El presidente de Colombia se está defendiendo como un gato patas arriba. No está dispuesto, ni mucho menos, a entender el porqué de los cuestionamientos que se le hacen, ni a asumir con entereza republicana las investigaciones judiciales que se adelantan contra su campaña, por cuenta de las dudas muy fundadas que existen respecto de la financiación de la misma.
Para hacer una lectura real de la reacción de Petro, es necesario entender su naturaleza evidentemente criminal.
Se está ante un sujeto que se forjó en las filas de la criminalidad, que hizo parte de una banda terrorista, pertenencia de la que se siente orgulloso hasta el punto de seguir agitando su bandera en actos públicos. Alguien con semejantes antecedentes, no tiene limitación moral para ordenar o permitir que su campaña presidencial sea financiada ilegalmente, o que en el ejercicio del gobierno se transgreda alevosamente el código penal.
Él se burla de los colombianos. Enfrenta las denuncias diciendo que se trata de una conspiración para sacarlo del poder. Desconoce a las autoridades señalándolas de ser copartícipes de un golpe de Estado que solo existe en su atormentada imaginación.
En el fondo está tranquilo porque logró uno de sus principales objetivos: controlar a la Fiscalía General de la Nación. La señora Luz Adriana Camargo, hasta ahora, no ha dado mayores señas de independencia. Todo lo contrario: algunas de sus decisiones permiten sospechar que, de alguna manera, está favoreciendo la agenda del gobierno. El caso de la posible liberación de los terroristas de la denominada primera línea, además de inaudito, es reprochable y prevaricador.
Sin sonrojarse, Petro aseveró que el expresidente Iván Duque es un terrorista (¡!). Semejante afirmación brotó de la boca de una persona que a los 20 años estaba aprendiendo a extorsionar, a secuestrar, a perpetrar robos a mano armada, a tomar por asalto edificios públicos y a asesinar, entre muchos otros crímenes que se cometen en los grupos terroristas como el M-19. Con esos mismos veinte años, el doctor Iván Duque estaba formándose, nutriéndose intelectualmente, preparándose para ser un buen ciudadano y cumpliendo con sus deberes sociales. Las diferencias entre ellos son rutilantes. El uno -Petro- es el reflejo de la más sucia degradación moral, mientras que el otro es ejemplo de grandeza y civilidad.
El problema no está en que Petro mienta como un bellaco, sino en que haya millones de personas que lo vean como un ejemplo a seguir. ¿Así de podrida está el alma de tantos colombianos?
Las instituciones no pueden dejarse amedrentar por las amenazas del jefe de Estado. Él trata a las demás ramas del poder como si fueran secuestradas suyas, y no es así. La independencia de la justicia se ha hecho sentir -con la angustiante excepción de la fiscalía en las últimas semanas- y el congreso, aparentemente, no está dispuesto a seguir sirviendo de notario solícito del desquiciado huésped de la Casa de Nariño.
Las amenazas de Petro no cesarán. El, como todos los psicópatas, se regocija llenando de miedo a sus víctimas. Evidentemente, radicalizará el discurso contra sus opositores, llamándolos mafiosos, terroristas, golpistas y asesinos, mientras encuentra la manera de terminar de incendiar al país para, alegando una situación excepcional, convocar a una constituyente espuria que le confeccione una Carta a la medida de sus necesidades.
El hombre pasó al ataque. Está en guerra contra la democracia y, desafortunadamente, en la oposición no se vislumbra un perfil capaz de enfrentarlo como debe ser: convocando al pueblo a través de un discurso sensato que inspire y encienda el espíritu de lucha en defensa de la libertad.
Las denuncias por corrupción, por los abusos de él, de su familia, de sus allegados y funcionarios, los insultos, los rumores sobre su estado de salud, ni siquiera la difusión de imágenes suyas borracho o drogado, lo harán desfallecer. A Gustavo Petro solamente se le puede debilitar quitándole el “monopolio” que él cree ejercer sobre el pueblo.
Publicado: mayo 14 de 2024