Los economistas muy populares entre los no economistas, especialmente entre los políticos, son extremadamente sospechosos. El total desprecio por la teoría de la demanda y su obstinada incomprensión del fenómeno del interés es la característica común a todos ellos. Ese el caso de Thorstein Veblen, John Kenneth Galbraith y Thomas Piketty. La actual estrella del firmamento de los economistas populares, Mariana Mazzucato, no es la excepción.
El título de su libro, El valor de las cosas, me pareció prometedor – Dios mío, me dije, frotándome las manos, una nueva teoría del valor – pero el subtítulo, Quién produce y quién gana en la economía global, me quitó la ilusión y me convenció de inmediato de que lo que seguía no era más que un amasijo de cuatrocientas caóticas páginas plagadas de diatribas contra la desigualdad, el sistema financiero y el capitalismo en general, en el mismo tono de sus ilustres predecesores.
La verdad me molesta tener que gastar tiempo criticando un libro tan mediocre, pero me siento en la obligación de hacerlo porque la profesora Mazzucato se ha convertido en la economista de cabecera de la izquierda latinoamericana y, en particular, de Petro Urrego. Fue ella quien le metió en la cabeza la absurda idea – que el hombre anda proclamando Uribe et Orbi sin pudor alguno – de que solo hay “creación” de valor en la industria y la agricultura, un poquito en el comercio, nada en las finanzas y ni tampoco en los servicios.
El problema no es que Petro Urrego haga el ridículo cada vez que divulga esa idea, el problema es que es el presidente y lo que tiene metido en la cabeza tiene consecuencias nefastas en el diseño de la política pública y en la actuación del gobierno. No creo que lo que yo diga o escriba pueda cambiar sustancialmente ese estado de cosas, pero me siento mejor creyendo que traté de hacer algo al respecto.
Hay una razón adicional, tal vez más importante, que justifica el esfuerzo crítico para refutar a Mazzucato; cual es el estado actual del pensamiento económico en Colombia, y al parecer en el mundo entero, que ha convertido a la desigual distribución del ingreso y la riqueza en el principal problema de la sociedad y la igualación en el principal objetivo de la política pública en todas sus manifestaciones.
Mazzucato es, por supuesto, una apóstol más del evangelio igualitarista, lo grave es que enfoca su ataque contra el sector financiero, el cual, de acuerdo con su teoría, es un vampiro que extrae el valor creado por el sector productivo, obstaculizando la inversión y, cómo no, aumentando la desigualdad.
Es imposible encontrar un mejor chivo expiatorio en un país donde, incluso a los economistas, les parece adecuado que la renta del sector financiero tenga una sobretasa de 3%, que se graven las transacciones financieras y que se castigue el ahorro gravando los dividendos, los patrimonios y las transacciones sobre activos financieros y reales. La teoría de Mazzucato da soporte a toda clase de barbaridades imaginables contra las finanzas y el mercado de capitales. Es muy dañina.
II
Mazzucato pretende, según anuncia en el prefacio, reformular la teoría del valor, nada más ni nada menos. Curiosamente, no menciona en su extensísimo libro las dos obras más importantes publicadas sobre el tema en los últimos sesenta o setenta años: Producción de mercancías por medio de mercancías de Piero Sraffa[1] y Teoría del valor de Gerard Debreu[2]; que son las presentaciones más acabadas de la teoría objetiva, la primera, y de la teoría subjetiva, la segunda; publicadas con un año de diferencia, en 1960, aquella, y en 1959, esta. Es algo así como pretender construir una nueva teoría de la gravedad sin mencionar a Newton ni a Einstein.
En su lugar Mazzucato se apoya en un literato, Oscar Wilde, y, cómo no, en el infaltable Karl Marx, referencia obligada de todo discurso anticapitalista. La conocida boutade del primero sobre la gente que conoce el precio de todo y el valor de nada, se convierte en el primer enunciado de su novísima teoría; al tiempo que la desueta teoría del valor trabajo del segundo aporta la estructura analítica.
No todo lo que tiene precio tiene valor, es el enunciado central de la “teoría”, de ahí se sigue todo lo demás. Cuando esto lo dice alguien, en medio de un coctel, suena divertido; pero cuando lo dice, con toda seriedad, una economista que pretende revolucionar la teoría del valor, da ganas de llorar. Para que no se me acuse de calumnia, ahí va una cita, un poco larga, que contiene la esencia de las ideas de Mazzucato:
“Este libro aborda un mito más moderno, el de la creación de valor en la economía. Esa creación de un mito, según sostengo, ha permitido una inmensa extracción de valor, lo que ha facilitado que algunos individuos se hagan muy ricos y consuman, en el proceso, la riqueza social. La finalidad de este libro reside en cambiar este estado de cosas, revigorizando de paso el debate sobre el valor, que solía estar —y, como planteo, debería volver a situarse— en el centro del pensamiento económico. Si el valor es definido por el precio —establecido por las supuestas fuerzas de la oferta y la demanda—, entonces, siempre que una actividad tenga un precio se debería considerar que crea valor. De modo que, si ganas mucho, debes de ser un creador de valor. Bajo mi punto de vista, la manera en que se utiliza el término «valor» en la economía moderna ha provocado que resulte más fácil que las actividades de extracción de valor se hagan pasar por actividades creadoras de valor. Y, en el proceso, las rentas (ingresos no ganados) se confunden con los beneficios (ingresos ganados); la desigualdad aumenta, y la inversión en la economía real cae[3].
III
Ofrezco disculpas por la siguiente digresión un tanto abstracta, pero, a mi juicio, absolutamente necesaria.
De todo el conjunto de relaciones que se dan en la vida social, la economía se ocupa de la única que tiene una expresión cuantitativa: la relación de intercambio.
El intercambio – la entrega de algo por algo – es una de las tres formas posibles de obtener lo que tiene el otro y que yo deseo. La benevolencia y el saqueo son las otras dos.
El intercambio es algo extremadamente antiguo y al parecer está en presente en todos los pueblos y civilizaciones. Han debido realizarse millones y millones de intercambios antes de que la razón intentara comprenderlo. De la misma forma en que han debido caer al suelo millones de manzanas y toda clase de frutas y demás objetos, antes de que apareciera un Newton.
Así, la economía nace como ciencia el día en que al primer economista[4] se le ocurre que los millones de intercambios que en la historia han sido y los millones que serán en el futuro no son algo casual o arbitrario, sino que están regidos por alguna clase de ley.
En este punto es conveniente citar al economista favorito de Mazzucato y del cual proviene la totalidad de su novísima teoría del valor. Dice Marx:
“A primera vista, el valor de cambio aparece como la relación cuantitativa, la proporción en que se cambian valores de uso de una clase por valores de uso de otra, relación que varía constantemente con los lugares y los tiempos. Parece pues, como si el valor de cambio fuese algo puramente casual y relativo, como si, por tanto, fuese una contradictio in adjecto la existencia de un valor de cambio interno, inmanente a la mercancía”[5]
El punto con esta cita es reiterar que el propósito de la teoría del valor o de los precios, son la misma cosa, es explicar la relación de cambio, el valor de cambio, como lo llama Marx, o los precios relativos. Una teoría del valor que no explique eso es una teoría fallida.
Mazzucato retoma la teoría del valor trabajo de Marx, en su versión más primitiva, la del Tomo I de El Capital, que incluso los marxistas más acérrimos consideran un fracaso en la explicación de los precios relativos o valores de cambio.
Todo economista medianamente competente sabe que – incluso aceptando el heroico supuesto según el cual los diferentes trabajos concretos puedan reducirse a eso que Marx llama “trabajo general y abstracto”, supuesto sin el cual es imposible medir la plusvalía – el intercambio de mercancías con arreglo a las cantidades relativas de trabajo que se usan en su producción solo se da cuando dichas mercancías se producen solo con trabajo o cuando, de usarse capital, la relación capital trabajo o la composición orgánica del capital, como la llama Marx, es la misma en todas las ramas. Si las relaciones de intercambio no están determinadas por las cantidades relativas de trabajo, la teoría toda se viene al suelo, no hay plusvalía ni explotación[6].
Para evitar que Mazzucato y sus amigos digan que lo expuesto es solo el ataque de un neoliberal, es mejor que lo diga Engels, no yo. La historia es como sigue:
Inmediatamente después de la publicación de primer tomo de El Capital en 1867, todo mundo se dio cuenta de que la idea de que el valor de cambio de las mercancías depende de las cantidades relativas de trabajo era incompatible con la evidencia según la cual la ganancia está en proporción al monto total del capital invertido y que la tasa de ganancia tiende a igualarse en todas las actividades productivas.
Marx aceptó la crítica y anunció la solución del problema – que desde entonces se conoce como transformación de la plusvalía en ganancia y de los valores en precios de producción – para el tercer tomo. La verdad es que al parecer el hombre se dio cuenta de su fracaso, empezó a procrastinar, se dio a la bebida y no hizo nada. Murió en 1883.
Desesperado Federico Engels, el rico burgués que lo patrocinaba, tratando de recuperar con las ventas algo el capital invertido, cogió el amasijo de manuscritos que dejó el finado y, como pudo, publicó el segundo tomo, en 1885, y el tercero, donde está la transformación, en 1894. En ese tercer tomo, se encuentra esta increíble confesión de la bancarrota teórica de Marx:
“El cambio de las mercancías por sus valores o aproximadamente por sus valores presupone, pues, una fase mucho más baja que el cambio a base de los precios de producción, lo cual requiere un nivel bastante elevado en el desarrollo capitalista. (…) Prescindiendo de la denominación de los precios y del movimiento de éstos por la ley del valor, es, pues, absolutamente correcto considerar los valores de las mercancías, no sólo teóricamente sino históricamente, como el prius de los precios de producción. Esto se refiere a los regímenes en que los medios de producción pertenecen al obrero, situación que se da tanto en el mundo antiguo como en el mundo moderno respecto al labrador que cultive su propia tierra y respecto al artesano”[7]
Es decir, la ley del valor trabajo, fundamento de la teoría de la plusvalía y por tanto de la teoría de la explotación en el régimen de producción capitalista, funciona cuando no hay capitalistas y deja de regir justamente con el advenimiento de ese régimen de producción. Si las relaciones de intercambio no son reguladas por la ley del valor trabajo, hay que concluir que la plusvalía existe tanto como el flogisto.
IV
Esta teoría fallida es la que le sirve a Mazzucato para sacar la que hace pasar como suya decretando que las finanzas son una actividad extractora de valor y no creadora. Como es mejor el original que la copia, volvamos a Marx:
“El interés (…) aparece primitivamente, es primitivamente y sigue siendo en realidad, simplemente, una parte de la ganancia, es decir, de la plusvalía, que el capitalista activo, industrial o comerciante que no invierte capital propio, sino capital prestado, tiene que abonar al propietario y prestamista de este capital”[8]
Veamos ahora la copia:
“El interés se deduce de la tasa de beneficio del capitalista de la producción (…) la subdivide entre los receptores de los intereses y quienes obtienen un beneficio. Sin embargo, como el capital con intereses no produce ninguna plusvalía, no es directamente productivo”[9]
De los textos de Marx y su discípula Mazzucato sale el siguiente silogismo:
· El interés es una parte de la plusvalía.
· La plusvalía es producto de la explotación del trabajo por el capital industrial.
· Por tanto, antes de la aparición del capitalismo industrial no existe el interés.
En la Biblia puede leerse lo siguiente:
“Si prestas dinero a alguien de mi pueblo, a un pobre que habita contigo, no serás con él usurero; lo le exigirás intereses” (Éxodo 22, 24)
“Si un hermano tuyo empobrece y le tiembla la mano en sus tratos contigo, lo mantendrás como forastero o huésped para que pueda vivir junto a ti. No tomarás de él interés ni recargo; antes bien teme a Dios y deja vivir a tu hermano junto a ti. No le darás tu dinero a interés ni le darás tus víveres con recargo” (Levítico 25, 35-37)
“No prestarás a interés a tu hermano, sea rédito de dinero, o de víveres, o de cualquier otra cosa que produzca interés. Al extranjero podrás prestarle a interés, pero a tu hermano no le prestarás a interés…” (Deuteronomio 23, 20-21)
Se estima que la historia de Moisés acontece en el siglo XIII ó XIV antes de Cristo. Como en ese entonces no existía aún el capitalismo industrial ni tampoco la plusvalía, la existencia del interés es un imposible histórico.
Para confirmar el imposible histórico conviene citar al gran Aristóteles, quien vivió en el siglo IV antes de Cristo y de quien proceden los prejuicios contra el interés de Mazzucato y todos los economistas populares que en la historia han sido.
Dice el Estagirita:
“Y con la mejor razón es aborrecida la usura, ya que la ganancia, en ella, procede del mismo dinero, y no de aquello por lo que se inventó el dinero; que se hizo para el cambio; en cambio, en la usura, el interés, por sí sólo, produce más. Por eso ha recibido ese nombre (gr. Tókos) porque lo engendrado (tiktómena) es de la misma naturaleza que sus engendradores, y el interés resulta como hijo del dinero. De forma que de todos los negocios éste es el más antinatural”[10]
Ya en el siglo XIII de nuestra era, Santo Tomás de Aquino, el gran discípulo de Aristóteles, le enmendaba la plana a su maestro señalando una serie de circunstancias bajo las cuales puede obtenerse ganancia del dinero prestado:
“Cada uno puede mirar lícitamente por su propio bien. Pero algunas veces se sufren consecuencias por prestar dinero. Luego es lícito obtener alguna ganancia, aún exigiéndola, del dinero prestado. (…) puede recibirse alguna garantía por el dinero prestado, cuyo uso puede venderse, como cuando se renta un campo o una casa”[11]
Estuvo a un paso el Aquinate de afirmar que en definitiva el préstamo de dinero es en realidad un préstamo de bienes presentes a cambio de bienes futuros, punto de partida para entender el interés.
Queda pues demostrado que el fenómeno del interés es omnipresente en la historia de la humanidad y que no depende, en lo absoluto, del tipo de organización económica prevaleciente. Los pastores nómades de Moisés conocieron el interés, que también aparece en la sociedad esclavista de la Antigua Grecia y en la Edad Media feudal. Y está presente en la economía organizada sobre la base de la propiedad privada y el mercado.
Por eso resulta evidente que hay que buscar la explicación de la existencia del interés en algún rasgo de la naturaleza humana y no, como lo hacen Marx y Mazzucato, en los arreglos institucionales prevalecientes en una época histórica determinada.
V
Contrariamente a lo que dice Mazzucato-Wilde, todo lo que tiene precio, tiene valor. El precio de una cosa (A) es la cantidad de otra (B) que se entrega a cambio de ella en un momento del tiempo y en un lugar del espacio. Si las cosas que se cambian no tuvieran valor para los individuos que pueden participar de la transacción, el intercambio no tendría lugar y no se formaría el precio. Tampoco habría precio ni intercambio si para ambos individuos los dos bienes tuviesen el mismo valor pues económicamente serían la misma cosa. El intercambio solo tiene lugar cuando los individuos valoran más lo que reciben que lo que entregan a cambio.
El valor es enteramente subjetivo y no existe por fuera de la conciencia de cada individuo. Una misma cosa, en un instante dado, por ejemplo, en una subasta, tendrá un solo precio, el de adjudicación al mejor postor, pero tendrán tantos valores como postores potenciales que se abstuvieron de ofertar y pagar ese precio. Adicionalmente, la misma cosa puede tener distinto valores para el mismo individuo, situada en otro lugar o en otro momento, hacer que pague diferentes precios por esa misma cosa.
En realidad, ninguna actividad económica crea valor, mucho menos en el sentido en que lo entienden Marx y Mazzucato. El valor no se produce ni puede producirse. Lo que la actividad de las personas produce son “cosas” materiales – como una máquina o un pan o un martillo – o, cada vez más, inmateriales – como una danza, un servicio financiero o un partido de fútbol – que suponen un esfuerzo, es decir, tienen costo, pero este costo no hace que tengan un valor inherente a ellas, como algo fijo o plasmado a su materialidad, como creen Marx y Mazzucato. Si esas “cosas” son del agrado de alguien – de una o de muchas personas – probablemente tendrán valor y quizás lleguen a tener un precio lo suficientemente elevado para justificar el esfuerzo, es decir, cubrir el costo o mucho más.
Aquellas personas que producen “cosas” que agradan a millones, es decir, que son altamente valoradas por millones, obtendrán por ellas elevadísimos precios, sin que importe la magnitud del esfuerzo o de los costos incurridos, algo completamente irrelevante para el consumidor que solo está pensando en su disfrute. Esas personas pueden hacerse inmensamente ricas; como se hacen deplorablemente pobres aquellas cuyos productos no agradan a nadie o solo a unos pocos. Por ejemplo, Mazzucato con su libro, que es valioso para todos los que pagan el precio, aumenta su riqueza; mientras que esta crítica es solo esfuerzo y nada más. Aunque me puedo sentir un poco frustrado, no me lamento del asunto ni culpabilizo a Mazzucato o al sector financiero. Entiendo que así son las cosas en una economía de libre mercado gana el que mejor satisface las preferencias de los consumidores, aunque en muchos casos dichas preferencias solo revelen ignorancia o mal gusto. ¡Qué le vamos a hacer!
Concluyamos esta parte dándole la palabra al gran Böhm-Bawerk:
“El valor no proviene del pasado de las cosas, sino de su futuro; no emana de los talleres en que se producen las mercancías, sino de las necesidades que están llamadas a servir. El valor no puede forjarse como un martillo o tejerse como una tela; si fuera así la economía no se hallaría expuesta a esas temibles conmociones que llamamos crisis y cuya causa reside, sencillamente, en que grandes masas de productos para cuya creación no se ha omitido ninguna de las reglas del arte no llegan a encontrar el valor esperado”[12]
VI
El dinero es antiquísimo y el interés también. Desde tiempos inmemoriales y mucho más en la época moderna, la mayor parte de los préstamos se hacen en dinero, por lo que resulta natural que la gente piense, como Aristóteles, que el interés sale del dinero y, por ello, lo encuentra detestable. Y es más detestable aún si – como creen Marx, Mazzucato y todos los seguidores del evangelio igualitarista – ese interés es una parte del valor creado por otros del cual se apropia arbitrariamente el prestamista por el mero hecho de tener dinero que el otro necesita.
Santo Tomás de Aquino provenía de una familia de comerciantes, de riquísimos comerciantes que conocían muy bien de los asuntos de intereses y dineros. El hombre tenía que conciliar lo que había aprendido en su familia burguesa con la condena bíblica y aristotélica de interés.
Y enunció entonces como teoría lo que era totalmente obvio para un comerciante de su época y de cualquiera: el interés se cobra por renunciar uso del dinero por algún tiempo. ¿Y cuál es el uso del dinero? La adquisición de bienes y servicios. El Aquinate estuvo a un paso del límpido enunciado con el cual sepultó siglos de tonterías:
“El préstamo es nada más y nada menos que un auténtico y genuino intercambio de bienes presentes por bienes futuros”[13]
Esta es la base de la teoría del interés de la preferencia temporal desarrollada por Eugene Böhm-Bawerk y por Irving Fischer[14] que vincula, como debe ser, la teoría del interés con la teoría subjetiva del valor. El problema es que Mazzucato no menciona en su libro a ninguno de los dos que son, probablemente, los dos más grandes teóricos del interés y cuyas contribuciones están presentes en todos los desarrollos modernos, incluida, por supuesto, la teoría del equilibrio general de Arrow-Debreu, también ignorada por Mazzucato.
Este no es el lugar para exponer la teoría del interés de la preferencia temporal y mucho menos la del equilibrio general. No obstante, pueden decirse algunas palabras sobre el asunto.
La imposibilidad de entender el interés y creer que es algo totalmente arbitrario y ajeno a la teoría del valor, proviene en gran medida de la incomprensión del concepto mismo de mercancía.
“Resumiendo – dice Gerard Debreu, con elegante precisión – una mercancía es un bien o un servicio especificado física, temporal y espacialmente”[15]
Los bienes son objetos del mundo físico que suplen necesidades medidos en unidades apropiadas como el trigo, el pan, el petróleo, el algodón, el auto o una computadora. Cuando a la descripción física se añade un lugar de localización y una fecha de entrega, se tiene la mercancía. Un servicio es el trabajo humano como el del zapatero, el panadero, carnicero o el economista. Igualmente, cuando se añade un lugar y una fecha de realización se tiene una mercancía perfectamente definida.
Se sigue de lo anterior que una materia física, un galón de gasolina, por ejemplo, es una mercancía diferente en distintos momentos del tiempo y lugares del espacio. También se expresa como mercancías diferentes el mismo trabajo material ejecutado en diferentes momentos y lugares.
Se entiende fácilmente que un mismo bien físico tenga diferente valoración y, por tanto, diferentes precios en dos lugares diferentes: un racimo de bananos en Apartadó y el mismo racimo en Berlín, por ejemplo. De hecho, gran parte de la actividad del comercio y todo el transporte se basa en esas diferencias.
También es perfectamente inteligible que el precio de un bien en algún momento del futuro sea diferente, presumiblemente mayor, que su precio presente. La diferencia porcentual entre el precio futuro y el precio presente es la tasa de interés propia de ese bien. Existen tantas tasas de interés propias como bienes se pueda imaginar y un mismo bien puede tener tantas como momentos futuros puedan concebirse para su intercambio.
Maravillosamente la teoría del equilibrio explica y demuestra la formación del interés a partir de las valoraciones subjetivas de los individuos que intercambian cosas. No se precisa que exista dinero y tampoco capital para que exista y se forme el interés. El interés existe porque existe el tiempo y es necesario elegir entre mercancías presentes y mercancías futuras. Incluso, en una economía colectivista como la que añora Mazzucato, existiría el interés, siempre que el tiempo no sea abolido como la propiedad individual y la libertad.
Publicado: septiembre 22 de 2022.
[1] Sraffa, Piero (1960, 1975). Producción de mercancías por medio de mercancía. Ediciones Oikos-Tau, Barcelona, 1975.
[2] Debreu, Gerard (1959, 1973). Teoría del valor. Antoni Boch, editor. Barcelona, 1973.
[3] Mazzucato, M. (2019 El valor de las cosas. Editorial Taurus, Madrid. 2019. Página 23.
[4] Adam Smith es considerado mayoritariamente como el Newton de la economía. Otros dos buenos aspirantes a ese título son el banquero franco-irlandés Richard Cantillon (1680 – 1743) y el abate italiano Ferdinando Galiani (1728-1787).
[5] Marx, K. (1.867, 1971). El Capital, Tomo I. Fondo de Cultura Económica, México,1971. Página 4.
[6] Una exposición más amplia se encuentra en un par de artículos publicados en este mismo blog: https://luisguillermovelezalvarez.blogspot.com/2020/06/la-plusvalia-no-existe.html
[7] Marx, Karl (1894, 1971) El Capital, Tomo III, Fondo de Cultura Económica, México, 1971, páginas 181-182.
[8] Marx, K. (1894, 1971) El Capital, Tomo III. Fondo de Cultura Económica, México, 1971. Página 355.
[9] Mazzucato, M. (2019). El valor de las cosas. Editorial Taurus, Madrid, 2019. Página 91.
[10] Aristóteles. La Política. Libro I, capítulo VIII. Alianza Editorial, Madrid, 1991. Página 60.
[11] Tomás de Aquino (2008). Tratado de la ley. Tratado de la justicia. Opúsculo sobre el gobierno de los príncipes.Editorial Porrua, México, 2008. Página 314. (Tratado de la justicia, capítulo XXII).
[12] Böhm-Bawerk, E. (1921,1986). Capital e interés. Fondo de Cultura Económica, México, 1986.página 156.
[13] Böhm-Bawerk, E (1889, 1998). Teoría positiva del capital. Ediciones Aosta, Madrid, 1998. P. 520.
[14] Irving Fisher escribió varias obras sobre la teoría del interés. La más importante de todas fue publicada en 1.930 con el título de La teoría del interés. Véase: Fisher, I. (1930, 1999) La teoría del interés. Ediciones Aosta, Madrid, 1999.
[15] Debreu, G (1959, 1973) Página 42.
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