70 años del golpe

70 años del golpe

El pasado 13 de junio se cumplieron 70 años del único golpe militar que sufrió Colombia durante el siglo XX, cuando el general Rojas Pinilla desobedeció el decreto que lo llamaba al retiro del Ejército como consecuencia de los abusos e insubordinaciones contra el presidente de la República. 

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Para comprender los hechos es necesario remontarse a 1950, año en el que Laureano Gómez fue elegido como presidente de la República.

El país seguía con las heridas del 9 de abril aun sangrando. Los hechos posteriores al bogotazo, cuando la dirigencia liberal pactó un entendimiento burocrático con el presidente Mariano Ospina Pérez sobre la base de que Laureano Gómez fuera expulsado y repudiado por el gobierno, permitían imaginar que la carrera política de Gómez había finalizado. 

Tan pronto se confirmó la muerte de Gaitán, la turbamulta liberal se volcó a señalar a Laureano, que se desempeñaba como ministro de Relaciones Exteriores de Ospina, como el responsable del crimen. 

El primer objetivo de los enardecidos gaitanistas fue la sede del diario El Siglo, ubicada en La Capuchina -carrera 13 con calle 15 en Bogotá- y la finca de recreo del jefe conservador en Fontibón. Ambas propiedades fueron consumidas por las llamas desatadas por los iracundos seguidores del dirigente asesinado. 

Gómez Castro, que era el anfitrión de la novena conferencia Panamericana que estaba sesionando en Bogotá, tuvo que buscar refugio en el ministerio de Defensa -entonces llamado ministerio de Guerra-, y tan pronto pudo, salió del país para salvar su vida y la de su familia. 

El presidente Ospina Pérez, sentado a manteles con Echandía, el director de El Espectador Luis Cano, Carlos Lleras Restrepo, Plinio Mendoza Neira entre otros, descartó de plano renunciar a la jefatura de Estado, tal y como pretendían los ensoberbecidos liberales que lo visitaron y que, en cambio, fueron -para utilizar términos contemporáneos- “enmermelados”. Darío Echandía fue tranzado con el ministerio de Gobierno -hoy Interior- y otros miembros del partido rojo terminaron al frente de las carteras de Justicia, Educación, Minas, Higiene -hoy Salud- y Agricultura. 

Por supuesto, Laureano fue defenestrado de la cancillería y no tuvo alternativa distinta a la del exilio. Lleno de amargura e invadido por la decepcionante actitud del presidente Ospina, se instaló en la España del generalísimo Franco.

Regreso a Colombia y elección como presidente

En su formidable libro Si viviera Laureano el historiador Antonio Cacua Prada recoge una nota editorial publicada por el diario madrileño ABC, respecto del exilio de Gómez en la madre Patria: “Don Laureano Gómez, huésped de España en estos días, es probablemente la figura más destacada e ilustre de la política colombiana (…)”.

Permaneció poco más de un año en España. Regresó a Colombia el 25 de junio de 1949, y en octubre de ese mismo año la convención del partido Conservador lo proclamó como su candidato presidencial. En tono exultante, Guillermo León Valencia protocolizó la designación con estas palabras: “Carácter de Laureano Gómez, condúcenos a la victoria”.

Laureano jamás busco el poder. Al contrario, el poder lo buscó a él y así lo dijo ante los convencionistas que acaban de ungirlo como su candidato: “Estoy cierto que no existe en Colombia ningún conservador ignorante de mi renuencia decidida a ocupar puestos de primacía y de que ante los peligros de la patria y de la colectividad, sólo regresé al país a formar entre las simples filas de sus soldados”. 

El liberalismo lanzó a Darío Echandía quien retiró su candidatura alegando falta de garantías, luego de que su hermano Vicente fuera asesinado en una concentración en las inmediaciones de la planta de la cervecería Bavaria.

Compungido, el chaparraluno dio un paso al costado y repetía insistentemente que, por culpa suya, su hermano había perdido la vida.

1.140.619 colombianos votaron por Gómez en las elecciones que se celebraron el 27 de noviembre de 1949. 

Aquel proceso electoral estuvo marcado por el odio y el sectarismo liberal. Carlos Lleras, uno de los más rabiosos críticos de Gómez -jamás le perdonó que se refiriera a él como el “microbio de las finanzas”- llegó al extremo inaudito de prohibir que los liberales socializaran con los conservadores: “…Mientras no se nos ofrezca una república distinta, garantías que pongan fin a este oprobio, las relaciones entre liberales y conservadores, rotas ya en el orden público, deben estarlo igualmente en el orden privado”, dijo en un virulento discurso días antes de las elecciones presidenciales. 

La tarde del 7 de agosto de 1950, el presidente de la corte suprema de justicia le tomó el juramento a Laureano Eleuterio Gómez Castro como vigesimocuarto presidente de la República de Colombia. 

Su discurso de posesión es una pieza maravillosa en la que hizo un recorrido por los principios del derecho natural, las tradiciones, la fortaleza de la nación ante los embates del marxismo , exaltando los arraigados valores cristianos de la sociedad que gobernaría.  

En su diagnóstico de país hizo énfasis en un tremendo vicio que paraliza a Colombia y que es responsable del atraso: “La obsesión de la política, no en el noble y filosófico sentido del cultivo de la ciencia cuyos principios enseñan la mejor manera de obtener la seguridad y la prosperidad públicas, sino en el que más propiamente podría designarse politiquería, desapacible vocablo como la actividad que denota… Nuestro país está enfermo de politiquería, y ese estilo debe cambiarse”.  Parece que las palabras de Gómez, hace 73 años, continúan teniendo validez en el país de hoy. 

Planteó los tres pilares sobre los que reposaría su administración: “El ejercicio del gobierno es un ponderoso deber dirigido al servicio de la justicia, al sostenimiento de una seguridad imperturbable y a la protección eficaz de los legítimos derechos de los asociados”. 

Hoy, cuando los colombianos registran con estupor cómo desde las más altas esferas del poder se lanzan iniciativas para dejar impunes a los criminales y a los peores asesinos, debería retomarse la sencilla sentencia de Gómez plasmada en el memorable discurso: “El homicida es el primer enemigo de la sociedad. Sabiéndolo tal, el gobierno hará caer sobre él todo el peso de la autoridad pública, y quien prive de la vida a su semejante no espere ninguna clase de disimulo o benevolencia, excusándose en servicios políticos, en fervorosas adhesiones, ni en arrebatos pasionales…”. 

Laureano Gómez nació en Bogotá el 20 de febrero de 1889

El gobierno de Laureano

Inauguró su gobierno en circunstancias adversas. La polarización era formidable. Los liberales, que estaban irremediablemente divididos, lograron ponerse de acuerdo para que sus periódicos ni siquiera hicieran referencia a la posesión del nuevo presidente. 

Lo que unía al liberalismo era el odio hacia el gladiador que les hizo la vida imposible durante los 16 años que gobernaron luego del desplome de la hegemonía conservadora. 

La pugnacidad del gobierno hacia un sector del partido liberal, liderado por Carlos Lleras, se agudizó por cuenta del respaldo que esa facción dio a las guerrillas que se formaban en las selvas colombianas. El Ejecutivo estaba seguro de que la violencia que empezaba a sufrir el país era consecuencia de la expansión comunista global. 

El presidente Gómez era un anticomunista decidido, y por eso mismo no dudó un instante en sumar a Colombia a la coalición internacional conformada por la ONU para intervenir en Corea, decisión que se puso en marcha con el envío del célebre batallón Colombia a bordo de la fragata Almirante Padilla

El 28 de octubre de 1951, cuando llevaba únicamente 14 meses al frente de los destinos de su país, Laureano sufrió un infarto. Su precaria salud lo forzó a solicitar una licencia transitoria que desembocó en la asunción del designado a la presidencia, Roberto Urdaneta.

El historiador estadounidense y gran conocedor de la vida, obra e ideas de Laureano Gómez, James Henderson, en su monumental obra La modernización de Colombia puntualizó que “es posible que Laureano Gómez hubiera dejado la presidencia, pero se aseguró de poder controlar el gobierno desde su cama de enfermo. Lo hizo de tres maneras. En primer lugar, dejó un cuerpo de lugartenientes en quienes podía confiar para que llevaran a cabo sus programas, entre ellos los más importantes eran Roberto Urdaneta, confirmado como presidente encargado; Luis Ignacio Andrade, un laureanista de vieja data; Jorge Leyva [padre del actual canciller Álvaro Leyva Durán], un protegido de Gómez y Álvaro Gómez Hurtado, quien encabezaba a los laureanistas en el senado. En segundo lugar, Gómez mantuvo su dominio del Partido Conservador al impedir que Gilberto Alzate Avendaño [gran critico y contradictor de Gómez] obtuviera el control del Directorio Conservador. Finalmente Laureano Gómez intentó mantener su influencia mediante la reforma de la Constitución [la fallida reforma de 1953, con la que se pretendió fortalecer el poder del Ejecutivo y establecer el corporativismo en Colombia]”. 

Los abusos de Rojas Pinilla: “El caso Echavarría”

El empresario Felipe Echavarría Olózaga alternaba entre Bogotá y Nueva York. Intempestivamente a dar señales de locura. Gritaba a los cuatro vientos que había recibido ordenes de un servicio secreto en el sentido de que debía permanecer en la capital colombiana promoviendo el derrocamiento del gobierno que entonces lideraba Roberto Urdaneta en su calidad de designado, y ejecutar el asesinato del comandante de las Fuerzas Militares, el general Gustavo Rojas Pinilla. 

Era evidente el desequilibrio mental de Echavarría quien, sin embargo, fue abusivamente capturado por unos soldados enviados por Rojas. 

Don Felipe fue recluido en una guarnición militar donde fue sometido a toda suerte de vejámenes y torturas. Rojas ordenó que el empresario fuera desnudado y sentado sobre bloques de hielo hasta que “confesara” los detalles de la conspiración que sólo existía en la atormentada cabeza del infeliz apresado. 

Enterada de la tragedia, la familia Echavarría contactó a Enrique Gómez Hurtado, hijo del presidente de la República con el fin de informarlo sobre lo que estaba ocurriendo. 

Tan pronto el presidente Gómez supo de la situación, hizo las gestiones necesarias para que Echavarría Olózaga recuperara la libertad de manera inmediata, e instruyó a Urdaneta para que adoptara las medidas necesarias contra el general Rojas, empezando por retirarlo del servicio. Le dio un plazo de 10 horas.

Rojas Pinilla, que por cuestiones del destino había sido alumno de Laureano Gómez en la facultad de ingeniería de la universidad Nacional, era un resabiado conspirador. Desde el mismo instante en que el gobierno le fue entregado temporalmente a Urdaneta Arbeláez, Rojas se dio a la tarea de hacer hasta lo imposible para evitar que el presidente titular reasumiera el poder.

Rojas Pinilla fue alumno de Laureano en la Universidad Nacional

El golpe 

Se cumplió el plazo fijado y Urdaneta no adoptó las medidas contra el abusivo general. El sábado 13 de junio de 1953, Gómez pidió una cita con el presidente encargado. Se le dijo que el doctor Urdaneta estaba en cama, cuidando un resfriado y que le sería imposible atenderlo.

Sin pensarlo dos veces, Gómez se desplazó hasta la Casa de Nariño y de inmediato se dirigió a la casa privada donde encontró a su interlocutor enfundado en una ruana, sudoroso y con fuertes accesos de tos.

Pero permitamos que sea el propio Laureano el que narre los hechos, acudiendo al primer mensaje a los colombianos, carta remitida por él desde Nueva York pocas semanas después del golpe de Estado: “Yo habría podido refugiarme en mi enfermedad y en mi inmenso duelo [hacía pocos días había muerto su hijo Rafael en un accidente aéreo] para fingir ignorancia de lo que ocurría. Pero llevaba la suprema investidura de la república. Mi comodidad personal debía desaparecer ante el cumplimiento de mi obligación”.

Aclarado el porqué tomó cartas en el asunto, recordó paso a paso los movimientos que hizo aquel 13 de junio para reasumir el poder y sacar a Rojas del ejército: “…Fui entonces al Palacio para hablar con el Designado. Le manifesté mi opinión nítida sobre el dilema que se confrontaba… Le dije que la honra del país y el prestigio de nuestra causa imponían que se le llamase [a Rojas Pinilla] a calificar servicios…El hombre para hacerlo soy yo… El Designado observó que el golpe de Estado no dejaría de producirse. Repliqué que era peor aceptar la iniquidad, para que no ocurriera”.

Las autoridades fueron notificadas vía telegrama: “Comunícole en la mañana de hoy he reasumido el ejercicio de la Presidencia de la República…” se leía en el encabezado del Marconi que llegó a todos los gobernadores, alcaldes, intendentes y comisarios [entonces, además de departamentos, los llamados territorios nacionales estaban integrados por intendencias y comisarías].

Al medio día comenzó la sesión del consejo de ministros convocado por Gómez. El único punto de la agenda: informar las razones por las que había retomado el mando y emitir el decreto que ponía fin a la carrera militar de Gustavo Rojas Pinilla, oficial que en ese momento se encontraba en su casa de recreo en el municipio de Melgar, pero estaba perfectamente enterado de los sucesos que se desarrollaban en la capital. 

El presidente le solicitó el ministro de Guerra, Lucio Pavón Núñez que suscribiera el decreto en cuestión. Núñez se negó a hacerlo. Gómez, calmadamente recorrió el salón con la mirada y se detuvo frente a uno de ellos: “Nombro al doctor Leyva como ministro de Guerra”. 

Entre la exprimera dama y furibunda enemiga del presidente, doña Bertha Hernández de Ospina, y un grupo reducido de generales y coroneles, se puso en marcha el plan que esa misma noche desembocaría en el derrocamiento del gobierno legítimo. 

En cuestión de minutos, las unidades militares más importantes declararon el acuartelamiento de primer grado. Paralelamente, un avión de la Fuerza Aérea despegó hacia Melgar para recoger al felón que se disponía a tomar ilegítimamente el gobierno de la república. 

Laureano Gómez intuía el desenlace. Conocía de tiempo atrás las maniobras de Rojas y era perfectamente consciente de que el militar iba a hacerse con el poder a las malas.  Salió de la sede presidencial hacia la residencia de sus consuegros. Tranquilamente pasó la tarde preparando pandeyucas con ellos.

Mientras tanto, el recién nombrado ministro de Guerra era apresado por un grupo de militares afectos a Rojas Pinilla, quien luego de aterrizar en Bogotá se desplazó hasta la Casa de Nariño. Para salvar las apariencias le pidió al doctor Roberto Urdaneta que siguiera al frente del gobierno y que él se encargaría de legitimarlo con el respaldo de las Fuerzas Militares.

Urdaneta se opuso radicalmente. Dijo que seguiría fungiendo como presidente previa renuncia voluntaria del titular, situación improbable. 

Arribaron a la presidencia los jefes conservadores enemigos de Gómez, encabezados por el expresidente Mariano Ospina y Alzate Avendaño. Fueron ellos los encargados de protocolizar el golpe. En medio de aplausos y de discursos cargados de fingido “patriotismo” le dieron la bienvenida a Rojas Pinilla. Por supuesto, se encargaron de quedar muy bien ubicados en la repartición de ministerios y de burocracia. Al fin y al cabo, al decir popular, no hay almuerzo gratis. Y ellos no iban a dejar de cobrar el suntuoso banquete que acababan de servirle al chafarote en suntuosas bandejas de plata. 

Roberto Urdaneta, Rojas Pinilla y Mariano Ospina Pérez

Hacia el destierro

A eso de las 10 de la noche del 13 de junio, la radio difundió las primeras noticias respecto del golpe. Laureano se limitó a decir que “lo que había que hacer, ya está hecho; la doctrina conservadora ha quedado como después de un bautismo; queda claro que el presidente fue depuesto por cumplir con su deber. Lo que conmigo hagan no tiene importancia”. 

Cuatro días después del golpe, en la mañana del 17 de junio Laureano, su esposa y sus tres hijos fueron conducidos por una caravana militar hacia el aeropuerto de Techo. Allí abordó un vuelo hacia Nueva York, ciudad en la que permaneció algunos días. Después emprendió el camino hacia el destierro definitivo en España. 

Enfermo, repudiado, maltratado y perseguido. No dejó que la adversidad lo doblegara. Laureano era un hombre paciente. Tenía una envidiable capacidad para prever sucesos futuros. Serenamente esperó el desgaste de la tiranía. Sabía que más temprano que tarde el régimen caería como un fardo. 

No estaba equivocado. Aquellos que aplaudieron su derrocamiento pronto tuvieron que reconocer que su figura y sus aportes eran esenciales para garantizar y habilitar el retorno de la democracia. 

Se establecieron los primeros contactos que desembocaron en los diálogos directos entre el llamado iracundo desterrado y el jefe liberal Alberto Lleras Camargo, encuentros que se materializaron en la suscripción de los pactos de Benidorm y de Sitges -bautizados así por las ciudades del sur de España en las que se celebraron- de 1956 y 1957.

Laureano y Alberto Lleras

Al plasmar su firma en el documento final con el que se acordaba la celebración de un plebiscito que legitimara los acuerdos alcanzados, Laureano expresó que Colombia es tierra infértil para la dictadura

Hoy, 70 años después del ignominioso golpe, y con las terribles amenazas que ciernen sobre el país, hay que elevar una plegaria al cielo para que esa infertilidad continúe existiendo.

@IrreverentesCol

Publicado: junio 16 de 2023