Cuando en 2018 triunfó en las elecciones presidenciales Iván Duque, su contendor se negó a aceptar la derrota. Alegó, sin probarlo, que Duque había sido beneficiado con compra de votos y anunció que le haría oposición desde la calle.
Le llegó su oportunidad a mediados de 2021 a propósito de la reforma tributaria que propuso el entonces ministro de Hacienda, con la que se pretendía poner orden en el sistema impositivo nacional y recaudar unos ocho billones de pesos. La piedra del escándalo fue la intención de extender el IVA a productos de la canasta familiar, aunque con la posibilidad de devolverlo a contribuyentes de escasos recursos. Entonces, secundado por un Comité de Paro y sus conmilitones, promovió un desorden generalizado en las principales ciudades del país y en muchas carreteras, sobre todo las que comunican al principal puerto marítimo con el interior, impidiendo así la salida de productos de exportación y el ingreso de los importados. Se trataba de asfixiar la economía. Los perjuicios que de ahí se derivaron fueron enormes.
So pretexto de la protesta pacífica que garantiza la Constitución dentro de las libertades de expresión y de reunión, se articuló la llamada Primera Línea, un movimiento inorgánico y destructivo, que ejerció distintas acciones violentas, muchas de ellas de extrema gravedad. Las autoridades respondieron a esos desmanes a través del Esmad, un cuerpo policial especializado en el control de disturbios. Hubo, como es natural, enfrentamientos con los promotores de la anarquía, muchos de los cuales fueron capturados y puestos a disposición de las autoridades judiciales. Pero éstas, de modo extraño, no actuaron contra los autores intelectuales de la multitud de delitos que se cometieron por esos vándalos, pese a las denuncias que contra ellos se formularon.
El golpe de Estado contra el entonces presidente Duque fracasó, pero sus instigadores hoy están en el poder, gozando de una escandalosa impunidad.
El principal de ellos y gran beneficiario de esos desórdenes acusa a las autoridades de haber asesinado a un centenar de jóvenes que según él estaban ejerciendo el derecho legítimo a la protesta, no escatima sus invectivas contra el Esmad y pretende forzar a las autoridades judiciales a que liberen a los autores de temibles desafueros que causaron espanto en las comunidades. Según él, esos antisociales son víctimas y la victimaria que los tiene encartados es la sociedad. Sus deletéreas acciones no merecían ser repelidas por las autoridades.
Quiere que se les dé libertad para que actúen supuestamente como gestores o voceros de paz.
Dizque para darles oportunidades a miles de jóvenes de los sectores más menesterosos de las comunidades, se dispone a otorgarle a cada uno un subsidio de un millón de pesos mensuales, condicionado a que estudie y se aparte de la delincuencia. Se calcula en un billón de pesos anuales el costo de tamaña ocurrencia.
En declaraciones para la revista Semana esbozó una extraña política que va en contravía de principios elementales de las ciencias criminológicas, sin importarle que su ejecución entrañe un auténtico golpe de Estado contra el congreso y las autoridades judiciales. Según su punto de vista, al delincuente actual o potencial no se lo debe castigar, sino favorecer para que a través del estímulo pecuniario se ajuste al orden prescrito por la ley.
Al fin y al cabo, ese personaje se formó en ambientes subversivos, odia a las autoridades legítimas y el orden establecido, se siente a sus anchas en los ambientes trasgresores y se propone cambiar la sociedad según sus delirios ideológicos. La sindéresis no es virtud que lo adorna. No faltan los que dudan de su sanidad mental, pues todos los días nos alarma con nuevos disparates.
Afirma que su elección se debió al voto de un millón de jóvenes que se volcaron a las urnas seducidos por su demagogia. Es algo que invita a reflexionar sobre la crisis de nuestra democracia.
Jesús Vallejo Mejía
Publicado: diciembre 21 de 2022