Por Ernesto Yamhure
Pasados cuatro meses del fallecimiento de Beatriz de Ordóñez, su familia acaba de publicar un breve ejemplar que contiene la transcripción de unas reflexiones que ella empezó a grabar cuando supo que era inminente su comparecencia ante Dios.
Abrazando mi cruz es el título del libro que empieza con los primeros recuerdos de una mujer que desde siempre tuvo una firme fe en Dios, fe que con el paso de los años fue solidificando.
El libro es una estupenda lección de confianza, de abandono, de aceptación sin miramientos de la voluntad de Dios.
Es el testimonio de alguien que en vida tuvo un temperamento recio, a la que no le tembló la voz ni el pulso cuando de defender y difundir sus principios correspondía, pero que asumió con una gran obediencia la noticia de la dolorosa enfermedad que acabó con su vida.
No se trata de la narración de una lamentación, sino las reflexiones más íntimas de una mujer que aceptó con valentía cristiana la voluntad de Dios, que se preparó desde el primer momento para un buen morir, que no cayó en la autocompasión y que quiso vivir sus dolores y su deterioro físico dando ejemplo y entregándose a los brazos del Señor.
En tiempos en los que la vida es cada vez más despreciada, donde los gobiernos pretenden “normalizar” el aborto y la eutanasia, Beatriz narra cómo se aferró a su enfermedad a la espera de que se cumpliera, de acuerdo con la voluntad Divina, su paso por este mundo, aprovechando todos los momentos para disfrutar de la compañía de su esposo el exprocurador Alejandro Ordóñez, a sus tres hijas, a sus nietos, yernos y hermanas.
A pesar de las dificultades, de las limitaciones, de los profundos quebrantos, con mucha esperanza reclamó un buen morir. De acuerdo con la narración, no hubo quejas, ni peleas contra la realidad. Con serenidad y profundo amor, Beatriz nos comparte cómo abrazó su cruz, cómo disfrutó hasta el último segundo de su vida, sin perder la esperanza de que será recibida en el Reino de los Cielos, como efectivamente esperamos todos los cristianos.
Naturalmente, lamentaba separarse de los suyos. En las últimas páginas del libro se lee: “Estoy feliz de morirme porque voy a ver a Dios, a la Santísima Virgen, y a los santos, pero también siento tristeza de dejar a mi familia. Se cortan las ilusiones, por ejemplo, de ver crecer a mis nietos que tanto amo, y de seguir aportándoles a mis hijas el buen consejo, porque una buena madres siempre está inspirada por Dios a dar el buen consejo a los hijos”.
Beatriz fue una buena persona, una buena esposa, una madre de calidades insuperables. Amiga de sus amigos. Siempre atenta, siempre dispuesta a oír y a dar sus opiniones. Murió como quería. No permitió que la desesperanza se apoderara de ella. Llevó con infinita dignidad su enfermedad, hasta la madrugada del 24 de septiembre del año pasado.
A su familia sólo les pidió que siguieran siendo fuertes en la fe, que continuaran rezando por su alma, que asistieran a la misa dominical tridentina y que diariamente recen -como debe ser- el Santo Rosario.
Para quien estas líneas escribe, resulta un privilegio que sus descendientes hayan compartido un ejemplar de esa maravillosa compilación de reflexiones. Aprecié a Beatriz desde el día que tuve el honor de conocerla. No la vi como la “esposa del Procurador”, sino como a una mujer con talante, talento y principios.
Me quedo con el recuerdo de alguien a quien consideré mi amiga. Que Dios la tenga en Su Gloria.
Publicado: febrero 30 de 2024