Estos días mi hermana mayor estaría cumpliendo sesenta años. No alcanzó a cumplirlos. Un trágico accidente la emboscó meses antes de llegar a los sesenta.
Le habíamos sugerido que no montase en bicicleta a orillas de aquella autopista tan peligrosa, sin senda de ciclistas, por la que pasaban buses y camiones a alta velocidad. No nos hizo caso. Era una rebelde. Se sentía protegida por Dios. Sometía humildemente su existencia a los designios inescrutables de Dios.
Una mañana infausta, pedaleando en su bicicleta de carrera tras darse un chapuzón en el mar, fue atropellada por un bus o un camión cuyo conductor no se detuvo a auxiliarla y fugó cobardemente. Ninguna cámara de seguridad grabó el accidente. No pudo hallarse al culpable. Un amigo de mi hermana, poeta de espíritu noble, hizo todo cuanto pudo para encontrar alguna grabación sospechosa en las gasolineras cercanas. No tuvo suerte. El chofer que dejó agonizando a mi hermana seguramente duerme ahora tan tranquilo con su conciencia.
Murió lenta y serenamente, desangrándose, sin perder la lucidez. El auxilio médico tardó demasiado. La llevaron a una posta precaria que carecía de los equipos mínimos para salvarle la vida. Luego la condujeron a un hospital lejano. En el trayecto, acompañada por su esposo y su hijo menor, se despidió tranquilamente de ellos, les pidió serenidad y carácter para sobrellevar su partida y seguramente sintió que Dios estaba esperándola y entonces emprendió el viaje a la vida eterna, sin culpas ni temores, pensando que había vivido la vida que Dios trazó para ella.
En ese trance final de su existencia, no se quejó, no maldijo su suerte, no exigió que le salvaran la vida. Reposó como una paloma herida en las manos de Dios y así partió, resignada. Aceptó con tranquilo coraje su destino. No llegó a cumplir los sesenta años porque tal era la voluntad de su Creador.
Desde niña, fue pía y devota, ensimismada y espiritual, como ninguna otra niña en su colegio. Descollaba por su singular inteligencia, porque siempre estaba leyendo, porque defendía a los débiles, los pobres, los feos, a los castigados y desposeídos de este mundo cruel. Era una niña rara, rarísima, que no vivía del todo en este mundo. En la casa hacienda en que vivíamos, mi hermana tenía una casita de madera arriba de un árbol frondoso. Solo ella podía subir, asiéndose de la escalera de madera clavada en el tronco noble de dicho árbol. Era su santuario, su capilla privada, su lugar de lectura y de encuentro con Dios. Tres años menor que ella, yo no me atrevía a profanar ese espacio sagrado. Era de ella, solo de ella.
Cuando terminó el colegio, no fue una sorpresa para nuestros padres que mi hermana eligiese un destino religioso. Como mis padres eran profundamente religiosos, como mi madre era del Opus Dei, mi hermana se fue a vivir a una casa del Opus Dei, solo para mujeres, a tan precoz edad. Ya entonces, mis padres consideraban que mi hermana era una santa, una iluminada.
Tras pasar unos años en esa casa de beatas y santurronas, una residencia señorial en la que vivía con todas las comodidades, mi hermana se cansó de esa vida tan circunspecta y comedida y vino a vivir conmigo en la casa de nuestros abuelos, que la acogieron con extraordinaria generosidad, como me habían recibido a mí, la oveja negra de la familia, con singular ternura, casi con alegría.
Aquellos fueron los años en que, ya siendo adultos, me sentí más cerca de mi hermana y aprendí a adorarla. Estudiábamos en la misma universidad católica, trabajábamos en el mismo periódico, teníamos amigos comunes, acudíamos a las fiestas del fin de semana, bailábamos hasta el amanecer, yo le enseñaba a manejar los autos de los abuelos (pero ella era muy distraída y se olvidaba de mirar los espejos), compartíamos ciertas lecturas (aunque ella leía poesía y yo prefería cuentos y novelas).
El momento más placentero de aquellos años en que vivimos juntos era el desayuno, a las siete de la mañana, antes de salir a la universidad. La empleada de los abuelos nos servía unos platos deliciosos de avena con azúcar, jugos de naranja y papaya, y panes con mantequilla y mermelada de fresa. Podíamos comer cuatro, cinco, seis panes con mantequilla y mermelada, sin saciarnos. Era un momento de gran complicidad, de contarnos chismecillos graciosos, de reírnos de nuestra familia de locos y chiflados, de hacer planes para el futuro: ella escribiría un libro de poesía, yo escribiría un libro de cuentos, ambos seríamos escritores, después de todo nuestra bisabuela Mercedes Gallagher había sido una escritora de prestigio cuando pocas mujeres en aquella ciudad se atrevían a ser escritoras.
Tanto en la universidad, en la rotonda de los estudiantes de letras, como en el periódico conservador, en una callecita peatonal del centro de la ciudad, mi hermana tenía numerosos admiradores y enamorados. Como era muy bonita, como les sonreía a todos, como caminaba casi levitando, como era una criatura extraña y sobrenatural, no pocos jóvenes babeaban por ella en el campus y en el diario. Pero ella, siempre adornada por una media sonrisa, procuraba complacer a todos sus enamorados con exquisita cortesía, sin comprometerse con ninguno, lo que multiplicaba la pasión no correspondida de sus pretendientes, que vivían enfermos de amor por ella: un poeta narigón y borrachín; un escritor inconstante, barbudo, amante de la salsa y las discotecas llamadas “salsódromos” donde solo se bailaba salsa; un mitómano lenguaraz al que resultaba imposible acallar; y el heredero de una familia rica, dueña de un emporio minero.
Hasta que apareció un periodista, hijo mayor del dueño de una revista semanal, que, al parecer, obró el milagro de que mi hermana se enamorase de él. Ella había esquivado con gracia a todos sus enamorados, los había toreado como si fuesen becerros cegatones, los había dejado arrastrándose malheridos en la arena reseca del deseo, hasta que conoció a ese periodista avispado y se enamoró de él. Pero el periodista no se enamoró de mi hermana, pues ya estaba comprometido con otra joven, o se enamoró solo a medias de mi hermana, pero no quiso dejar a su novia formal, y mi hermana no condescendió a ser tan solo su amante furtiva, clandestina.
Fue entonces, herida en su orgullo, contrariada en sus florecientes pasiones amorosas, despechada por vez primera, cuando mi hermana me dijo que había decidido ser monja. Dejó su habitación monacal, dejó a sus gatos, dejó sus libros y se fue a un convento en los Andes, donde se recluyó como monja de clausura. Mis padres celebraron aquel acontecimiento familiar como si de un milagro se tratase. Yo me quedé muy triste. Sentí que había perdido a mi hermana.
Durante más de una década, no la vi, no hablé con ella, no le mandé una carta tan siquiera. Todo lo que sabía de mi hermana era lo que me contaban mis padres. Tu hermana es una santa, me decían. Tu hermana hace milagros, afirmaban.
Hasta que, en efecto, hizo un milagro inesperado e improbable: se cansó de ser monja, abandonó el convento, colgó los hábitos, volvió a la ciudad, se compró una moto y una tabla para correr olas y se volcó por completo, como si el futuro fuese una ficción nebulosa, a la poesía y al mar. Mis padres, tan ortodoxos en sus convicciones religiosas, se encontraban desconcertados, descorazonados. Yo me sentía extasiado y le sugería a mi hermana que escribiese un libro sobre sus años como monja de clausura.
No escribió ese libro, o no que yo sepa. Pero publicó dos poemarios notables que fueron celebrados por la crítica, a pesar de que ella rehuía delicadamente toda forma de exposición, de notoriedad: no daba entrevistas, no salía en la televisión, no le gustaba hablar de sí misma, era una artista consumada del perfil bajo.
Se enamoró de un pintor, de dos pintores. Los conocía porque publicaba entrevistas a pintores, y a artistas en general, en una revista cultural que salía los fines de semana. No trabajaba mucho, no tenía jefes ni horarios, detestaba las servidumbres de la vida laboral, del dinero, de la resinosa escalera al éxito. Mi hermana vivía para la poesía y el mar. Todo lo demás (la familia, el dinero, la reputación, las frivolidades) poseía una cualidad resbalosa para ella.
Sus novios pintores eran todos guapos y le duraban bien poco, sabe Dios por qué. No vivía con ellos, no cohabitaba con ellos. Mi hermana vivía con sus gatos y con su Dios, a quien llamaba Flaco, Flaquito. No por dejar de ser monja dejó de ser creyente ni de asistir a misa. Pero ahora había encontrado una manera menos envarada y sofocante de cultivar su fe religiosa.
Nunca la vi tan desmesuradamente feliz, radiante, jubilosa, extasiada, como en una fiesta que me permití dar, cuando cumplí treinta y cinco años. Yo tenía entonces cierto éxito en la televisión, ganaba bastante dinero, era millonario con aspavientos y quise festejar por todo lo alto mis treinta y cinco años. El mejor recuerdo de aquella fiesta espléndida, que conservo conmigo como un tesoro, es ver a mi hermana bailando con su novio, el pintor, el primero y más apuesto de sus novios pintores, un pintor de cierta nombradía en las galerías de América. Mi hermana y su novio bailaron tan espectacularmente, con tanta gracia y desenfado, con tanta pericia y exuberancia, que los otros bailarines de la fiesta, mis amigos, mis parientes, impresionados, deslumbrados, como si estuviesen contemplando un concurso de bailes en la televisión, formaron un círculo alrededor de ellos y se rindieron a aclamarlos, aplaudiéndolos, ovacionándolos: nadie podía creer que esa bailarina afiebrada, sin inhibiciones, que giraba como un trompo incansable, había sido monja, monja de clausura, monja de clausura más de una década, sin que su familia pudiese besarla, abrazarla, pues solo podía verla detrás de una rejilla metálica, como si estuviese presa.
Después mi hermana se casó con otro pintor, no con el pintor bailarín, a orillas de un río amazónico, sin curas ni jueces, sin fotógrafos ni padrinos, y tuvieron dos hijos, y se fueron a vivir a una casa bien al norte, lejos de la ciudad, a distancia caminable del mar, donde ella corría olas todas las mañanas, antes de emprender su travesía en bicicleta, a orillas de esa autopista tan peligrosa por la que pasaban silbando como balas perdidas los camiones y los buses.
Cuando pienso en ella, en mi hermana que estaría cumpliendo sesenta años estos días, nos veo tomando desayuno en casa de los abuelos, tan felices de ser hermanos, tan risueños; y la veo desmayándose a menudo en el periódico porque solo comía raciones minúsculas de vegetales crudos; y la veo despidiéndose de mí, partiendo en autobús a los Andes, dispuesta a ser monja; y la veo bailando como una diosa en la fiesta por mis treinta y cinco años: es así como quiero imaginarla ahora, en su cumpleaños número sesenta, bailando, bailando con un deleite y un goce muy vivos que no conocemos los humanos, bailando en una fiesta que no habrá de terminar, bailando una música que ella ha elegido y que no habrá de interrumpirse. Baila, querida hermana, que las nubes de la eternidad son ahora todas tuyas, tu pista de baile. No habrá una sola cosa que no sea una nube, escribió Borges.
Publicado: septiembre 19 de 2022
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