-Ustedes me han robado mi dinero.
Con ochenta y dos años de vida estoica, con diez hijos nacidos y dos que murieron al nacer, con una corte adulona de curas amigos que le piden dinero, Dorita Lerner viuda de Barclays, que enviudó hace quince años (los quince años más felices de su vida), está furiosa con sus ocho hijos varones, y así se lo dice por teléfono al mayor de ellos, James Barclays:
-Ustedes me han robado mi dinero.
Como Dorita es muy rica, como es en extremo generosa, como no tiene demasiada noción del valor del dinero porque su fortuna proviene de herencias de familia, como solo sabe ver el alma y no la angurria de sus curas pedigüeños y sus amigas menesterosas, repartía su fortuna entre todos quienes le pidiesen una contribución, una donación, un óbolo piadoso: el cardenal Cienfuegos, despachado a Roma para acallar acusaciones de abusos sexuales, recibía una mensualidad; los curas hablantines y los santones reprimidos del Opus Dei cobraban sus mesadas asimismo; sus amigas beatas metían mano en la caja chica de Dorita; y hasta el servicio doméstico de la señora se beneficiaba grandemente de su nobleza, pues les compraba casas, apartamentos, autos del año. Así las cosas, viendo cómo la señora Dorita Lerner dilapidaba alegremente su fortuna, sus hijos la persuadieron de constituir un fideicomiso, acordaron darle un dinero mensual y echaron candado a la vasta hacienda de la señora, de modo que ella ya no pudiese disponer de sus millones, sino solo de la mensualidad que sus hijos le asignasen.
-Mis hijos son unos ladrones -le dice Dorita por teléfono a su hijo mayor, James, que vive en un país lejano precisamente para escapar de los conflictos y las intrigas familiares-. Me han quitado mi plata. No puedo gastar mi plata como me da la gana.
Los hijos de Dorita argumentan que, si no aparcaban la fortuna de su madre y la dejaban a buen recaudo, la noble y dispendiosa señora se quedaría sin dinero en pocos años, víctima de los sablazos, los asaltos, las emboscadas y las rapiñas de sus curas amigos, sus amigas santurronas y sus colegas numerarias del Opus Dei, cofradía avariciosa que ella llama La Obra. Es decir que los hijos de Dorita consideran que, al proteger la fortuna, blindándola en el fideicomiso, están sirviendo a los mejores intereses de su madre, siendo leales a ella, evitando que los ejércitos de pedigüeños abusen de ella. Pero Dorita no lo ve así. Ella se siente una víctima y no duda en decírselo en tono airado a su hijo mayor:
-Lo que tus hermanos me dan mensualmente es una cantidad ridícula. ¡No me alcanza para nada! Y si quiero gastar más, no puedo. Tengo que pedirles permiso a ustedes, mis hijos, para gastar mi dinero. Y si ustedes no me dan permiso, entonces no puedo gastar mi dinero. Con lo cual ustedes se han apropiado de mi dinero: no quieren que lo gaste en vida ¡porque quieren quedarse con mi dinero cuando yo muera!
A las apetencias monetarias del cardenal exiliado por mañoso, de los curas de bajo presupuesto, de los incendiarios predicadores del Opus Dei, de sus amigas beatas y santurronas, habría que sumar, sobre todo, la codicia desenfrenada de la única hija viva de Dorita: se llama Carolina, no trabaja, nunca ha trabajado, y se jacta de ganar fortunas en la Bolsa, pero sus hermanos no son cándidos y afirman que ella no gana, sino pierde fortunas en la Bolsa, y tienen pruebas (contratos de donación, ventas de acciones por debajo del radar, documentos notariales) de que Dorita, antes de que se constituyese el fideicomiso, le regaló mucho dinero a Carolina. Pero Carolina quiere más, mucho más: ella siempre quiere más, porque gasta fortunas viajando por el mundo, comprando cosas lujosas, adquiriendo propiedades. Entonces el fideicomiso también ha servido para prevenir que Dorita le siga regalando una parte sustancial de su fortuna a Carolina. Debido a ello, ambas están furiosas, ofuscadas, en pie de guerra: Dorita siente que sus hijos se han apropiado de su dinero y Carolina que sus hermanos le han cerrado el caño o clausurado el grifo de las donaciones maternales. Impaciente por seguir esquilmando a Dorita, Carolina ha enjuiciado a uno de sus hermanos, a un banco y a su propia madre. No está contenta, satisfecha o agradecida con todo lo que su madre le ha donado, que es muchísimo: ella quiere más, mucho más, y ha provocado una guerra en el seno de la familia, a fin de conseguir más dineros de su madre. De pronto, Dorita se ha plegado al bando de Carolina, su única hija viva. Quiere disolver el fideicomiso, recuperar el control de su dinero y darle millones a Carolina. Es decir que ahora le da la razón a su hija. Pero hace pocos meses, cuando su hija mayor Delfina falleció en un accidente, Dorita le pidió a Carolina, al pie del ataúd con los restos de Delfina, que retirase sus juicios y desistiera de sus demandas. Carolina le respondió fríamente a su madre:
-Lo siento, mamá, pero los juicios van a seguir. Tú me debes cuatro millones.
Ahora Dorita quiere romper el fideicomiso que en su día aprobó. Quiere que su dinero sea plenamente suyo, quiere disponer de absoluta libertad para gastarlo o malgastarlo, regalarlo o dilapidarlo, invertirlo o dejarlo quieto en el banco: quiere que su dinero sea todo de ella y no de sus hijos. Por eso le dice a su hijo mayor, James, al otro lado de la línea telefónica:
-No es justo. Yo les ha regalado mucho dinero a todos ustedes, mis hijos. ¿Y acaso ustedes me piden permiso cuando quieren hacer una inversión, comprar una casa, irse de viaje o dar una fiesta? No: ustedes gastan su plata, la plata que yo les doné, como les da la santa gana. ¡Pero yo no puedo gastar mi plata con la misma libertad que tienen ustedes! Yo tengo que ajustarme a la mensualidad ridícula que tus hermanos me dan. No me alcanza para nada. ¿Me comprendes, hijo? ¡No me alcanza para nada!
James Barclays se queda en silencio, pensativo. Por una parte, piensa que su madre tiene razón: es injusto que ellos, los hijos, dispongan libremente de sus dineros, pero ella, la madre, el origen de la fortuna, no pueda disponer libremente del suyo y tenga que pedir permiso a sus propios hijos si desea incurrir en gastos que excedan su mensualidad. Por otra parte, piensa que el fideicomiso se fundó, con aprobación de Dorita, precisamente porque ella y sus hijos llegaron a la conclusión de que, si no protegían la fortuna, la señora acabaría repartiéndola toda entre sus curitas pedigüeños, sus amigas santurronas, sus cardenales mañosos y sus empleados trepadores. El argumento de los hijos parecía juicioso: como mamá no ha ganado ese dinero, como lo ha heredado de su familia, no sabe administrarlo, no sabe gastarlo, y si dejamos que lo gaste a su entera discreción, en pocos años no quedará nada y Carolina y sus amigas serán todas millonarias, tras defraudar la buena fe de Dorita.
-No puedo firmar la disolución del fideicomiso, querida mamá -le dice Barclays-. Si lo hago, estoy seguro de que Carolina se quedará con todo tu dinero. Les pediré a mis hermanos que dupliquen tu mensualidad.
-Vergüenza debería darte -dice Dorita-. Eres uno de mis hijos ladrones. Jamás me imaginé que caerías tan bajo.
-Yo no te robo nada, mamá -dice James-. Te protegemos de los ladrones, que es diferente. La que quiere robarte es tu propia hija. Como el fideicomiso se lo impide, quiere tumbárselo. Y lo increíble es que la apoyes, a pesar de sus juicios absurdos contra la familia.
-Pues entonces iremos a la guerra -dice Dorita, ofuscada-. No voy a rendirme. No me van a derrotar. Voy a enjuiciar a mis propios hijos. Voy a acusarlos de haberse quedado con mi dinero. Y voy a pedir a la justicia que disuelva el fideicomiso para que yo pueda recuperar mi plata.
Así las cosas, el panorama luce sombrío: Carolina persiste en sus juicios contra uno de sus hermanos, contra su madre, contra el banco que custodia el fideicomiso, y ahora la señora Dorita Lerner viuda de Barclays se dispone a enjuiciar a sus hijos, o a algunos de ellos, los firmantes del fideicomiso, los que poseen las llaves de la caja fuerte, acusándolos de ladrones, hijos vampiros, sacaperras, chupasangres.
¿Pedirá la noble señora Dorita que sus ocho hijos varones le devuelvan el cuantioso dinero que ella les donó? ¿La justicia le dará la razón? ¿Prevalecerá en su determinación de recuperar el pleno control del dinero custodiado por el fideicomiso, que es lo que desean su hija Carolina, sus curitas pedigüeños, sus amigas santurronas, sus predicadores de La Obra? Y si la justicia falla a favor de Dorita, ¿la familia volverá a estar unida, o seguirá dividida? Una cosa es cierta: todos son ricos y todos parecen insatisfechos, contrariados, ávidos de más dinero.
-No les des nada a tus hijos -le aconsejaron a Dorita, en su día, sus hermanas Julia y Virginia, más ricas que ella, más egoístas que ella-. No se te ocurra repartir tu fortuna entre ellos. Tú quédate con tu plata. Y de vez en cuando los invitas a un lindo viaje familiar. Pero quédate con todo. Es tu plata. ¿Por qué la vas a regalar a tus hijos?
Tan buena, tan noble, tan piadosa, Dorita les dijo a sus hermanas:
-Es que mis hijos me ruegan que los ayude económicamente. Casi todos están quebrados, endeudados, sin trabajo, deprimidos. Me presionan noche y día, me vuelvan loca, para que les llueva un maná del cielo.
-A nosotras también nos presionan nuestros hijos -le dijeron a Dorita sus hermanas-. Pero ni locas les vamos a dar nuestro dinero. Que esperen. Que tengan paciencia.
Contrariando el consejo de sus hermanas, Dorita repartió una parte sustancial de su fortuna entre sus diez hijos (su hija mayor Delfina aún estaba viva), sin saber que la otra parte menoscabada, su parte, sería aparcada y blindada en un fideicomiso diseñado por sus hijos, y que ella en consecuencia quedaría a merced de sus hijos, de la mensualidad que ellos le asignasen, acotándole bastante el presupuesto. Ahora, por supuesto, Dorita se arrepiente y se dispone a ir a la guerra. Nada bueno está por venir.
Publicado: agosto 8 de 2022
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