Roma

Roma

Roma me recuerda a un hombre que vive exhibiendo a los visitantes el cadáver de su abuela: el New York Times le atribuía la frase a James Joyce. Leyendo ese periódico, Barclays pensó:

-Debemos ir a Roma a pasar las fiestas.

Cuando pensaba en plural, pensaba en su esposa Silvia y su hija Sol. Sus hijas mayores no irían con él ni a la bodega de la esquina. Pasarían las fiestas con su madre, con el novio francés de su madre, todos afligidos (enhorabuena, pensaba Barclays) porque Francia perdió la final del mundial de fútbol.

No sabía Barclays (suerte la suya) que los días que pasarían en la capital italiana haría más frío en Miami, donde vivía con su esposa y su hija menor, que en la propia Roma. Para justificar sus deseos de viajar, solía decir:

-El que no va, no ve.

También decía, citando a Virgilio:

-La fortuna sonríe a los audaces.

Sin embargo, el avión de la aerolínea italiana era una auténtica chatarra vieja: no había espacio para los maletines de mano, los asientos casi no se reclinaban y eran angostos bordeando la tortura, las películas solo aparecían en italiano (aunque con frecuencia el servicio de entretenimiento colapsaba y no aparecían del todo), y la comida era francamente mediocre: el filete de pescado parecía un trozo de terracota.

Peor aún, era imposible dormir: Barclays se encontraba rodeado por dos gordos descomunales que dormían, roncaban y expelían ventosidades criminales. Curiosamente, los gordos eran pareja. Extrañamente, cada tanto despertaban, caminaban al baño y regresaban perfumados. Eran masivamente obesos, una fábrica industrial de flatulencias, pero bañaban sus abultados carrillos de monja con perfumes de alta gama.

Llegando a Roma, los Barclays fueron bienvenidos por una atenta señora enviada por el hotel, quien, un mar de sonrisas, benvenuto, avanti, andiamo, allora, prego, grazie mile, consiguió sortear las filas más espesas y sacarlos rápido de aquel pandemonio humano.

A mediodía estaban en el hotel, en el corazón histórico de Roma, en la vía del Babuino. El clima parecía insuperable: un sol radiante, 15 grados centígrados, un mar de gente caminando por las aceras y en especial por las calles angostas, adoquinadas. Era una locura y una belleza, “La Grande Bellezza”, como en la película extravagante y genial de Sorrentino. La atenta señorita de la recepción les dijo, un mar de sonrisas, que las habitaciones aún no estaban listas. Debían esperar. Las mucamas estaban limpiándolas. Paciencia, pensó Barclays, usualmente impaciente. Una gata del hotel llamada Lisa se acercó sigilosa a Silvia y trabó desconfiada amistad con ella. Silvia amaba a los gatos y a los perros; a los humanos, mucho menos.

A las nueve de la noche, Silvia despertó a Barclays:

-Tu hermano y su familia están abajo -le dijo-. Hemos quedado en comer con ellos.

Puntual y atento como siempre, Octavio, hermano menor de Barclays, había llegado al hotel a la hora pactada, las nueve de la noche. Pero Barclays, un desastre, seguía durmiendo.

-Me visto en cinco minutos -dijo.

-No -le dijo Silvia, en tono enérgico-. Te bañas, te lavas el pelo y bajas presentable.

Silvia y su hija Sol estaban bellas y radiantes y bajaron a recibir a Octavio y su familia. Media hora después, apareció Barclays meneando su tejido adiposo como una foca veterana, excusándose por la grosera impuntualidad. Cenaron entre grandes risas. La niña Sol era un espectáculo burlándose de cierta gente que no le resultaba cara. Octavio y su familia habían llevado unos regalos estupendos. Barclays, un desastre, no había comprado regalos, así que obsequió dinero en efectivo: euros, dólares, libras esterlinas. Silvia lo miraba por el rabillo del ojo, como diciéndole:

-Eres un vulgar, eso no se hace.

Al día siguiente, caminando por la arena del Coliseo, el guía, Carmelo, a quien Barclays llamaba una y otra vez Marcelo, les dijo:

-Este Coliseo se construyó hace dos mil años. Veinte siglos. Cuatro siglos antes de que los incas construyeran Machu Picchu.

El guía Carmelo les recordó que en esa arena corría copiosamente la sangre: sangre de los gladiadores que no eran hombres libres, sangre de los esclavos capturados en las guerras, sangre de los animales salvajes, sangre de los animales selváticos:

-Aquí murieron miles de hombres y miles de animales. Los hombres peleaban con leones y tigres. Pero también con elefantes y jirafas.

La niña Sol lloraba delicadamente.

-¿Por qué lloras, mi amor? -le preguntó su padre.

-Porque este lugar tiene mala energía, me da malas vibraciones -respondió la niña.

Estaba fatigada, contrariada. Silvia, su madre, una gladiadora, se sentía, por el contrario, emocionada y excitada, como si quisiera pelear con alguien. El guía hablaba y hablaba y Barclays lo oía, pero a ratos no lo escuchaba:

-El pueblo venía a ver sangre. La sangre era el circo. Todos estaban borrachos. Todos, los ricos y los pobres, los emperadores y los esclavos, estaban borrachos. Tomaban vino como si fuera agua.

Barclays tocó la piedra, las piedras, y dijo:

-Estas piedras tienen dos mil años. Los hombres pasamos, las piedras quedan.

-Las piedras y los árboles -añadió el guía Carmelo, a quien Barclays seguía llamando Marcelo.

El clima era propicio para caminar, pero las calles estaban desbordadas de gente. Los peatones recorrían las aceras hablando a los gritos y fumando con frecuencia y no tenían reparos en invadir las calles y las avenidas, obstruyendo el paso de los coches, las motos, las ambulancias. En todo momento parecía que un auto iba a arrollar a un viandante, a una señora con bastón, a una mujer con un bebé, pero por fortuna no ocurría y todos coexistían en un caos que fluía, un caos que resultaba bello y, a la vez, enloquecedor.

No menos caótico era el Museo del Vaticano. Barclays lo había recorrido en compañía de su madre Dorita, fanática religiosa, conspiradora del Opus Dei, amiga del Papa argentino:

-Si vas al Vaticano, quiero que visites la tumba de Juan Pablo II y reces por mí -le había dicho Dorita a su hijo oveja negra.

-Por supuesto, mamá -prometió Barclays, a pesar de que era agnóstico.

En cierta ocasión, durante la ceremonia de canonización del Papa polaco, Dorita, sentada bien adelante como era su imperioso deseo, se vio urgida de orinar. Sin decirle nada a su hijo Barclays que la acompañaba, sin moverse de su asiento, sin retirarse la mantilla negra, sin dejar de orar en latín, Dorita Lerner viuda de Barclays se alivió en la Basílica de San Pedro, en el corazón mismo del Vaticano, mientras su hijo reprimía una sonrisa y veía cómo se deslizaba, serpentina, bajo la silla de su madre, la culebrilla líquida cetrina, compuesta de ácido úrico, derramada por dicha santa laica.

-Mi madre ora orinando, mi madre orina orando -pensó Barclays.

Ahora estaba de regreso, con su esposa Silvia y su hija Sol, profundamente arrepentido de haberse metido en esas filas humanas kilométricas que avanzaban a paso de hombre por las galerías vaticanas de techos espléndidos, embellecidos por el arte y la fe. Horas después, llegaron a la Capilla Sixtina. Barclays estaba exhausto, solo quería sentarse, pero no había dónde descansar las posaderas. Un guardia vaticano riñó a la gente que tomaba fotos, entre ella la esposa de Barclays:

-¡Este es un lugar sagrado! -levantó la voz el guardia malhumorado-. ¡No fotos, no videos!

-Si es un lugar sagrado -dijo la niña Sol-, no deberían cobrar por entrar.

Barclays se sintió orgulloso de su hija. En una frase, había resumido bien la historia de esa iglesia.

Lo mejor del museo fueron las camisetas de fútbol del Papa argentino: una de San Lorenzo, club del que era hincha declarado, y dos de la selección argentina, una de ellas firmada por Maradona.

Durante el largo recorrido por el Museo del Vaticano, Barclays se sintió oprimido, atenazado, atrapado: sentía que ese territorio y ese Estado le eran hostiles, enemigos; que estaba en una cárcel lujosamente decorada; que no saldría vivo de allí; que había sido un error volver al Vaticano. Pero sobrevivió, a duras penas sobrevivió. Frente a la tumba de Juan Pablo II, rezó:

-Querido polaco, te pido que mi madre viva hasta los cien años con buena salud. Y te pido que Messi juegue el próximo mundial.

Desde luego, Silvia le hizo una foto a Barclays rezando por su madre y se la envió a la señora Dorita, quien la recibió, extasiada.

Saliendo por fin del Vaticano, los Barclays se metieron en la cafetería de una señora oriental y tomaron cafés y coca colas: Barclays no creía en las religiones, pero sí en la cafeína para salir de un bajón anímico, entonar el espíritu y proseguir la aventura de estar vivos.

Pero el gran reto no fue sobrevivir al Vaticano, sino subir las ciento treinta y cinco escalinatas de mármol, en la plaza de España, caminando del hotel de Russie, cuyo jardín secreto enamoró a los Barclays, hasta el hotel Hassler, donde un pianista melenudo y enjuto tocaba con gracia singular en el bistró.

-No voy a poder subir todo esto -le dijo Barclays a su esposa.

Nunca había intentado subir las ciento treinta y cinco escalinatas. Espoleado por su esposa, arengado por su hija, quienes subían con asombrosa facilidad, Barclays fue subiendo las escalinatas de diez en diez, tomando largos descansos, recuperando el fuelle perdido, hasta llegar a la cumbre misma, frente a la iglesia de la Trinidad del Monte. Allí, a la hora del crepúsculo, los Barclays se hicieron unas fotos, maravillándose ante las vistas de la ciudad, y luego Silvia dijo:

-Tenemos que llevarle una pechuga de pollo a la gata del hotel.

Oficialmente, había vuelto a enamorarse de una gata más.

En la galería Borghese, Barclays, extenuado, dirigiéndose a Silvia, le dijo por error el nombre de su primera esposa, Casandra:

-¿Estás cansada, Casandra?

Silvia reaccionó con su habitual sentido del humor:

-Solo estoy cansada de que me digas Casandra.

Barclays le ofreció sentidas disculpas y se sintió un idiota.

El día en que los Barclays partieron de regreso a casa, las dos gatas del hotel, llamadas Mona y Lisa, una gorda, la otra magra, siguieron a Silvia hasta la puerta misma del taxi, como si supieran que dejarían de verla por un tiempo largo, incierto, impreciso, quizás hasta el final de los tiempos, como si intuyeran que echarían de menos las pechugas de pollo que ella les llevaba amorosamente de los estupendos restaurantes romanos en que cenaba.

Roma me recuerda a un hombre que vive exhibiendo a los visitantes el cadáver de su abuela, escribió Joyce, que vivió en Roma. Por lo visto, pensó Barclays, el cadáver de la abuela sigue gozando de buena salud.

@jaimebaylys

Publicado: enero 3 de 2022