por medio de un supuesto proceso constituyente acordado con los criminales del ELN que han afligido a Colombia con sus letales y destructivas depredaciones. En lugar de aplicarles el peso de la ley, pretende ponerla al servicio de sus delirios ideológicos. Ello no es de extrañar, dado que es un trato que se adelanta, como se dice coloquialmente, entre caimanes del mismo charco.
El que ejerce la jefatura del Estado entre nosotros es un comunista irredento que oculta bajo promesas engañosas su verdadera identidad política y sus aviesas intenciones. Lo que disfraza un discurso de cambio que califica mendazmente como progresista no es otra cosa que el propósito de imponernos un régimen totalitario y liberticida cuyos funestos resultados en otros países saltan a la vista. Su rabiosa exaltación de lo público y su desdén por lo privado ofrecen una estatización absoluta que conlleva la abolición de las libertades. Lo que promueve no es el ilusorio socialismo con rostro humano que soñaban con inocencia en los países sometidos al yugo de la Unión Soviética, sino el rigor inmisericorde y crudelísimo que impusieron las estalinistas. Como bien lo ha dicho mi amigo José Alvear Sanín, lo suyo presagia la pesadilla polpotiana que trató de llevar al extremo la distopía marxista.
Hay que insistir en que Colombia atraviesa por la peor situación de una historia que ha sido pródiga en adversidades. Ojalá podamos superar estos momentos de dificilísima prueba.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: junio 19 de 2024